Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
—¿De veras? —dijo Rubashov, frotando los lentes con la manga—. Así que la policía tiene la lista.
—No —contestó Ricardo—, porque mi cuñada estaba en la casa cuando vinieron por ella y pudo esconderla. Mi cuñada es de entera confianza; está casada con un policía, pero es de las nuestras.
—Bueno —dijo Rubashov—, ¿dónde estaba usted cuando detuvieron a su mujer?
—Así fue como pasó —contestó Ricardo—. No duermo en mi casa desde hace tres meses.
Tengo un amigo que es operador en un cine, y cuando se acaba la función me quedo a dormir en la cabina, desde la que se puede salir directamente a la calle por la salida de emergencia, y cine gratis...
—Hizo una pausa y tragó saliva—. Usted sabe, Anny tenía siempre entradas gratuitas que le daba mi amigo; cuando se apagaban las luces miraba al aparato de proyección, y si bien no me podía ver, yo sí la veía a ella algunas veces cuando la pantalla estaba muy iluminada...
Se detuvo. Justamente enfrente había colgado un cuadro que representaba El juicio Final: una serie de querubines de cabellos rizados y rotundos traseros, revoloteando en medio de una tormenta, mientras tocaban largas trompetas. A la izquierda de Ricardo había un dibujo a pluma de un maestro alemán, del que Rubashov sólo podía ver una parte, pues el resto lo ocultaban el respaldo del sofá y la cabeza de Ricardo. Las delgadas manos de la Virgen, vueltas hacia arriba, tomaban la forma de una taza, y encima se veía un trozo de cielo vacío cubierto con líneas horizontales a pluma. No podía ver más porque mientras hablaban, la cabeza de Ricardo permanecía inconmovible en la misma posición sobre el cuello rojizo, encorvado ligeramente.
—Lo siento —dijo Rubashov—; ¿cuántos años tiene su mujer?
—Diecisiete —repuso Ricardo.
—¿De veras? Y usted, ¿cuántos años tiene?
—Diecinueve —contestó Ricardo.
—¿Tienen hijos? —preguntó Rubashov, y alargó la cabeza a un lado, pero no podía ver más del dibujo.
—El primero viene en camino —contestó Ricardo, que estaba sentado sin hacer movimiento, como si fuera de plomo.
Hubo después un intervalo, y luego Rubashov le pidió que le dijera la lista, que consistía en unos treinta hombres, de los miembros del Partido. Hizo algunas preguntas y anotó varias direcciones en su libro de pedidos para la casa holandesa de instrumental, mezclados con los nombres y serías de una larga lista de dentistas locales, respetables ciudadanos sacados de la guía de teléfonos. Cuando terminaron, Ricardo dijo:
—Ahora me gustaría darle un corto informe sobre nuestro trabajo, camarada.
—Bueno —dijo Rubashov—, escucho.
Ricardo dió su informe; seguía sentado con el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, separado más de medio metro de Rubashov sobre el estrecho sofá de felpa, con sus grandes manos sobre las rodillas del traje dominguero, y sin cambiar de posición ni un solo instante mientras hablaba. Contó lo de las banderas en las chimeneas, los letreros en las paredes y los folletos que dejaban en los retretes de las fábricas, inflexible y objetivo como un tenedor de libros. Enfrente, los rollizos ángeles tocaban las trompetas en la tormenta y, detrás de su cabeza, una invisible Virgen María extendía sus delgadas manos; a lo largo de todas las paredes, pechos, muslos y caderas colosales los estaban contemplando.
Rubashov se acordó de los pechos en forma de copas de champaña, y se quedó parado en la tercera losa negra contada a partir de la ventana, escuchando si el número 402 continuaba aun con sus golpes. Nada se oía. Entonces se acercó a la mirilla y contempló la celda 407, cuyo ocupante había alargado las manos hacia afuera para coger el pan, y vió la puerta gris de acero con su pequeña mirilla negra. Como siempre, la luz eléctrica alumbraba el pasillo, que estaba helado y silencioso; resultaba difícil creer que vivieran seres humanos detrás de aquellas puertas.
Mientras el joven llamado Ricardo estaba dando su informe, Rubashov no lo interrumpió. De los treinta hombres y mujeres que se habían agrupado con Ricardo luego de la catástrofe, sólo quedaban diecisiete. Dos, un obrero de una fábrica y su amiga, se habían arrojado por la ventana cuando fueron a buscarlos. Otro había desertado, saliendo de la ciudad y desapareciendo. Otros dos se sospechaba que estaban al servicio de la policía, pero no era seguro. Tres habían abandonado el Partido como protesta contra la política del Comité Central: dos de ellos habían formado otro grupo de oposición, y el tercero se había unido a los moderados. Cinco habían sido detenidos la última noche, juntamente con Anny, y se sabía que por lo menos dos de estos cinco ya no vivían. Así, sólo quedaban diecisiete, que continuaban repartiendo folletos y poniendo letreros en las paredes.
