El cerebro de Kennedy (42 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Empezó desde el principio, esparciendo las piezas sobre la mesa e intentando comprender lo que tenía ante sí.

A su alrededor, el otoño emprendía la retirada para dar paso al invierno.

El jueves 16 de diciembre hacía un día claro y muy frío. Louise se despertó temprano, pues Artur se había puesto a quitar la nieve del acceso al garaje con la pala. Entonces sonó el teléfono. Cuando contestó, no supo al principio con quién hablaba. Había un molesto carraspeo en el auricular y era evidente que la voz venía de muy lejos. ¿Sería Aron, que la llamaba desde Australia sentado entre sus papagayos rojos?

Al cabo de un instante, reconoció la voz de Lucinda, débil y tensa.

–Estoy enferma. Me estoy muriendo.

–¿Qué puedo hacer por ti?

–Ven aquí.

La voz de Lucinda volvió a alejarse. Louise sintió que la perdía.

–Creo que ya sé lo que es. Todo lo que Henrik descubrió. Ven antes de que sea demasiado tarde.

La comunicación se interrumpió y Louise quedó sentada sobre la cama. Artur seguía quitando nieve. Ella permaneció totalmente inmóvil.

El sábado 18 de diciembre, Artur la llevó a Estocolmo, al aeropuerto de Arlanda. La mañana del 19, bajaba del avión en Maputo. El calor la golpeó como un puño incandescente.

21

Buscó la casa de Lucinda con la ayuda de un taxista que no sabía inglés. Cuando por fin dio con el lugar, resultó que Lucinda no estaba allí. Su madre empezó a llorar tan pronto como vio a Louise y ésta pensó que, pese a todo, había llegado tarde. Una hermana de Lucinda se le acercó y se dirigió a ella en un inglés muy peculiar, aunque comprensible.

–Lucinda no está muerta, sólo ha desaparecido. Enfermó de repente, no tenía fuerzas para levantarse de la cama. En unas pocas semanas perdió mucho peso.

Louise no estaba segura de haberlo comprendido todo. El mal inglés de la hermana de Lucinda empeoraba por momentos, era como si se le acabara la batería.

–Lucinda lo dijo, estaba segura, Donna Louisa vendría a preguntar por ella. Dijo que le explicásemos que se había marchado a Xai-Xai, para que le ayudasen.

–¿Dijo que estaba segura de que yo vendría?

Estaban conversando fuera de la casa. El sol brillaba sobre sus cabezas. Louise empezó a sentirse mareada por el calor, pues aún llevaba en su interior el frío del invierno sueco.
En Xai-Xai ayudarían a Lucinda
. Louise estaba convencida de que, tal y como la joven le había dicho por teléfono, le quedaba poco tiempo de vida.

El taxista que la había llevado allí desde el aeropuerto seguía esperándola, aunque sentado en el suelo a la sombra de su coche y escuchando la radio, que tenía a todo volumen. Louise se llevó a la hermana de Lucinda hasta el taxi y le pidió que le explicase al taxista que quería que la llevase hasta Xai-Xai. Cuando el hombre comprendió lo que se le pedía, lanzó un suspiro preocupado. Pero Louise insistió. Quería ir a Xai-Xai y, además, inmediatamente. El hombre le dijo el precio y la hermana se lo tradujo a Louise: una cantidad desorbitada de
meticais
. Louise propuso pagarle en dólares y el taxista se mostró enseguida mucho más interesado. Lograron llegar a un acuerdo sobre el precio y los gastos de la gasolina, además de todo lo necesario para el viaje hasta Xai-Xai. Louise recordaba que la ciudad se encontraba a ciento noventa kilómetros, pero el taxista hablaba de ello como si se tratara de una expedición a un país remoto y desconocido.

–Pregúntale si ya ha estado en Xai-Xai alguna vez.

El taxista negó con un gesto.

–Dile que yo sí he estado allí con anterioridad. Dile que conozco el camino. Pregúntale cómo se llama.

