Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
—Ciertamente —repuso Rubashov—. Una vez hubo un matemático que dijo que el álgebra era una ciencia para la gente perezosa, puesto que uno no conoce el valor de X, pero opera él como si lo conociese. En nuestro caso, X representa a las masas anónimas, al pueblo. La política es el arte de hacer operaciones con esta X sin preocuparse por conocer su naturaleza real, mientras que hacer historia consiste en dar a X el valor exacto que debe tener en la ecuación.
—Muy bonito —dijo Ivanov—. Pero, desgraciadamente, algo abstracto. Para volver a cosas mas tangibles, tú dices, en consecuencia, que "nosotros", es decir, el Partido y el Estado, ya no representamos los intereses de la Revolución, ni de las masas, o, si quieres, el progreso de la humanidad.
—Esta vez has comprendido —dijo Rubashov sonriendo; Ivanov no respondió a su sonrisa. —¿Desde cuándo tienes esta opinión?
—Se ha ido formando gradualmente durante los últimos años —contestó Rubashov. —¿No me lo podrías decir con más precisión? ¿Un año? ¿Dos? ¿Tres años?
—Esa es una pregunta estúpida —repuso Rubashov—. ¿A qué edad te convertiste en adulto? ¿A los diecisiete años? ¿A los dieciocho y medio? ¿A los diecinueve?
—Quien se hace pasar por estúpido eres tú —dijo Ivanov—. Cada paso en el desarrollo espiritual es el resultado de una experiencia definida. Si tienes interés en saberlo, yo me hice hombre a los diecisiete años, la primera vez que fuí desterrado.
—Entonces eras realmente una buena persona —dijo Rubashov—; olvidémoslo —y otra vez miró a la mancha de la pared y tiró el cigarrillo.
—Te repito mi pregunta —insistió Ivanov inclinándose ligeramente hacia adelante—. ¿Desde cuándo has pertenecido a la oposición organizada?
Sonó el timbre del teléfono. Ivanov levantó el receptor, contestó: "Estoy ocupado", y lo volvió a colgar. Se echó atrás en el sillón, estiró las piernas y aguardó la respuesta de Rubashov.
—Sabes tan bien como yo que nunca he pertenecido a ninguna organización de oposición.
—Como quieras —siguió Ivanov—; me pones en la desagradable obligación de tener que actuar como un burócrata. —Y abrió un cajón, del que sacó un legajo de papeles ordenados en carpetas—. Empecemos con el año 1933 —dijo, esparciendo los papeles delante de él—. Establecimiento de la dictadura y aplastamiento del Partido en el país donde la victoria parecía más segura. Tú fuiste enviado allí clandestinamente, con la misión de hacer una purga y reorganizar las filas...
Rubashov se había acomodado en la silla, mientras escuchaba su biografía. Pensó en Ricardo y en la media luz de la avenida enfrente del museo, donde había parado el taxi.
—...Tres meses después te detienen. Dos años de cárcel. Conducta ejemplar: no te pueden probar nada. Te sueltan; regreso triunfal...
Ivanov hizo una pausa, lo miró rápidamente y continuó:
—Mucho te festejaron a tu vuelta. Entonces no nos vimos; probablemente, estabas demasiado. ocupado... No lo tomé a mal, dicho sea de paso. Después de todo, no se podía esperar que te acordaras de todos los viejos amigos. Pero te vi dos veces en los mítines, arriba, en la tribuna; todavía andabas con muletas y parecías muy agotado. Lo lógico habría sido que te hubieras ido a un sanatorio por unos cuantos meses a reponerte, para ocupar después algún puesto en el Gobierno, ya que te habías pasado cuatro años en misiones en el extranjero. Pero apenas habían transcurrido quince días, cuando ya estabas pidiendo que te mandaran fuera otra vez...
