Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
El pequeño Loewy y el ex luchador Paul se hicieron amigos, y como resultó que Paul era el secretario administrativo de la sección del Partido en el Sindicato de Trabajadores del Puerto, en cuanto salieron le procuró los documentos necesarios y le buscó trabajo; de modo que Loewy pudo obtener su reingreso en el Partido. En consecuencia, el pequeño Loewy pudo continuar dando conferencias sobre el darwinismo y sobre el último congreso del Partido a los obreros del muelle, como si nada hubiese pasado. Era feliz, y se olvidó de los gatos y de su rabia contra los burócratas del Partido, y al cabo de seis meses lo eligieron Secretario Político de la sección local. Todo está bien cuando termina bien.
Y Rubashov deseaba con todo su corazón, viejo y cansado como se sentía, que aquello acabara bien. Pero sabía para qué había sido enviado allí, y todavía le faltaba adquirir una virtud revolucionaria, la virtud de la autodecepción. Miró con tranquilidad a su interlocutor a través de los lentes; el pequeño Loewy no comprendió el significado de la mirada, se azoró un poco y sonriendo saludó con la pipa. Rubashov estaba pensando en los gatos, y notaba con horror que no podía dominar los nervios y que quizás había bebido demasiado, porque no podía desprenderse de la obsesión de agarrar al pequeño Loewy por las orejas y las piernas y romperle el espinazo contra la rodilla, con su hombro deformado y todo. Se estaba sintiendo mal, y se levantó para irse. El pequeño Loewy lo acompañó hasta su casa; suponía que Rubashov estaba sufriendo un súbito ataque de depresión y permaneció respetuosamente silencioso. Una semana después, el pequeño Loewy se ahorcaba.
Entre aquella noche y la muerte del pequeño Loewy se realizaron varias dramáticas reuniones en la célula del Partido. Los hechos eran simples.
Hacía dos años que el Partido había ordenado a todos los trabajadores del mundo que combatieran la nueva dictadura que se acababa de establecer en el corazón de Europa, por medio de un bloqueo económico y político. No se podía comprar mercancías procedentes del país enemigo, ni tampoco dejar pasar los cargamentos consignados a su enorme industria de guerra. Las secciones del Partido ejecutaron estas órdenes con entusiasmo, y los trabajadores del muelle de aquel pequeño puerto se negaron a cargar o descargar mercancías con destino a ese país o procedente de él. Otros sindicatos se les unieron. La huelga era difícil de llevar. Hubo conflictos con la policía, con muertos y heridos.
El resultado final de la lucha estaba todavía indeciso, cuando arribó al puerto una pequeña flota compuesta de cinco curiosos y anticuados barcos de carga; cada uno llevaba pintado en la popa el nombre de un gran héroe de la Revolución en el extraño alfabeto que se usaba en el Otro Lado; en las proas flameaba la bandera de la Revolución. Los trabajadores en huelga los recibieron con entusiasmo y empezaron inmediatamente la descarga de las bodegas. Después de varias horas se dieron cuenta de que el cargamento consistía en ciertos minerales raros, que venían consignados a la industria de guerra del país boicoteado.
La sección del Partido de los trabajadores del muelle convocó inmediatamente una reunión del comité, que acabó a golpes, y las acaloradas disputas se esparcieron a través del movimiento por todo el país. La prensa reaccionaria explotó el suceso con escarnio. La policía cesó de oponerse a la huelga, proclamando su neutralidad y dejando que los trabajadores del puerto decidiesen por sí mismos si iban o no a continuar descargando los barcos de la curiosa flotilla negra. Los jefes del Partido dieron órdenes para que cesase la huelga y se descargasen los barcos. Dieron explicaciones razonables y argumentos sutiles para justificar, la conducta del País de la Revolución, pero pocos fueron los convencidos. La sección se dividió renunciando la mayoría de los miembros más antiguos.
Durante muchos meses el Partido fue casi inexistente, pero poco a poco, a medida que se acentuaba la crisis industrial del país, volvió a ganar su fuerza y popularidad.
