El cero y el infinito (4 page)

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Authors: Arthur Koestler

BOOK: El cero y el infinito
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El número 402 se impacientaba y volvió a transmitir otra vez:

—¿QUIÉN?

"Bien, ¿por qué no?", pensó Rubashov, y transmitió su nombre completo: NICOLÁS SALMANOVICH RUBASHOV, después de lo cual esperó el resultado.

Durante largo rato no hubo respuesta, y Rubashov se sonreía pensando en la sorpresa que había dado a su vecino. Esperó un minuto y luego otro. Finalmente se encogió de hombros y se levantó del camastro, volviendo a sus paseos a lo largo de la celda, pero a cada vuelta se detenía para escuchar si sonaban los golpes en la pared; ésta permanecía muda.

Se limpió los lentes con la manga, y continuó lentamente, con pasos cansados, hasta la puerta, asomándose a la mirilla pata ver el pasillo.

El corredor estaba vacío; las lámparas eléctricas esparcían su luz gastada y descolorida, y no se oía el más ligero sonido. ¿Por qué se habría quedado mudo el número 402?

"Probablemente por miedo; está asustado y no quiere comprometerse", pensaba Rubashov.

Tal vez el número 402 era un preso no político, un doctor o ingeniero que temblaba al pensar en su peligroso vecino; y, ciertamente, carecía de experiencia política; no hubiera preguntado, si no, el nombre desde el principio. Presumiblemente, estaría mezclado en algún asunto de sabotaje, y era indudable que ya llevaba mucho tiempo preso, dada la perfección de su transmisión por golpecitos.

"Está devorado por el deseo de probar su inocencia. Todavía no se ha dado cuenta de lo poco que influye para su libertad que sea realmente culpable o no lo sea. No tiene idea de los intereses más altos que están en juego. Lo más probable es que esté en este momento sentado en su camastro, escribiendo su centésima protesta a las autoridades, que éstas no leerán jamás, o la centésima carta a su mujer, que nunca recibirá; se ha dejado crecer la barba en su desesperación (una barba negra a lo Pushkin), ha tomado la costumbre de no lavarse, de morderse las uñas y tiene sueños eróticos en pleno día. Nada es peor, en la cárcel, que la conciencia de la propia inocencia, porque impide la aclimatación y mina la moral..." De pronto, empezaron otra vez los golpecitos.

Rubashov se sentó rápidamente en el camastro, pero había perdido ya las dos primeras letras; el número 402 estaba ahora transmitiendo rápidamente y con menos claridad; evidentemente, estaba muy excitado:

"...DIERON TU MERECIDO."

"Te dieron tu merecido."

Esto era inesperado. El número 402 era un conformista. Odiaba a los heréticos opositores, como él, y creía que la historia corría sobre rieles tras un plan infalible y un infalible conductor: el Número Uno. Creía que su propio arresto era el resultado de un error, y que todas las catástrofes de los últimos, años (desde China a España, desde el hambre al exterminio de la vieja guardia) eran o bien accidentes lamentables, o hechos originados por los diabólicos enredos de Rubashov y sus amigos de la oposición. La barba a lo Pushkin del número 402 se desvaneció; lo veía ahora con una cara de fanático, completamente afeitada; mantenía su celda escrupulosamente limpia y estrictamente de acuerdo con el reglamento. No tenía sentido discutir con él; esta categoría carecía en absoluto de comprensión. Pero tampoco tenía sentido cortar las relaciones con lo que sería su único y quizás último contacto con el mundo.

—¿QUIÉN? —preguntó Rubashov, transmitiendo muy clara y lentamente.

La respuesta llegó en forma agitada e irregular:

—NO LE IMPORTA.

—COMO USTED QUIERA —transmitió Rubashov, y se puso de pie para continuar sus meditaciones por la celda, dando la conversación por terminada.

Pero los golpecitos empezaron nuevamente, esta vez más audibles y sonoros; evidentemente, el número 402 se había quitado un zapato para dar más énfasis a sus palabras:

—¡VIVA S. M. EL EMPERADOR!

"Así que es eso" —pensó Rubashov—. "Todavía existen contrarrevolucionarios auténticos. Y nosotros creíamos que a estas alturas solamente existían en los discursos del Número Uno, que los empleaba para dar una explicación a sus fracasos. Pero aquí tenemos uno de carne y hueso, una real coartada para el Número Uno, que acaba de gritar con toda su alma: ¡Viva el Emperador!...

—AMÉN —transmitió Rubashov con sonrisa burlona.

