Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Ivanov estaba bebiendo también —ya había consumido bastante del vino barato— y se encogió de hombros.
—¿Desde cuándo has elaborado esa notable teoría sobre la resistencia física? Después de todo, durante los primeros años esos procedimientos no existían, y es que, en aquel tiempo, estábamos aún llenos de ilusiones. Abolición de la pena y de las represalias por el crimen; sanatorios-jardines llenos de flores para los elementos asociales. ¡Cuánta farsa!
—No creo que lo sea —dijo Gletkin—. Tú eres un cínico. Dentro de cien años habremos alcanzado todo eso. Pero primero tenemos que ganarlo. Cuanto más rápido, mejor. La única ilusión fue creer que ya había llegado la hora. Cuando me destinaron aquí por primera vez, yo también tenía esa ilusión, y la mayor parte de los demás, casi todos, por decirlo así, también creían en ella; y quisimos empezar en seguida con los jardines de flores. Fue una equivocación. Dentro de cien años será posible investigar las razones y los instintos sociales de los delincuentes. Pero hoy no hay más remedio que trabajar con su constitución física y aplastarlos, física y mentalmente, si es necesario.
Ivanov se preguntaba si Gletkin estaba borracho, pero veía por sus ojos tranquilos e inexpresivos que no lo estaba. Le sonrió algo vagamente y sentenció:
—En una palabra, yo soy el cínico y tú eres el moralista.
Gletkin no contestó. Se sentaba tieso en la silla, con su uniforme almidonado; el cinturón y la funda del revólver olían a cuero fresco.
—Hace varios años —dijo por fin—, me trajeron a un pequeño campesino para que lo interrogase. Eso fue en provincia, cuando todavía creíamos en la teoría de los jardines de flores, como tú la llamas. El interrogatorio se llevó a cabo en forma absolutamente caballeresca. El campesino había enterrado su cosecha; era en los comienzos de la colectivización de la tierra. Yo me atuve estrictamente a lo que el reglamento prescribía, y le expliqué, de modo amistoso, que nosotros necesitábamos el grano para alimentar a la cada vez más creciente población de las ciudades, y también para la exportación, a fin de reconstruir nuestras industrias. Le pedí, pues, que hiciese el favor de decirme dónde tenía enterrada su cosecha. El campesino había hundido la cabeza entre los hombros desde su llegada a mi despacho, esperando una paliza. Conocía bien su casta, puesto que yo mismo he nacido en el campo. Cuando, en lugar de pegarle, empecé a razonar con él, a hablarle como a un igual y a llamarle "ciudadano", me tomó por un tonto, y así lo vi en la expresión de sus ojos. Le estuve hablando por espacio de media hora, y no abrió la boca una sola vez: alternativamente, se hurgaba la nariz y se rascaba las orejas. Seguía hablando, aunque me daba cuenta de que todo aquello le parecía una magnífica broma y de que no me escuchaba. Los argumentos no penetraban en sus oídos, estaban taponados por la cera secular de una patriarcal parálisis mental. Me atuve estrictamente a los reglamentos, y ni siquiera se me ocurrió que pudiera haber otros procedimientos...
"En aquellos meses tuve entre veinte y treinta casos como ése todos los días, y a mis colegas les pasaba igual. La Revolución estaba en peligro de zozobrar ante esos gordos campesinos. Los obreros estaban desnutridos, y distritos enteros se veían asolados por el hambre y la fiebre tifoidea; no teníamos crédito para levantar nuestra industria de armamentos y esperábamos ser atacados de un mes a otro. Más de doscientos millones en oro permanecían ocultos en los calcetines de lana de esos individuos y la mitad de las cosechas estaba enterrada. Y cuando los interrogábamos los llamábamos "ciudadanos", mientras ellos pestañeaban con ojos estúpidos y socarrones, creían que aquello era broma y se hurgaban las narices.
"El tercer, interrogatorio de mi hombre tuvo lugar a las dos de la madrugada, y yo había estado trabajando dieciocho horas seguidas. Acababan de despertarlo; estaba borracho de sueño y asustado... y se traicionó. Desde entonces, interrogo a mi gente, con preferencia, a altas horas de la noche. Una vez se me quejó una mujer de que la había tenido aguardando de pie, delante de mi despacho, toda la noche, esperando que le llegara el turno. Le temblaban las piernas y estaba completamente agotada; se durmió en medio del interrogatorio. La desperté y siguió hablando, con voz ininteligible, sin darse plena cuenta de lo que decía, y se volvió a dormir otra vez. La volví a despertar, y se conformó con todo, firmando su declaración sin leerla, con tal que la dejaran dormir. Su marido había escondido dos ametralladoras en el pajar, y había persuadido a los labradores a que quemaran el grano, porque se le había aparecido el Anticristo en sueños. Aquella mujer había estado toda la noche de pie por un descuido de mi sargento, pero desde entonces procuro que se repitan tales descuidos. Hay casos testarudos que necesitan estar de pie sin moverse durante cuarenta y ocho horas. Después de eso, la cera se les funde en los oídos y uno puede hablar con ellos.