Habían pasado dos años. Otra voraz dictadura en el sur de Europa, empezó otra guerra de saqueo y conquista en África, y otra vez el Partido ordenó un boicot, que recibió una respuesta aún más entusiasta que la pasada. En esta ocasión los gobiernos de casi todos los países del mundo habían decidido impedir el suministro de materias primas al país agresor.
Sin materias primas, y particularmente sin petróleo, el agresor estaría perdido. Éste era el estado de cosas cuando otra vez la curiosa flotilla negra hizo su aparición. El más grande de los barcos llevaba en la popa el nombre de un hombre que había alzado su voz contra la guerra y que había sido asesinado; en sus mástiles ondeaba la bandera de la Revolución y en las bodegas llevaban petróleo para el agresor. Un día antes de que arribasen al puerto, ni el pequeño Loewy ni sus amigos sabían nada de su llegada. La misión de Rubashov era prepararlos para ello.
El primer día no había dicho nada, limitándose a tantear el terreno. Pero a la mañana del día siguiente la discusión comenzó en la sala de reuniones del Partido.
Era una habitación enorme, desnuda, sucia, y amueblada con esa falta de cuidado que hace que las oficinas del Partido se parezcan unas a otras en todas las ciudades del mundo. Esto era, en buena parte, el resultado de la pobreza, pero principalmente consecuencia de una tradición ascética y sombría. Las paredes estaban cubiertas con viejos cartelones electorales, frases hechas de intención política, y comunicados escritos a máquina. En un rincón había un viejo mimeógrafo cubierto de polvo; en otro, un montón de ropas usadas destinadas a las familias de los huelguistas, y cerca de ellas, una pila de volantes y folletos. La larga mesa la constituían dos tablas paralelas apoyadas en caballetes, y las ventanas aparecían embadurnadas de pintura, como si el edificio estuviese a medio acabar. Sobre la mesa colgaba una bombilla eléctrica cuyo cordón pendía del techo, y al lado varias tiras de papel matamoscas. Alrededor de la mesa se sentaban el contrahecho, pequeño Loewy, el ex luchador Paul, el escritor llamado Bill y otros tres más.
Rubashov habló durante un rato. El ambiente le era familiar; su fealdad tradicional le hacía sentirse como en su casa. Se encontraba plenamente convencido de la necesidad y utilidad de su misión, y no llegaba a comprender cómo, en la ruidosa taberna, la noche anterior, había experimentado un sentimiento de desasosiego. Explicó objetivamente, y no sin cierto calor, el real estado de las cosas, aunque sin mencionar todavía el verdadero objetivo de su venida. El bloqueo mundial contra, el agresor había fracasado a causa de la codicia e hipocresía de los gobiernos europeos, algunos de los cuales guardaban aún la apariencia de continuar el boicot, mientras otros ni siquiera eso conservaban. El Estado agresor necesitaba petróleo. Durante los últimos años el País de la Revolución había cubierto gran parte de esta necesidad. Si ahora interrumpía los envíos, otros países aprovecharían para arrebatarle ese mercado; en verdad, no podían pedir nada mejor para expulsar al País de la Revolución de los mercados mundiales. Rasgos románticos de esta clase hubieran perjudicado el desarrollo de la industria del Otro Lado, y con ello el movimiento revolucionario en todo el mundo. Las deducciones eran claras.
Paul y los tres obreros del puerto asentían. Pensaban con lentitud, y todo lo que el camarada del Otro Lado les decía les sonaba de modo completamente convincente, siendo un discurso más bien teórico, sin consecuencias inmediatas para ellos. No podían ver hacia dónde se dirigía, puesto que nada sabían de la flotilla negra que se acercaba al puerto. Sólo el pequeño Loewy y el escritor de la cara torcida, cambiaron una mirada rápida; Rubashov los observó, y terminó más secamente, sin ningún calor en la voz:
—Esto es realmente todo lo que tenía que, decir es, en cuestión de principios. Esperamos que cumplan las instrucciones del Comité Central y que expliquen el pro y el contra del asunto a los demás camaradas menos evolucionados políticamente en caso de que alguno de ellos guarde alguna duda. Por el momento, no tengo nada más que decir.
