Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Al principio, el campesino trotaba en silencio al lado de Rubashov, mirándolo de reojo.
Después de la primera vuelta se aclaró la garganta varias veces y lanzando una mirada furtiva, dijo:
—Vengo de la provincia D. ¿Ha estada alguna vez allí, excelencia?
Rubashov contestó con un ademán negativo. La provincia D. era una lejana región del Este, de la cual sólo tenía una vaga idea.
—Ciertamente está muy lejos —continuó el campesino— y hay que montar en camellos para llegar allí. ¿Es usted un político, excelencia?
Rubashov asintió. Las alpargatas del labriego tenían las suelas abiertas y andaba con los dedos de los pies desnudos, pisando la nieve apisonada; tenía un cuello delgado, y continuamente inclinaba la cabeza mientras hablaba, como si estuviera repitiendo el amén de una letanía.
—También yo soy un detenido político —dijo—; es decir, yo soy un reaccionario. Dicen que todos los reaccionarios deben ser apartados por diez años. ¿Cree usted que me apartarán diez años, excelencia?
Hizo un movimiento con la cabeza y miró de soslayo a los guardias que estaban en el centro del patio en un pequeño grupo, dando patadas en el suelo y sin hacer caso de los prisioneros. —¿Qué ha hecho usted? —preguntó Rubashov.
—Me descubrieron como reaccionario cuando pincharon a los niños —contestó el campesino—.
Todos los años el Gobierno envía una comisión para distintas cosas. Hace dos años llevaron periódicos para leer y muchos retratos de la gente del Gobierno. El año pasado envió una máquina trilladora y cepillos para limpiar los, dientes, y este año mandó unos tubitos de vidrio con agujas para pinchar a los niños. Y vino una mujer con pantalones de hombre que quería pinchar a todos los muchachos uno después de otro. Cuando llegó a mi casa, mi mujer y yo cerramos la puerta; nos declararon reaccionarios, y entonces quemamos los periódicos y los retratos y rompimos la trilladora; un mes después vinieron y nos detuvieron a todos.
Rubashov murmuró algo, pensando en la continuación de su ensayo sobre el gobierno autónomo. Se le vino a la memoria lo que había leído una vez sobre los indígenas de Nueva Guinea, que estando al mismo nivel intelectual que este campesino, vivían no obstante en una completa armonía social y poseían instituciones democráticas sorprendentemente adelantadas... Habían alcanzado el nivel más alto de la esclusa inferior.
El campesino tomó el silencio de Rubashov como un signo de desaprobación y se ensimismó aún más. Tenía los dedos de los pies azules de frío; suspiraba de vez en cuando, y seguía trotando junto a su silencioso compañero.
Tan pronto como volvió a su celda, Rubashov siguió escribiendo. Creía haber descubierto algo en la ley de la "madurez relativa", y trabajaba en un estado de tensión extrema. Cuando le trajeron la comida del mediodía, casi había terminado; comió su ración, y lleno de satisfacción se echó en el camastro.
Estuvo durmiendo por espacio de una hora, tranquilamente y sin sueños, y se despertó muy descansado. El número 402 había estado transmitiendo en la pared por algún tiempo; evidentemente se sentía menospreciado. Inquiría a Rubashov por el nuevo compañero de ronda, a quien había visto desde la ventana, pero Rubashov le interrumpió. Sonriéndose a sí mismo, transmitió con los lentes:
—ESTOY CAPITULANDO.
Y esperó con curiosidad el efecto. Nada vino durante algún tiempo; el número 402 estaba silencioso. Sólo al cabo de unos minutos, expresó:
—PREFIERO QUE ME AHORQUEN...
Rubashov se sonrió y transmitió:
—CADA UNO ACTÚA SEGÚN LA CLASE A LA CUAL PERTENECE.
Esperaba una explosión de rabia del número 402, pero, en vez de eso, los golpecitos sonaron suaves, como si indicaran resignación:
—SENTÍA INCLINACIÓN A CONSIDERARLO UNA EXCEPCIÓN. NO LE QUEDA UNA MIGAJA DE HONOR
Rubashov se tendió de espaldas, con los lentes en la mano. Se sentía contento y tranquilo.
Transmitió:
—NUESTRAS IDEAS DEL HONOR SON DIFERENTES.
El número 402 transmitió con rapidez:
—EL HONOR CONSISTE EN VIVIR Y MORIR POR LAS IDEAS EN QUE UNO CREE.
Rubashov contestó casi tan rápidamente:
—EL HONOR CONSISTE EN SER ÚTIL, SIN VANIDAD.
El número 402 contestó esta vez más alto, como con rabia:
—EL HONOR ES DECENCIA, NO UTILIDAD.
—QUÉ ES LA DECENCIA? —preguntó Rubashov, espaciando cómodamente las letras.