Los dos jugadores de ajedrez que estaban en el otro rincón del salón terminaron una partida y empezaron otra. El tercero ya se había ido. Ivanov miraba fijamente a Gletkin mientras éste hablaba.
Su voz era tan sobria e inexpresivo como siempre.
—Las experiencias de mis colegas eran parecidas, y se convencieron de que ése era el único modo de obtener resultados. El reglamento se cumplía, y no se tocaba a ningún preso, pero ocurría a veces que presenciaban, desde luego accidentalmente, la ejecución de algún condenado. El efecto de esas escenas era en parte mental y en parte físico. Otro ejemplo: había baños y duchas por razones de higiene, pero en invierno, no funcionaban a veces las cacerías del agua caliente, debido a dificultades técnicas, y la duración de los baños dependía de los encargados. Otras veces, por el contrario, el agua caliente marchaba demasiado bien, cosa que también dependía de los encargados, que eran todos viejos camaradas que no necesitaban instrucciones detalladas; se daban cuenta perfectamente de lo que estaba en juego.
—Con esto basta —dijo Ivanov.
—Me has preguntado cómo llegué a elaborar mi teoría, y te lo estoy explicando —dijo Gletkin—. Lo que importa es que uno tenga presente la necesidad lógica de todo eso, pues de otro modo se hace uno cínico, como tú. Se está haciendo tarde y tengo que irme.
Ivanov vació su vaso y acomodó su pierna artificial sobre la silla, pues otra vez sentía dolores reumáticos en el muñón. Estaba disgustado consigo mismo por haber iniciado la conversación.
Gletkin pagó, y cuando el mozo de la cantina se hubo alejado, preguntó: —¿Qué se va a hacer con Rubashov?
—Ya te he dicho mi opinión —le contestó Ivanov—, hay que dejarlo en paz.
Gletkin se puso de pie, y sus botas crujieron; se apoyó en la silla donde Ivanov tenía la pierna artificial.
—Reconozco sus méritos pasados —dijo—, pero hoy se ha convertido en un ser tan dañino como lo era mi rollizo campesino; sólo que más peligroso.
—Le he dado quince días de plazo para reflexionar dijo Ivanov mirando los ojos inexpresivos de Gletkin—, y hasta entonces quiero que se le deje en paz.
Ivanov había hablado en tono oficial y Gletkin era su subordinado; éste saludó y salió de la cantina haciendo crujir las botas.
Ivanov permaneció sentado; se bebió otro vaso, encendió un cigarrillo y sopló el humo enfrente de él. Al cabo de un momento se levantó y cojeó hacia los dos oficiales para observar la partida de ajedrez.
Desde su primer interrogatorio, el nivel de vida de Rubashov había, mejorado milagrosamente. Ya a la mañana siguiente el viejo carcelero le había llevado papel, lápiz, jabón y una toalla. También le dió vales por la cantidad de dinero que tenía en su poder cuando fue detenido, y le explicó que con eso tenía derecho a pedir tabaco y un suplemento de comida de la cantina de la cárcel.
Rubashov pidió sus cigarrillos y algún alimento. El viejo seguía tan agrio y lacónico como siempre, y, aunque de mala manera, llevó rápidamente lo que Rubashov le había pedido. Durante un momento Rubashov pensé en hacer llamar un médico de afuera, pero lo olvidó, pues el diente ya no le dolía, y en cuanto pudo lavarse y tuvo algo que comer, se sintió mucho mejor.
Habían limpiado la nieve del patio, y los presos salían en grupos para hacer su ejercicio diario.
El paseo había estado interrumpido a causa de la nieve, y solamente a Labio Leporino y a su compañero les concedían diez minutos al día, tal vez por orden especial del médico; cada vez que entraban o salían al patio, Labio Leporino miraba a la ventana de Rubashov. El gesto era tan claro que excluía toda posibilidad de duda.
Cuando no estaba trabajando en sus notas o paseando en la celda, se asomaba a la ventana, apoyaba la frente contra el vidrio y contemplaba a los presos durante sus rondas de ejercicio. Iban en grupos de doce, y caminaban, por parejas, a una distancia de diez pasos unos de otros. En medio del patio había cuatro guardias de uniforme, que vigilaban que los presos no hablasen, y formaban el centro de un círculo cuya circunferencia recorrían aquéllos lentamente por espacio de veinte minutos exactos. Después eran conducidos otra vez al edificio por la puerta de la derecha, mientras que, simultáneamente, otro grupo de doce entraba por la puerta de la izquierda, y comenzaban las mismas monótonas vueltas durante el mismo tiempo.
Los primeros días, Rubashov había buscado alguna cara familiar, pero no vió ninguna. Eso lo alivió, pues por el momento necesitaba evitar todos los recuerdos posibles a fin de no distraerse de la tarea que se había impuesto, que consistía en llegar a una conclusión en sus ideas, que le pusiese de acuerdo con el pasado y con el porvenir, con los vivos y con los muertos. Todavía le quedaban diez días de plazo que le había concedido Ivanov.