Se echó bruscamente hacía adelante poniendo la cara cerca de Rubashov:
—¿Por qué?... —preguntó, y por primera vez su voz era dura—. ¿Quizás no te sentías a gusto aquí? Durante tu ausencia habían ocurrido en el país ciertos cambios, que tú, evidentemente, desaprobabas.
Esperó la contestación de Rubashov, pero éste permaneció sentado tranquilamente en la silla, limpiando los lentes en la manga, sin responder.
—Eso pasaba poco después que la primera hornada de la oposición había sido convicta y liquidada. Tú tenías amigos íntimos entre ellos. Cuando se supo a qué grado de degeneración había llegado la oposición, hubo en todo el país una explosión de indignación. Tú no dijiste nada. Y al cabo de una quincena, te marchaste otra vez al extranjero, aunque no podías aún caminar sin muletas...
A Rubashov le parecía que olía otra vez el olor de los muelles del pequeño puerto, una mezcla de algas y de petróleo; veía al luchador Paul meneando las orejas; al pequeño Loewy saludando con su pipa... Se había ahorcado colgándose de una viga en su bohardilla. El arruinado caserón temblaba cada vez que un camión pasaba por la calle, y le contaron a Rubashov que cuando encontraron al pequeño Loewy, su cuerpo giraba lentamente sobre sí mismo; de manera que creyeron, por un momento, que aún se movía...
—Terminada con éxito tu misión, fuiste nombrado jefe de la delegación comercial de nuestro país en B. También esta vez cumpliste tu tarea irreprochablemente; el nuevo tratado comercial con B. constituyó un éxito completo. En apariencia tu conducta seguía siendo ejemplar y sin tacha. Pero seis meses después de haber tomado posesión de tu cargo, dos de tus más cercanos colaboradores, uno de ellos tu secretaria, Arlova, tuvieron que ser llamados por ser sospechosos de conspirar en la oposición. Esta sospecha quedó confirmada en la investigación judicial. Se esperaba que los condenaras públicamente. Permaneciste silencioso...
"Pasados otros seis meses, recibiste orden de volver; entretanto, continuaban los preparativos para la segunda audiencia, ante los tribunales, de los acusados de pertenecer a la oposición. Tu nombre suena repetidamente en las audiencias; Arlova se refiere a ti para justificarse. En estas circunstancias, la prolongación de tu silencio podía parecer una confesión de culpabilidad; tú lo sabías, y sin embargo te negaste a hacer una declaración pública hasta que el Partido te mandó un ultimátum. Solamente entonces, cuando tu cabeza estaba en juego, te dignaste hacer una protesta de lealtad, que, automáticamente, selló la suerte de Arlova. Su destino, ya sabes, fué...
Rubashov guardaba silencio y notaba que el diente le empezaba a doler otra vez. Sí; conocía el final de Arlova. Y también el de Ricardo, y el del pequeño Loewy. Y también el suyo propio.
Miró a la mancha en la pared, única señal que habían dejado los hombres con la cabeza numerada.
También sabía cuál había sido su destino. Por una sola vez, la Historia había tomado un curso que, al menos, prometía una forma de vida más digna para la humanidad; ahora todo se había acabado.
Entonces..., ¿a qué venía toda esta conversación y toda esta ceremonia? Si algo sobrevivía a la destrucción de los seres humanos, esa muchacha, Arlova, estaría ahora en algún lugar del gran vacío, mirando aún con sus mansos ojos de vaca al camarada Rubashov, que había sido su ídolo, y que la había enviado a la muerte... El diente le dolía cada vez mas. —¿Quieres que te lea la declaración pública que hiciste entonces? —preguntó Ivanov.
—No, gracias —contestó Rubashov, y observó que su voz sonaba ronca.
—Como recuerdas, tu declaración, que también pudiera llamarse confesión, terminaba con una rotunda condena a la oposición, al mismo tiempo que hacía patente tu adhesión incondicional tanto a la política del Partido como a la persona del Número Uno.