Contrastando con su calma, sonaban furiosos los golpes al otro lado de la pared:
—ES ALGO QUE USTEDES NUNCA ENTENDERÁN —fué la respuesta del número 402 a la pregunta de Rubashov. Se encogió de hombros:
—HEMOS REEMPLAZADO LA DECENCIA POR LA RAZÓN —replicó.
El número 402 no contestó.
Antes de cenar, Rubashov leyó de nuevo lo que había escrito, haciendo una o dos correcciones, y lo copió en forma de carta dirigida al Fiscal General de la República. Subrayó los párrafos. que se referían a las alternativas de la oposición, y terminó el documento con la siguiente frase final:
"El que suscribe, N. S. Rubashov, antiguo miembro del Comité Central del Partido, ex comisario del Pueblo, ex comandante de la segunda división del Ejército Revolucionario, condecorado con la Orden de la Revolución por arrojo frente a los enemigos del Pueblo, ha decidido, en consideración de las razones expuestas anteriormente, renunciar por completo a su actitud de oposición y denunciar públicamente sus errores."
Durante dos días, Rubashov esperó en vano que lo llevasen ante Ivanov; esto le parecía seguro, en cuanto entregó al viejo carcelero el documento donde anunciaba su capitulación, lo que hizo el mismo día que expiró el plazo concedido. Pero aparentemente nadie tenía prisa en ocuparse de él; tal vez Ivanov estaba estudiando su teoría de la "madurez relativa", o más probablemente, el documento había sido remitido a las autoridades superiores.
Rubashov sonreía ante el pensamiento de la consternación que debería haber causado entre los "teóricos" del Comité Central. Antes de la Revolución, y durante algún tiempo después, no había existido distinción alguna entre los "teóricos" y los "políticos". La táctica que había que seguir en un momento dado se decidía de acuerdo con la doctrina revolucionaria, en discusión abierta: los movimientos estratégicos durante la guerra civil, la requisa de las cosechas, la división y la distribución de la tierra, la introducción de una nueva moneda, la reorganización de las fábricas, en una palabra todas las medidas administrativas representaban un acto de filosofía aplicada. Cada uno de aquellos hombres cuya cabeza numerada aparecía en la vieja fotografía que había decorado una vez las paredes del despacho de Ivanov, sabía más de economía política, filosofía del derecho y arte de gobernar que todos los catedráticos profesionales de las universidades de Europa. Las discusiones en los congresos durante la guerra civil habían alcanzado una altura a la que nunca había llegado ninguna corporación política; los informes que se publicaban en las revistas científicas de los demás países se parecían mucho a las actas de esas sesiones, con la diferencia que del resultado de una discusión, dependían la vida y el bienestar de millones de seres humanos y, lo que era más importante, el porvenir de la Revolución.
Ahora la vieja guardia estaba agotada, y la lógica de la historia ordenaba que mientras más estable se fuera haciendo el régimen, más rígido tenía que ser, con el objeto de prevenir la posibilidad de que las enormes fuerzas dinámicas que la revolución había desatado invirtiesen su sentido y la hicieran saltar por los aires. Había concluido la época de los congresos filosóficos; en lugar de los venerables retratos sólo una mancha clara había quedado en la pared del despacho de Ivanov, y a la filosofía incendiaria había seguido un período de saludable esterilidad. Las teorías revolucionarias habían cuajado en un culto dogmático, con un catecismo simplificado y fácilmente comprensible, y con el Número Uno actuando como sumo sacerdote. Todos sus discursos y sus artículos presentaban, hasta en el estilo, el carácter de un catecismo infalible; fueron divididos incluso en preguntas y respuestas, con una persistencia maravillosa en la simplificación grosera de los hechos y problemas actuales. El Número Uno, poseía, indudablemente, un instinto especial para aplicar la "ley de la madurez relativa de las masas". Los diletantes de la tiranía forzaron sus ideas a seguir a la voz de mando, el Número Uno les había enseñada a pensar a la voz de mando.
A Rubashov le divertía pensar en lo que los actuales teóricos del Partido iban a decir de su carta. En las actuales circunstancias, ella representaba la herejía más desenfrenada: criticaba a los santos padres de la doctrina, cuya palabra era tabú; se llamaba al pan, pan, y al vino, vino; y se llegaba hasta considerar la figura sacrosanta del Número Uno de un modo objetivo en su contextura histórica. Seguramente, esos infortunados teóricos del presente, cuya única tarea era convertir los súbitos cambios de frente del Número Uno en la última palabra de la filosofía, estarían retorciéndose en la agonía.
El Número Uno se permitía de vez en cuando los más extraños ardides con sus teorizantes.
Una vez pidió al comité de expertos que editaba el periódico del Partido sobre economía, que le hiciesen un análisis de la crisis industrial norteamericana. El trabajo completo requirió varios meses de labor; por último, apareció el número especial en el cual (basándose en la tesis expuesta por el Número Uno en el discurso que pronunció en el último congreso) se demostraba, aproximadamente en trescientas páginas, que el auge industrial de Norteamérica era puramente ficticio, y que en realidad los Estados Unidos estaban sufriendo una terrible depresión, de la cual no podrían salir sino tras una revolución victoriosa. El mismo día que apareció el número especial, el Número Uno recibió a un periodista norteamericano y lo hizo estremecerse, y con él al mundo, al pronunciar la siguiente frase sentenciosa, entre dos chupadas de pipa:
—La crisis ha acabado en Norteamérica; los negocios son normales de nuevo.