No podía ordenar sus pensamientos más que escribiéndolos, pero el escribir lo agotaba tanto, que lo más que podía dedicar a esa tarea, era una o dos horas al día. El resto del tiempo el cerebro trabajaba por su propia cuenta.
Rubashov había creído siempre conocerse bastante bien. Carente de prejuicios morales, no se hacía ilusiones sobre el fenómeno llamado "primera persona del singular", y daba por hecho, sin particular emoción, que este fenómeno estaba dotado de ciertos impulsos que la gente se resiste generalmente a admitir. Ahora, cuando se quedaba con la frente apoyada en la ventana, o se paraba de pronto en la tercera baldosa negra, hacía inesperados descubrimientos. Descubría que esos procesos comúnmente conocidos como monólogos, son en realidad diálogos de clase especial; diálogos en los cuales un interlocutor permanece silencioso, mientras el otro, contra todas las reglas gramaticales, se dirige a él empleando el pronombre "yo", en vez del "tú", para deslizarse dentro de su confianza y sondear sus intenciones; pero el silencioso interlocutor sigue callado, rehuye la observación, y hasta se niega a ser localizado en el tiempo y en el espacio.
Ahora, sin embargo, le parecía a Rubashov que el interlocutor habitualmente silencioso hablaba algunas veces, aunque sin dirigirse a él y sin ningún pretexto visible; su voz sonaba totalmente extraña a Rubashov, que escuchaba con sincera sorpresa, encontrando que sus propios labios se estaban moviendo. Estas experiencias no tenían nada de místico ni misterioso, sino que eran de carácter bien concreto; y a través de su observación se fue convenciendo poco a poco de que existía un componente por entero tangible en esta primera persona del singular, que había permanecido silencioso durante tantos años, y que ahora había decidido hablar.
Este descubrimiento preocupaba a Rubashov más intensamente que los detalles de su conversación con Ivanov. Consideraba como cosa resuelta no aceptar la proposición de Ivanov, y negarse a seguir el juego; en consecuencia, no le quedaba más que un tiempo muy limitado de vida, y esta convicción formaba la base de sus reflexiones.
No pensaba en absoluto sobre la absurda historia de un complot contra la vida del Número Uno; estaba mucho más interesado en la personalidad de Ivanov.]este decía que sus papeles hubieran podido estar invertidos, y en eso tenía indudablemente razón. El desenvolvimiento de ambos había sido gemelo, y aunque no procedieran del mismo óvulo, se habían nutrido por el mismo cordón umbilical de una convicción común; el ambiente intenso del Partido había moldeado y grabado el carácter de ambos durante los años decisivos del desarrollo. Ambos tenían los mismos patrones morales, la misma filosofía y pensaban en los mismos términos. Sus posiciones podían evidentemente estar cambiadas. Entonces Rubashov hubiera estado sentado en el sillón detrás del escritorio, e Ivanov en la silla delante, y desde esa posición, Rubashov hubiera utilizado probablemente los mismos argumentos que Ivanov. Las reglas del juego eran fijas. Sólo admitían variaciones de detalle.
Se había apoderado de él el viejo impulso de pensar con la mente de los demás. Se sentaba en el sillón de Ivanov viéndose a sí mismo con los ojos de éste en situación de acusado, como él había mirado a Ricardo y al pequeño Loewy. Veía un Rubashov envilecido, la sombra de un antiguo compañero, y comprendía la mezcla de ternura y desprecio con que Ivanov lo había tratado.
Durante la discusión se había preguntado repetidas veces si Ivanov era sincero o hipócrita, si estaba armando una trampa o si realmente deseaba mostrarle un camino de escape. Ahora, puesto en el lugar de Ivanov, se daba cuenta de que éste había sido sincero, tan sincero —o tan poco— como él en los casos de Ricardo y del pequeño Loewy.
Estas reflexiones tomaban también la forma de un monólogo, pero siguiendo líneas familiares; el ente recién descubierto, el interlocutor silencioso, no participaba en él. Aunque se suponía que era la persona a la que se dirigían todos los monólogos, siempre permanecía mudo, y su existencia se limitaba a una abstracción gramatical llamada "primera persona del singular". Las preguntas directas y las meditaciones lógicas no le inducían a hablar; sus frases venían sin causa visible y, cosa por demás extraña, siempre acompañadas de un violento dolor de diente. Su esfera mental parecía limitarse a unas cuantas partes desconectadas y diversas, tales como las manos ahuecadas de la Pietà, los gatos del pequeño Loewy, la música de la canción con el estribillo de "se convierte en polvo", o una frase particular que Arlova había pronunciado en una ocasión particular. Sus medios de expresión eran igualmente fragmentarios: por ejemplo, el impulso de limpiar los lentes en la manga, los deseos de tocar la mancha de la pared en el despacho de Ivanov, los involuntarios movimientos de los labios que murmuraban expresiones sin sentido, tales como: "Yo pagaré", y el estado semiconsciente provocado por los sueños con que se representara, despierto, los episodios pasados de su vida.