Además de enterarse de que se llamaba Gilberto, supo que tenía esposa y seis hijos y que creía en el Dios católico. En el taxi, Louise había visto una fotografía de colores desvaídos del cada vez más enfermo Papa polaco, clavada en el quitasol con una chincheta.

–Dile que tengo que descansar un poco, que será mejor que no hable mucho durante el viaje.

Gilberto recibió la información como si le hubiesen entregado una cantidad extra de dinero y cerró la puerta en silencio cuando ella se acomodó en el asiento trasero. Lo último que Louise vio de la familia de Lucinda fue la expresión desesperada en el rostro de su madre.

Llegaron a Xai-Xai ya avanzada la tarde, después de cambiar una rueda debido a un pinchazo y, más adelante, de reparar el tubo de escape. Gilberto no pronunció palabra durante todo el viaje, aunque sí fue subiendo progresivamente el volumen de la radio. Louise intentaba descansar. No sabía lo que la aguardaba; sólo que, fuera lo que fuese, iba a necesitar todas sus fuerzas.

El recuerdo de lo que le había sucedido a Umbi no la abandonaba. En varias ocasiones, durante el trayecto, estuvo a punto de pedirle a Gilberto que se detuviese y diese media vuelta. El pánico se había adueñado de ella. Sentía como si avanzase directamente hacia una trampa que se cerraría en torno a ella para no dejarla ir jamás. Al mismo tiempo, resonaban en su mente las palabras de Lucinda al teléfono. «Me estoy muriendo.»

Justo antes de llegar al puente que cruzaba el río, la fotografía del Papa cayó al suelo, entre los asientos. Gilberto paró el coche y volvió a clavarla. Louise estaba cada vez más enojada. ¿No comprendía aquel hombre que apenas si tenían tiempo?

Atravesaron la ciudad polvorienta. Louise no había decidido aún qué hacer. Se preguntaba si debía ir a la aldea de Christian Holloway antes de despedir al taxi o si, por el contrario, sería más conveniente acudir en primer lugar al hotel de la playa y buscar allí a alguien que pudiese llevarla a la aldea. Finalmente, resolvió bajar hasta el hotel. Cuando salió del taxi, lo primero que oyó fue el melancólico y monótono sonido de la
timbila
del albino. Pagó a Gilberto, le estrechó la mano y tomó su maleta antes de entrar en el hotel. Como de costumbre, parecían tener muchas habitaciones libres, pues las llaves colgaban todas bien colocadas tras el mostrador de recepción. El recepcionista no la reconoció o, al menos, fingió no reconocerla. Sin embargo, no le pidió ni el pasaporte ni una tarjeta de crédito. Louise sintió que la trataban como una persona invisible y de confianza al mismo tiempo.

El recepcionista tenía un buen inglés. Por supuesto que le conseguiría un taxi, pero lo mejor sería que hablara con uno de sus hermanos, que disponía de un coche estupendo. Louise le advirtió que lo necesitaba lo antes posible. Subió a su habitación, se colocó junto a la ventana y contempló la caseta semiderruida de la playa. Allí degollaron a Umbi la noche en que estuvo hablando con ella. El recuerdo casi la hizo vomitar. El miedo la ensartaba con sus garras. En el baño se lavó bajo el chorro de agua del grifo, bajó y se obligó a comer algo: un poco de pescado a la plancha, una ensalada que no hizo más que remover, con suma desconfianza. Largo rato permaneció sentada con el móvil en la mano, dudando si llamar o no a Artur. Pero no lo hizo. Ahora, ante todo, debía responder al grito de socorro que Lucinda le había enviado. Si es que era un grito de socorro… «Tal vez se trate más bien de un grito de guerra», consideró Louise.