Hubo un silencio que duró un minuto. Rubashov se quitó los lentes y encendió un cigarrillo. El pequeño Loewy dijo en un tono de voz indiferente:
—Damos gracias al orador. ¿Hay alguien que quiera hacer,alguna pregunta?
Nadie habló. Al cabo de un rato uno de los obreros del puerto dijo torpemente:
—No hay que decir mucho sobre eso. Los camaradas del Otro Lado deben saber bien de qué se trata. Nosotros, desde luego, continuaremos trabajando por el boicot. Pueden confiar en nosotros. En este puerto no se mandará nada a esos cerdos.
Los otros dos compañeros asintieron, y el luchador Paul lo confirmó: "Aquí, no"; hizo un ademán belicoso y movió las orejas.
Durante un momento, Rubashov creyó que sólo se le opondría una fracción, pero poco a poco se dió cuenta de que no lo habían entendido. Miró al pequeño Loewy, con la esperanza de que aclarara la cuestión, pero éste mantuvo los ojos bajos y guardó silencio. De pronto, el escritor exclamó, acentuando su tic nervioso:
—¿No podrían elegir esta vez otro puerto para sus pequeños negocios? ¿Siempre debe ser el nuestro?
Los obreros del muelle lo miraron con sorpresa, sin entender lo que quería decir por "negocios"; la idea de la flotilla negra que se iba aproximando a sus costas estaba más lejos que nunca de su imaginación. Pero Rubashov había esperado esta pregunta:
—Es a la vez política y geográficamente conveniente —dijo—; las mercancías se llevarán desde aquí por tierra. No tenemos, naturalmente, ninguna razón para guardar nada secreto, pero nos parece más prudente evitar una algarada, que la prensa reaccionaria aprovecharía para sus fines.
El escritor volvió a cambiar una mirada con el pequeño Loewy. Los obreros del puerto miraron a Rubashov sin comprender; se podía ver el esfuerzo que hacían por enterarse. De pronto, Paul dijo con voz cambiada y ronca:
—¿De qué estamos tratando aquí?
Todos lo miraron. Su cuello estaba rojo, y miraba a Rubashov con ojos salientes. El pequeño Loewy dijo con cierto trabajo:
—¿Ahora te enteras?
Rubashov los miró alternativamente, y luego dijo con calma:
—No he entrado todavía en detalles. Se espera que los cinco barcos de carga enviados por el Comisariato de Asuntos Extranjeros lleguen mañana por la mañana, si el tiempo no lo impide.
Aun así, todavía, transcurrieron algunos minutos antes de que todos comprendieran. Nadie dijo una palabra; todos miraban a Rubashov. Luego Paul se levantó lentamente, tiró la gorra al suelo, y salió de la habitación. Dos de sus compañeros se quedaron mirándolo. Nadie hablaba. Entonces el pequeño Loewy se aclaró la garganta y dijo:
—El camarada ha explicado las razones de este negocio; si ellos no entregan la mercancía otros lo harán. ¿Alguien desea hacer uso de la palabra?
El cargador que ya había hablado se removió en la silla y dijo:
—Ya conocemos esa canción. En una huelga hay gente que dice: "Si yo no hago ese trabajo algún otro lo hará." Ya hemos oído bastante de eso. Así es como hablan los esquiroles.
Hubo otra pausa. Se oyó un portazo en la calle al salir Paul. Entonces Rubashov dijo:
—Camaradas, los intereses de nuestro desarrollo industrial del Otro Lado son antes que todo.
El sentimentalismo no nos lleva a ninguna parte. Piensen en ello.