Los vocales del comité de expertos, seguros de ser degradados y probablemente arrestados, escribieron aquella misma noche sendas cartas en las que confesaban sus "fechorías y mala conducta por haber evidenciado teorías contrarrevolucionarias y análisis engañosos". Aseguraron, además, su arrepentimiento y prometieron repararlas públicamente.
Solamente Isakovitch, un contemporáneo de Rubashov, el único miembro de la redacción del periódico que pertenecía a la vieja guardia, prefirió pegarse un tiro. Los enterados aseguraban después que el Número Uno había ideado toda aquella comedia con el exclusivo objeto de deshacerse de Isakovitch, a quien sospechaba partidario de las tendencias de oposición.
"Todo eso es realmente una comedia bien grotesca", pensaba Rubashov; en el fondo, todos aquellos juegos de manos con la "filosofía revolucionaria" no eran más que un medio para consolidar la dictadura, la cual, si bien era un fenómeno deprimente, parecía representar una necesidad histórica. Tanto peor para aquellos que tomaban la farsa seriamente, viendo sólo lo que pasaba en el escenario sin asomarse a las bambalinas. En los primeros tiempos, la política revolucionaria se decidía en congresos abiertos, mientras que ahora siempre se resolvía entre bastidores. Pero eso era también una consecuencia lógica de la ley de la relativa madurez de las masas...
Rubashov anhelaba volver a trabajar en una tranquila biblioteca, y desarrollar su nueva teoría sobre una base histórica. Los tiempos más fecundos para la filosofía revolucionaria habían sido siempre los del destierro, aquellos períodos de forzado reposo entre otros de actividad política. Se paseaba en su celda, y dejaba a su imaginación jugar con la idea de pasarse los próximos dos años, en los que estaría políticamente excomulgado, en una especie de destierro interior. Su retractación pública le habría permitido el respiro necesario. La forma exterior de la retractación no importaba mucho, y podía contener tantos mea culpa y profesiones de fe en la infalibilidad del Número Uno como cupiesen en el papel. Todo aquello no era más que cuestión de etiqueta, un ceremonial bizantino que se había desarrollado en vista de la necesidad de enseñar a las masas todas las sentencias en forma de vulgarización, a fuerza de repetirlas.
Lo que se quería presentar como verdadero debía brillar como el oro, y lo que se declaraba falso, tan negro como el alquitrán; en consecuencia, las declaraciones políticas tenían que estar tan repintadas como los muñecos de una feria.
De estos asuntos el número 402 no entendía nada, pensaba Rubashov. Su estrecho concepto del honor pertenecía a otra época. ¿Qué era la decencia? Simplemente una cierta forma de convención, todavía sujeta a las tradiciones y reglas de los torneos caballerescos. El nuevo concepto del honor había que formularlo de modo diferente: servir sin vanidad y hasta la última consecuencia...
"Antes morir que deshonrarse", afirmaba el número 402 seguramente retorciéndose el bigote.
Ésa era la expresión clásica de la vanidad personal. El número 402 transmitía sus sentencias con el monóculo, mientras que él, Rubashov, lo hacía con los lentes; ésa era toda la diferencia.
Actualmente lo único que importaba era que lo dejaran trabajar pacíficamente en una biblioteca, para ir desarrollando sus nuevas ideas. Tendría que dedicarse a ello muchos años, y escribir un macizo volumen, que sería el primer indicio útil como guía para el entendimiento de las instrucciones democráticas, arrojando luz sobre el movimiento pendular de la psicología de las masas, tal como se podía observar en los tiempos presentes, y que la teoría clásica de la lucha de clases no había llegado a explicar.
Rubashov recorría rápidamente su celda, sonriéndose a sí mismo. Nada importaba con tal que le dejasen tiempo para desarrollar su nueva teoría. Había desaparecido el dolor en el. diente y se sentía plenamente despierto, emprendedor y lleno de nerviosa impaciencia. Dos días habían transcurrido desde su conversación nocturna con Ivanov y desde aquel en que había enviado su declaración, y no pasaba nada todavía. El tiempo, que había volado tan rápidamente en las primeras dos semanas de su detención, caminaba ahora a paso de tortuga, descomponiendo las horas en minutos y segundos. Seguía trabajando a ratos, pero tenía que detenerse constantemente por falta de documentación histórica. Se pasaba cuartos de hora enteros asomado a la mirilla, con la esperanza de ver venir al carcelero que lo llevaría ante Ivanov. Pero el pasillo estaba desierto, con las luces brillando como de costumbre.