—¡Basta! —dijo Rubashov con voz apagada—; tú bien sabes cómo se obtienen esa clase de declaraciones, y si no lo sabes, mejor para ti. Por el amor de Dios, acabemos esta comedia.
—Casi hemos terminado —continuó Ivanov—; hemos llegado a una fecha dos años anterior a la presente. Durante estos dos años has sido presidente del Trust Estatal del Aluminio. Hace un año, en ocasión de la tercera serie de juicios contra la oposición, el acusado principal mencionó tu nombre repetidamente, en forma harto oscura. Nada tangible sale a la luz, pero la sospecha cunde en las filas del Partido. Entonces haces una nueva declaración pública en la que proclamas una vez más tu devoción a la política seguida, y condenas el crimen de la oposición en términos todavía más contundentes... Eso ocurrió hace seis meses. Y ahora acabas de reconocer que durante años habías considerado la política seguida como equivocada y perjudicial...
Hizo una pausa y se acomodó confortablemente en el sillón.
—Tus primeras declaraciones de lealtad —continuó— eran, por consiguiente, simples medios para conseguir un fin. Te ruego que te des cuenta de que no estoy predicando moral. Nos hemos educado los dos en la misma tradición y tenemos el mismo concepto sobre la materia. Tú estabas convencido de que nuestra política estaba equivocada y de que tu orientación era la verdadera.
Decir esto abiertamente en aquella época hubiera significado tu expulsión del Partido, con la consiguiente imposibilidad de continuar trabajando en pro de tus propias ideas. De manera que tuviste que arrojar lastre para poder servir a la política que, en tu opinión, era la única justa. Desde luego, en tu lugar, yo hubiera procedido de la misma manera. Hasta aquí, todo está en regla.
—¿Y lo que sigue? —preguntó Rubashov.
Ivanov le sonrió de nuevo amablemente.
—Lo que yo no entiendo —dijo— es esto: admites ahora, abiertamente, que durante años has tenido la convicción de que nosotros estábamos llevando la Revolución a la ruina, y al mismo tiempo niegas que hayas pertenecido a la oposición, y que hayas conspirado contra nosotros. ¿Esperas verdaderamente que pueda creer que hayas permanecido con los brazos cruzados en tanto que, según tu creencia, estábamos conduciendo al país y al Partido a su destrucción?
Rubashov se encogió de hombros y dijo:
—Tal vez estaba ya demasiado viejo y derrotado..., pero puedes creer lo que quieras.
Ivanov encendió otro cigarrillo y su voz se hizo tranquila y penetrante:
—¿Es que realmente quieres que crea que sacrificaste a Arlova y negaste a ésos —y señaló con su barbilla la mancha de la pared—, únicamente para salvar tu propia cabeza?
Rubashov estaba silencioso. Pasó bastante tiempo, y la cabeza de Ivanov se inclinaba cada vez más sobre el escritorio.
—No te entiendo —dijo—. Hace media hora me hiciste un discurso lleno de los ataques más apasionados contra nuestra política; con sólo una mínima parte de tus palabras sobraría para condenarte. Y ahora niegas la simple deducción lógica de que has pertenecido a un grupo de la oposición, cosa de la que, dicho sea de paso, tenemos todas las pruebas necesarias.
—¿De veras? dijo Rubashov—. Y si tienen todas las pruebas ¿para qué necesitan mi confesión? ¿Pruebas de qué, a propósito?
—Entre otras —afirmó Ivanov lentamente—, pruebas de un plan para atentar contra la vida del Número Uno.
Otra vez siguió un silencio, y Rubashov se puso los lentes.
—Permíteme hacerte una pregunta a mi vez —dijo—. ¿Crees verdaderamente esa estupidez, o sólo aparentas creerla?