El obrero del muelle echó adelante la barbilla y dijo:
—Ya hemos pensado y hemos oído bastante. Ustedes, los del Otro Lado deben dar el ejemplo. El mundo entero está pendiente de ello. Hablan de solidaridad, de sacrificio, de disciplina, y al mismo tiempo están utilizando su flota para sabotear la huelga.
Entonces el pequeño Loewy levantó la cabeza súbitamente; estaba pálido. Saludó a Rubashov con la pipa y dijo en voz baja y rápida:
—Lo que el camarada ha dicho es también mi opinión. ¿Tiene alguien algo más que añadir? Se suspende la reunión.
Rubashov salió de la habitación apoyado en sus muletas. Los acontecimientos siguieron su curso previsible e inevitable. Mientras la anticuada flotilla entraba en el puerto, Rubashov cambió unos cuantos telegramas con la autoridad competente del Otro Lado. Tres días después los dirigentes de la sección de trabajadores del muelle fueron expulsados del Partido, y el pequeño Loewy denunciado en el órgano oficial de prensa del Partido como un agente provocador. Al cabo de tres días, el pequeño Loewy se había ahorcado.
La noche fue aún peor. Rubashov no pudo dormir hasta la aurora. Los escalofríos le recorrían el cuerpo a intervalos regulares, el diente le latía. Tenía la sensación de que todos los centros nerviosos estaban sensibles e inflamados, y a pesar de eso, se veía forzado a evocar dolorosamente escenas y voces. Pensaba en el joven Ricardo con su traje negro dominguero y los ojos inflamados.
"'Pero usted no puede echarme a los lobos, camarada... " Pensaba en el pequeño contrahecho Loewy: "¿Alguien desea hacer uso de la palabra?" Había tantos que hubieran deseado hablar, verdaderamente. Pero el movimiento carecía de escrúpulos, y continuaba su camino imperturbablemente hacia la meta, depositando en cada meandro de su curso los cadáveres de los ahogados. Su curso tenía muchas vueltas y revueltas, porque tal era la ley de su misma existencia, y quienquiera que no fuera capaz de seguirlo en su tortuoso camino, era arrojado a la orilla: tal era la ley. Los motivos de cada individuo le tenían sin cuidado, y no le importaba su conciencia, ni se preocupaba de lo que pasaba en su cabeza ni en su corazón. El Partido no conocía más que un delito: apartarse del camino señalado; y un solo castigo: la muerte. La muerte no constituía ningún misterio para el movimiento, ni había nada exaltado en relación con ella: no era más que la solución lógica para las divergencias políticas.
Hasta poco antes de las primeras horas de la mañana no logró Rubashov conciliar el sueño, cayendo agotado en el camastro, y otra vez lo despertó el toque de corneta que anunciaba un nuevo día; poco después el viejo carcelero y dos guardias lo condujeron al médico.
Rubashov esperaba poder leer los nombres escritos en las tarjetas de la puerta de las celdas del número 402 y de Labio Leporino, pero 'se lo llevaron en dirección opuesta. La celda de su derecha estaba vacía. Era una de las últimas de ese extremo del pasillo; el ala de las celdas de incomunicados estaba cerrada por una pesada puerta de hormigón armado que el carcelero abrió con algún trabajo. Entraron entonces en una larga galería, Rubashov detrás del carcelero y luego los dos guardias de uniforme. Aquí todas las tarjetas clavadas en las puertas de las celdas llevaban varios nombres, y se oía hablar, reír y aun cantar dentro de ellas, Rubashov advirtió que se hallaban en la sección de detenidos de menor cuantía. Pasaron delante de la peluquería, cuya puerta estaba abierta; un preso con la aguda cara de pájaro de viejo presidiario, se estaba haciendo afeitar, y a dos labriegos les estaban cortando el pelo al rape; los tres volvieron con curiosidad las cabezas para ver pasar a la comitiva. Llegaron a una puerta que tenía pintada una cruz roja; el carcelero llamó respetuosamente y entró con Rubashov, quedándose los guardias afuera.