La respuesta vino inmediatamente, todavía más sonora que antes:

—¡CERDO!

Rubashov se divertía. Se quitó los lentes y empezó a transmitir con el aro metálico a fin de cambiar el tono, dándole uno más lento y distinguido.

—NO ACABO DE ENTENDER.

El número 402 parecía frenético, y empezó a transmitir, PERR..., pero la "O" no llegaba. En lugar de eso, la furia se le aplacó súbitamente, y preguntó:

—¿POR QUÉ LO HAN ENCERRADO?

Qué conmovedora simplicidad... La cara del número 402 sufrió una nueva transformación, y se convirtió en la de un joven oficial de la Guardia Imperial, hermoso y estúpido; tal vez hasta usase monóculo. Rubashov continuó transmitiendo con sus lentes:

—DIVERGENCIAS POLÍTICAS.

Siguió una corta pausa. Evidentemente, el número 402 se estaba devanando el cerebro para encontrar una respuesta irónica, que llegó, por último:

—¡BRAVO! LOS LOBOS SE DEVORAN ENTRE SÍ.

Rubashov no contestó, pues ya estaba cansado de este entretenimiento, y empezó otra vez sus divagaciones. Pero el oficial del número 402 se había vuelto conversador, y transmitió:

—RUBASHOV...

Bien, ya iba marginando lo familiar.

—¿QUÉ? —contestó Rubashov.

El número 402 parecía dudar, pero luego llegó una frase bastante extensa:

—¿CUÁNDO SE ACOSTÓ POR ÚLTIMA VEZ CON UNA MUJER?.

Con seguridad que el número 402 llevaba un monóculo, y probablemente estaba transmitiendo con él, mientras el ojo donde lo encajaba de ordinario se contraía en un tic nervioso, pero eso a Rubashov no le resultaba repelente. Al contrario, el hombre se mostraba tal cual era, y eso era más agradable que si se hubiese dedicado a transmitir proclamas monárquicas. Rubashov meditó un momento, y luego contestó:

—HACE TRES SEMANAS.

La respuesta llegó inmediatamente

—CUÉNTEME TODOS LOS DETALLES.

Bueno, eso era ir realmente un poco lejos, y el primer impulso de Rubashov fue dar por terminada la conversación, pero recordó que el hombre podía ser muy útil como un eslabón de enlace con el número 400 y las celdas subsiguientes.

La celda de la izquierda estaba evidentemente vacía, y allí se rompía la cadena. Buscando qué contestar, Rubashov recordó un viejo cuplé de preguerra que había oído cuando era estudiante, en algún cabaret, donde unas señoritas con medias negras bailaban el cancán francés. Suspiró con resignación y empezó a transmitir con el aro de los lentes:

—PECHOS BLANCOS COMO LA NIEVE, EN FORMA DE COPA DE CHAMPAÑA...

Esperaba que esto fuese lo que el otro quería, y así era, aparentemente, porque el número 402 urgió:

—SIGA, SIGA, DÉ MÁS DETALLES.

Esta vez, con seguridad, se estaba retorciendo nerviosamente los bigotes, que debían ser recortados, con pequeñas puntas. "Que el diablo se lleve a este individuo", pensaba Rubashov, pero era la única conexión, y había que contemporizar. ¿De qué hablan los oficiales durante el rancho? De mujeres y caballos. Rubashov se limpió los lentes en la manga, y transmitió cuidadosamente:

—MUSLOS COMO LOS DE UNA YEGUA SALVAJE.

Se detuvo, agotado. Con la mejor buena voluntad del mundo no podía hacer ya más. Pero el número 402 estaba muy satisfecho.

—¡BUEN MUCHACHO! —transmitió con entusiasmo, y seguramente se estaba riendo a carcajadas, aunque nada se oía, y se golpeaba los muslos y se retorcía el bigote, aunque nada se veía. La abstracta obscenidad de aquella pared embarazaba a Rubashov.

—SIGA —urgió el número 402.

Rubashov no podía más. Eso es TODO, le transmitió, e inmediatamente se arrepintió. No había que disgustar al número 402. Pero por fortuna el número 402 no se ofendió, sino que siguió transmitiendo obstinadamente con su monóculo:

—SIGA, SIGA, POR FAVOR...

Rubashov había adquirido ya suficiente práctica en la transmisión, para no tener que contar los signos, sino que los transformaba automáticamente en percepción acústica, y le parecía que realmente oía la voz del número 402 pidiendo más material erótico. La lastimosa petición se repetía:

—POR FAVOR, POR FAVOR...