En los ojos de Ivanov apareció la misma casi tierna sonrisa de antes:
—Ya te lo he dicho. Tenemos pruebas. Para ser más exacto, tenemos confesiones. Para ser más exacto aún, la confesión del hombre que iba a cometer personalmente el atentado, a instigación tuya.
—Te felicito —dijo Rubashov—. ¿Cómo se llama ese hombre?
Ivanov siguió sonriendo.
—Ésa es una pregunta indiscreta.
—¿Puedo leer esa confesión? ¿O tener un careo con ese hombre?
Ivanov sonrió. Con amistosa burla, echó el humo del cigarrillo a la cara de Rubashov. A éste no le era agradable la broma, pero no movió la cabeza.
—¿Recuerdas el veronal? —dijo lentamente—. Me parece que te lo he preguntado ya una vez.
Ahora se han invertido los papeles; hoy eres tú quien está a punto de arrojarse al precipicio; no cuentes con mi ayuda para eso. Tú me convenciste entonces de que el suicidio era un gesto de romanticismo pequeño burgués. Y ahora yo evitaré que tú te suicides. Entonces estaremos en paz.
Rubashov seguía silencioso. Meditaba sobre si Ivanov estaba mintiendo o era sincero, y al mismo tiempo sentía el impulso, un impulso casi físico de tocar con los dedos la mancha de la pared... "Nervios" —pensó—, "obsesiones." Se acordó de sus manías de no pisar sobre las losetas negras, de frotar los lentes con la manga... y vió que lo estaba haciendo otra vez.
—Tengo curiosidad de saber —dijo en alta voz— qué es lo que proyectas hacer para mi salvación. La forma en que me estás interrogando me parece que tiende justamente a todo lo contrario.
La sonrisa de Ivanov se hizo más amplia todavía.
—Eres un viejo tonto —le dijo, y alargando la mano por encima de la mesa agarró un botón de la chaqueta de Rubashov—. Tengo que obligarte a hacer explosión, no sea que se te ocurra estallar en el peor momento. ¿No te has dado cuenta de que no hay ningún taquígrafo en la habitación?
Tomó un cigarrillo de la pitillera y se lo metió a la fuerza en la boca a Rubashov, sin soltar el botón de la chaqueta.
—Te conduces como un chiquillo —le dijo—, como un chiquillo romántico. Ahora vamos a componer una pequeña y bonita confesión y habremos acabado por hoy.
Rubashov consiguió finalmente desprenderse de los dedos de Ivanov, y lo miró con fijeza a través de los lentes:
—¿Y qué vamos a manifestar en esa confesión...? —preguntó.
Ivanov no se dejó abatir y continuó con viveza:
—La confesión dirá que tú admites que desde tal y cual año has pertenecido a tal y cual grupo de oposición; pero que niegas categóricamente y con todo énfasis haber planeado u organizado un asesinato; y que, por el contrario, te retiraste del grupo cuando conociste los propósitos terroristas y criminales que proyectaba la oposición.
Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Rubashov sonrió también.
—Si ése es el objeto de toda esta palabrería —dijo—, la podemos dar por terminada ahora mismo.
—Déjame terminar lo que iba a decirte —repuso Ivanov sin demostrar impaciencia—. Sabía, desde luego, que te ibas a oponer. Vamos a considerar primero el lado sentimental o moral del asunto. Puedes estar seguro de que no vas a entregar a nadie con lo que declares. Todos ellos fueron detenidos hace tiempo, mucho antes de que tú lo fueses, y la mitad ha sido liquidada; tú lo sabes muy bien. De los demás nosotros podemos conseguir otras confesiones un poco mejores que estas inofensivas fruslerías; más aún: cualquier confesión que deseemos... Me parece que te hablo claro y que mi franqueza te convencerá.
—Dicho de otra manera: tú no crees la historia de ese misterioso atentado o complot contra el Número Uno —dijo Rubashov—. Entonces, ¿por qué no me careas con el individuo X, autor de la supuesta confesión?