Ricardo dijo todo esto con el más minucioso detalle, para que Rubashov pudiera darse cuenta de todas las conexiones particulares y causas que eran especialmente importantes; ignoraba que el Comité Central tenía destacado un hombre en el grupo, que había comunicado hacía tiempo casi todos estos hechos a Rubashov, e ignoraba que este hombre era precisamente el amigo del cine en cuya cabina dormía y que había sido durante bastante tiempo el amante de su mujer, Anny, detenida la noche anterior. Nada de esto sabía Ricardo, pero Rubashov sí lo sabía. El movimiento estaba en ruinas, pero todavía funcionaba el departamento de información y control, probablemente lo único que marchaba, y en aquella fecha Rubashov estaba a la cabeza de ese departamento. El muchacho con el cuello de toro, vestido con su traje de domingo no sabía nada de eso; sólo sabía que Anny había sido detenida y que era preciso seguir distribuyendo folletos y pintando letreros, y que Rubashov era un camarada del Comité Central del Partido, en el que había que confiar como en un padre; también sabía que no se debe demostrar este sentimiento, ni mostrar ninguna debilidad.
Aquel que era blando y sentimental no servía para la tarea y tenía que ser separado del movimiento, echado a un lado en oscura soledad.
Se oyeron pasos que se aproximaban por el pasillo. Rubashov se acercó a la puerta, se quitó los lentes y pegó un ojo a la mirilla. Dos guardias con correajes y revólver conducían a un joven campesino a lo largo del corredor, y detrás venía el viejo carcelero con su manojo de llaves. El mozo tenía un ojo hinchado y sangre seca en el labio superior, y al pasar se iba limpiando con la manga la nariz sangrante, pero su cara, carecía de expresión. Más allá, en el pasillo, fuera del alcance de visión de Rubashov, abrieron la puerta de una celda y la cerraron de golpe; seguidamente, los guardias y el carcelero regresaron solos.
Rubashov siguió paseándose en su calabozo. Se veía a sí mismo sentado en el sofá de felpa al lado de Ricardo, sintiendo el silencio que reinó cuando éste acabó su informe. Ricardo no se movió, siguió sentado con las manos en las rodillas y esperando, tal como si se hubiese confesado, a un sacerdote y esperase de éste la sentencia. Durante largo rato Rubashov tampoco dijo nada. Luego exclamó:
—Bien, ¿eso es todo?
El muchacho asintió. La nuez se le movía de arriba abajo.
—Hay algunas cosas que no están claras en su informe —continuó Rubashov—. Habla usted de folletos que redactan, y que ya conocemos. Usted sabe que su contenido ha sido objeto de críticas, por contener frases que son inaceptables para el Partido.
Ricardo lo miró con temor y se sonrojó; Rubashov veía cómo la piel que cubría sus pómulos se encendía y la red de venillas que surcaba los globos de sus inflamados ojos se hacía más densa.
—Por otra parte —continuó Rubashov—, les hemos enviado repetidamente material impreso para su distribución, entre el cual figuraba la edición especial en tamaño pequeño del órgano oficial del Partido. Usted recibió ese material.
Ricardo asintió, pero el acaloramiento no desaparecía de su rostro.
—Pero ustedes no lo han distribuido, y ni siquiera lo menciona en su informe. Y en vez de él, hacen circular un material redactado por ustedes mismos, sin el control y la aprobación del Partido.
—Pe... pero tenemos que hacerlo así —dijo Ricardo con gran esfuerzo.
Rubashov lo miró atentamente a través de sus lentes; no se había dado cuenta antes de que el muchacho tartamudeaba. "Es curioso" —pensó; "éste es el tercer caso en dos semanas. Tenemos un número sorprendente de gente con defectos físicos y mentales en el Partido, sea a causa de las circunstancias en las cuales trabajamos, o bien porque el mismo movimiento provoca una selección al revés..."
—De... debe usted co... comprender, compañero —decía Ricardo con creciente angustia—, que el tono de la propaganda que envían ustedes n... no es el apropiado, p... porque...
—Hable con tranquilidad —ordenó Rubashov súbitamente en tono severo—, y no vuelva la cabeza hacia la puerta.
Un hombre joven, de elevada estatura, con el uniforme negro de los guardaespaldas del régimen, había entrado en el salón con una muchacha, una rubia exuberante, a quien traía abrazada por las caderas, con el brazo de ella sobre su hombro. No se fijaron en Rubashov ni en su acompañante, y se detuvieron frente a los ángeles trompeteros, con las espaldas vueltas hacia el sofá.
—Siga hablando —dijo Rubashov en voz baja y calmosa, y automáticamente sacó la cigarrera del bolsillo, pero recordó que no se debía fumar en los museos y se la volvió a guardar. El muchacho estaba como paralizado y miraba fijamente a la pareja—. Siga hablando —repitió Rubashov con tranquilidad—. ¿Por qué tartamudea como un chiquillo? Conteste y no mire para allá.
—A... algunas veces —logró decir Ricardo con gran esfuerzo.