El albino dejó de tocar su
timbila
y pudo oír el mar rugiente, salvaje. Las olas llegaban rodando desde la India, desde la costa recóndita de Goa. El calor no era tan insoportable allí, en la costa, como en Maputo. Pagó la cuenta y dejó el restaurante. Un hombre en pantalón corto y una desgastada camisa estampada con banderas estadounidenses la aguardaba junto a un camión oxidado. El individuo la saludó con amabilidad y le dijo que se llamaba Roberto pero que, por una razón que Louise no alcanzaba siquiera a imaginar, todos lo llamaban Warren. Trepó al asiento delantero y le explicó adónde quería que la llevase. Warren hablaba inglés con el mismo acento sudafricano que su hermano el recepcionista.

–A la aldea de Christian Holloway, sí –repitió Warren–. Es un buen hombre. Trabaja mucho por los enfermos. Pronto estaremos todos enfermos y todos moriremos –añadió en tono jovial–. Dentro de unos años, no quedará ni un solo africano. No habrá más que huesos enterrados en la arena y en las plantaciones abandonadas. ¿Quién va a comer
kassava
cuando nosotros hayamos desaparecido?

A Louise le extrañó el singular entusiasmo con que Warren aludía a la dolorosa muerte que arrasaba por doquier. ¿Padecería él también la enfermedad? ¿Sería aquello una expresión velada de su propio miedo?

Por fin llegaron a la aldea. Lo primero que notó fue que el perro negro que solía descansar tumbado a la sombra del árbol ya no estaba. Warren le preguntó si debía esperarla o regresar más tarde para recogerla. Le mostró su teléfono móvil y le dio el número para que pudiese llamarlo. Probaron a llamarse y, en el segundo intento, se estableció la conexión. No quiso que ella le pagase aún, el dinero podía esperar: nada corría prisa en un día tan caluroso como aquél. Louise se bajó del camión, Warren dio la vuelta y se marchó. Ella se puso a la sombra, donde solía dormitar el perro. El intenso calor parecía solidificarse a su alrededor y en torno a las blancas casas; reinaba un silencio absoluto. Eran las cinco de la tarde. Se preguntó fugazmente si Artur habría tenido que quitar nieve aquella mañana. Un ave pasó rozando el suelo con un violento aleteo antes de perderse en dirección al mar.
¿Era una llamada de auxilio o un grito de guerra?
Puede que Lucinda le hubiese enviado los dos mensajes al mismo tiempo. Louise observó las hileras de casas dispuestas en semicírculo.

Lucinda sabe que tiene que guiarme correctamente. ¿En cuál de las casas estará? Naturalmente, en la primera en la que entramos las dos durante nuestra visita a la aldea.

Echó a andar por la explanada de arena con la sensación de estar cruzando un escenario desierto en el que el público la observaba sin que ella pudiese verlo. Abrió la puerta y entró en la penumbra. El olor a cuerpos sucios y sudorosos fue como un mazazo. Nada había cambiado desde la última vez que estuvo allí. Había enfermos por todas partes, en su mayoría inmóviles.

La playa de la muerte. Aquí han arribado estas personas con la esperanza de que les ayuden. Pero aquí no hay más que muerte. Como en las playas de Lampedusa, en el Mediterráneo, adonde llegan flotando los cuerpos muertos de los refugiados, sin haber accedido a la vida que soñaban.

Permaneció inmóvil mientras se le habituaba la vista a la escasa luz del interior. Escuchó el coro de respiraciones. Cortas, las unas, violentas y esforzadas las otras, y aun otras tan débiles que apenas si se oían. Surgían de allí estertores y rugidos y gritos broncos que se convertían en susurros. Observó la habitación repleta de enfermos, buscando a Lucinda. Sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la boca con él. No podría controlar sus náuseas por mucho tiempo. Empezó a caminar por la sala con sumo cuidado para no pisar ninguna pierna ni ningún brazo extendido. «Raíces humanas», reflexionó para sí, «que amenazan con enredarme.» Apartó la idea, por absurda. No era necesario expresar la realidad con símiles. Ya resultaba bastante incomprensible tal y como era. Siguió buscando.