La pareja siguió andando a lo largo de la hilera de cuadros, y se detuvo frente al desnudo de una mujer gorda, que estaba echada en un— lecho de raso mirando al espectador. El hombre dijo algún chiste, porque la muchacha trató de contener la risa, y miró de pasada a las dos figuras del sofá; avanzaron luego un poco, para contemplar una naturaleza muerta, con faisanes y frutas.
—¿D... deberíamos irnos? —preguntó Ricardo.
—No —contestó Rubashov, quien temía que si se levantaban la agitación del muchacho iba a desatarlos—. Pronto se irán, y como estamos vueltos de espaldas a la luz no nos pueden ver con claridad. Respire profundamente y con lentitud varias veces. Eso ayuda.
La muchacha siguió riéndose, y la pareja se acercó lentamente a la salida, volviendo la cabeza al pasar al lado del sofá. Iban justamente a salir cuando la muchacha señaló con el dedo el dibujo de la Pietà, y se detuvieron para contemplarlo.
—¿E... es muy fastidioso cu... cuando e... empiezo a tar... tartamudear? —preguntó Ricardo en voz baja mirando al suelo.
—Hay que aprender a dominarse —replicó Rubashov secamente, pues no podía ahora permitir que ningún sentimiento de intimidad se introdujera en la conversación.
—D... dentro de un minuto estaré mejor —dijo Ricardo mientras la nuez le subía y bajaba convulsivamente—. Anny siempre se reía de mí, sabe usted.
Mientras la pareja permaneció en el salón, Rubashov no pudo dirigir la conversación, y la espalda del hombre de uniforme lo, clavaba al lado de Ricardo. El peligro común ayudó al muchacho a vencer su timidez, y se acercó un poco a Rubashov.
—A p... pesar de eso me quería —continuó muy bajito, cayendo en otra clase de agitación—. Nunca sabía cómo entenderla. N... no quería t... tener el niño, pero tampoco s... se atrevía a a... abortar. Quizás no le hagan nada por estar embarazada. ¿Cr... cree usted que p... pegan también a las m... mujeres que s... se encuentran en ese estado?
Con la barbilla, le indicó al guardia de uniforme, que en aquel instante volvía la cabeza hacia Ricardo, y durante un segundo se miraron uno al otro. El guardia dijo algo en voz baja a la muchacha, que también volvió la cabeza. Rubashov cogió de nuevo la pitillera, pero esta vez no la llegó a sacar del bolsillo. La muchacha dijo algo a su acompañante, y tiró de él hacia afuera; salieron los dos, mientras el hombre hacía alguna resistencia; por último se oyó la risa de la muchacha, y los pasos que se alejaban.
Ricardo volvió la cabeza, siguiéndolos con los ojos, y al moverse, Rubashov pudo mirar mejor el dibujo; vió al fin los delgados brazos de la Virgen, hasta el codo; eran unos brazos flacos, casi de niña que se elevaban ingrávidos hacia la invisible cruz.
Rubashov miró el reloj, y el muchacho se movió un poco en el sofá separándose de él.
—Debemos llegar a una conclusión —dijo Rubashov—. Si le entiendo bien, usted dice que, deliberadamente, no distribuyeron ese material de propaganda porque no estaban conformes con su contenido. Pero tampoco nosotros aprobamos el contenido de sus libelos, y usted debe comprender, camarada, que ciertas consecuencias se han de derivar de esto.
Ricardo volvió hacia él sus enrojecidos ojos y bajó la cabeza.
—Usted sabe que el material que nos enviaron estaba lleno de insensateces —dijo con voz opaca y sin tartamudear.
—A mí no me parece —repuso Rubashov secamente.
—Ustedes escriben como si nada hubiera pasado —continué Ricardo con la misma voz cansada— . El Partido está hecho trizas, pero continúan escribiendo frases acerca de nuestra voluntad inquebrantable de victoria..., la misma clase de embustes que traían los comunicados de la Gran Guerra. A cualquiera que se lo enseñamos le dan ganas de escupir, y ustedes deben saberlo.
Rubashov se quedó mirando al muchacho, que ahora estaba sentado con el cuerpo inclinado hacia adelante, los codos en las rodillas y la barbilla apoyada en sus puños rojos, y replicó secamente:
—Por segunda vez me adjudica una opinión que no comparto, y me veo obligado a pedirle que no continúe haciéndolo.
Ricardo lo miró con una expresión de incredulidad en los inflamados ojos. Rubashov continuó:
—El Partido está sufriendo una prueba severa, pero otros partidos revolucionarios han pasado por pruebas aun más arduas. El factor decisivo es nuestra inquebrantable voluntad, y todo aquel que se ablande en estos momentos no puede continuar en nuestras filas. Todo el que contribuya a infundir pánico hace el juego a nuestros enemigos, y no nos importa cuáles pueden ser sus motivos, sino el hecho de que su posición constituye un peligro para nuestro movimiento y tiene que ser tratado como tal.
Ricardo continuaba sentado con la barbilla entre las manos y la cara vuelta hacia Rubashov.
—De modo que soy un peligro para el movimiento —dijo—y estoy haciendo el juego a nuestros enemigos. Probablemente me pagan por hacerlo. Y a Anny también...