Halló a Lucinda en un rincón de la habitación. Yacía sobre una alfombra, junto a una pared y detrás de uno de los pilares que sostenían el techo. Louise captó su mirada. Lucinda parecía ciertamente muy enferma. Estaba casi desnuda y, al respirar, su pecho subía y bajaba con sacudidas violentas y breves. Louise comprendió que la joven había elegido bien el lugar. El pilar formaba un ángulo muerto y nadie podría ver su rostro mientras Louise estuviese delante. Lucinda señaló el suelo con el dedo. Había allí una caja de cerillas. Louise fingió que se le caía el pañuelo y, al agacharse para recogerlo, se la escondió en la palma de la mano. Lucinda negó con un gesto imperceptible de la cabeza. Louise se dio la vuelta y salió de la casa, como si no hubiese encontrado a la persona que buscaba.

Retrocedió al salir a la intensa luz antes de emprender el camino por la polvorienta carretera. Cuando nadie podía verla, llamó a Warren, que acudió diez minutos después. Louise se disculpó por no haber podido prever que su visita sería tan breve, y le comentó que tal vez tuviese que volver a la aldea de Holloway ese mismo día.

Ya en el hotel, el hombre siguió insistiendo en no cobrar todavía. Si quería ponerse en contacto con él, no tenía más que llamar. Ahora pensaba irse a dormir a la sombra de su camión y, después, bajaría a la playa para darse un baño.

–Suelo nadar con las ballenas y los delfines. Y entonces olvido que soy hombre.

–¿Y por qué quieres olvidarlo?

–Yo creo que todo el mundo ha deseado alguna vez haber nacido provisto no sólo de pies y manos, sino también de aletas.

Louise subió a su habitación y se lavó la cara y las manos bajo el grifo que, de repente, parecía haber recuperado la energía y dejaba salir un buen chorro de agua. Después se sentó en el borde de la cama y abrió la caja de cerillas. Con letra diminuta, Lucinda le había escrito un mensaje en un trozo de periódico. «Aguza el oído en la oscuridad, escucha la
timbila
.» Y eso era todo.

Aguza el oído en la oscuridad, escucha la timbila.

Aguardó el atardecer, después de lograr resucitar el aparato de aire acondicionado arrojando un zapato contra él.

Estaba echando una cabezada cuando Warren la llamó por teléfono para preguntarle si necesitaba sus servicios o si podía ir a Xai-Xai para ver a su esposa, que estaba a punto de dar a luz. Louise le dijo que podía marcharse.

Se había comprado un bañador en Arlanda antes de partir. Se sintió algo culpable, pues había ido hasta allí para visitar a una joven moribunda. Intentó convencerse a sí misma y bajar a la playa, pero no tenía fuerzas. Y necesitaba reservarlas, aunque no sabía para qué. Lucinda y el jadeo de su respiración provocaban en ella tanta indignación como temor.

Todo parecía fermentar, exhalando un hedor a muerte y destrucción bajo el intenso calor. Pero la idea era incorrecta, y ella lo sabía. Nada había tan vital como aquel sol poderoso. Henrik habría protestado irritado al oírla describir África como el continente de la muerte. Le habría dicho que la culpable de que
lo sepamos todo acerca de cómo mueren los africanos, pero casi nada sobre cómo viven
, era nuestra incapacidad para buscar la verdad. ¿Quién había dicho aquello? No lo recordaba. Tal vez lo había leído en alguno de los documentos que encontró en el apartamento de Estocolmo, pero no estaba segura. De pronto, recordó que Henrik había escrito algo parecido en la tapa de uno de los innumerables archivadores en los que guardaba el material sobre el cerebro desaparecido del presidente. Henrik debía de estar fuera de sí cuando escribió la pregunta:
¿Cómo nos sentiríamos nosotros, los europeos, si el mundo sólo supiese cómo morimos, pero nada sobre nuestras vidas?

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