El número 402 era a no dudarlo joven todavía; probablemente se había criado en el destierro, en el seno de una antigua familia de soldados; había vuelto a su país con un pasaporte falso... y se estaba atormentando a sí mismo. Con seguridad se tiraba del pequeño bigote, se había encajado el monóculo, y miraba desconsoladamente a la blanqueada pared.

—MÁS, POR FAVOR, POR FAVOR... ...Mirando sin esperanza a la muda y blanqueada pared, contemplando las manchas causadas por la humedad, que poco a poco empezaban a tomar la forma de una mujer, con los pechos como copas de champaña y los muslos como los de una yegua salvaje...

—DÉME MÁS DETALLES, POR FAVOR.

Tal vez se había arrodillado en el camastro con las manos ahuecadas como el preso del número 407 las había puesto para recibir su pedazo de pan.

Y ahora, por último, Rubashov recordó qué experiencia le había traído a la memoria aquel ademán, el ademán implorante de unas manos flacas, extendidas. Pietà...

9

Pietà... La galería de pinturas de una ciudad de Alemania meridional, un lunes por la tarde.

No había un alma en el museo, a excepción de Rubashov y el joven a quien había ido a buscar, y la conversación tuvo lugar en un redondo sofá, forrado de felpa, situado en el centro de-una habitación vacía, de cuyas paredes colgaban toneladas de opulentas carnes femeninas, pintadas por los maestros flamencos. Ello sucedía en el año 1933, durante los primeros meses de terror, poco antes del arresto de Rubashov. El movimiento había sido derrotado, sus miembros declarados fuera de la ley, y perseguidos y apaleados a muerte. El Partido no era ya una Organización política, sino una masa informe y sanguinolento con mil brazos y mil cabezas. Lo mismo que el pelo y las uñas de un hombre continúan creciendo después de muerto, el movimiento continuaba esporádicamente en las células individuales, músculos y nervios del Partido. A lo largo de todo el país existían pequeños grupos de hombres y mujeres que habían sobrevivido a la catástrofe y continuaban conspirando clandestinamente, reuniéndose en cuevas, en bosques, en estaciones de ferrocarril, en los museos y en algunas sociedades deportivas. Estas personas tenían que cambiar constantemente de domicilio, y también de nombre y de hábitos, conociéndose unos a otros solamente por sus nombres de pila, e ignorando los domicilios. Cada uno tenía que confiar su vida en el otro, y no daban más detalles que los estrictamente necesarios. Se dedicaban a imprimir folletos por medio de los cuales procuraban convencerse a sí mismos y a los demás de que aún estaban vivos. Por la noche se deslizaban por las callejuelas estrechas de los barrios bajos, y escribían en las paredes viejos lemas y consignas para probar que aún vivían. Muy poca gente leía o veía los folletos, y los arrugaban rápidamente, estremeciéndose ante esos mensajes de los muertos. Se subían de noche a las chimeneas de las fábricas e izaban la vieja bandera, siempre con la misma intención de hacer patente su existencia, pero los letreros y las banderas desaparecían rápidamente, para volver a aparecer al día siguiente. A través de todo el país existían pequeños grupos de gente que se denominaban a sí mismos "los muertos en vacaciones" y que dedicaban su vida a demostrar que todavía seguían viviendo.

Estos grupos no tenían comunicación entre sí; el sistema nervioso del Partido estaba destrozado, y cada grupo se las arreglaba por sí mismo. Pero, gradualmente, empezaron a lanzar nuevos tentáculos, en forma de respetables viajantes de comercio que venían del extranjero con falsos pasaportes y baúles de doble fondo; eran los correos.

De ordinario los prendían, torturaban y decapitaban, pero otros ocupaban su lugar, y aunque el Partido permanecía muerto y no podía moverse ni respirar, su pelo y sus uñas continuaban creciendo; los jefes enviaban desde el exterior corrientes eléctricas que galvanizaban los miembros muertos, y ocasionaban convulsiones espasmódicas en el cuerpo del cadáver.

Pietà... Rubashov se olvidó del número 402, y reanudó sus paseos de seis pasos y medio; se veía otra vez sentado en el sofá de felpa en la galería de pinturas, que olía a polvo y a cera de limpiar pisos. Había ido directamente de la estación, al lugar de la cita, y había llegado unos pocos minutos antes de la hora. Estaba bastante seguro de que no lo habían seguido; su maleta, que contenía un muestrario de instrumental para dentistas, las últimas novedades de una casa holandesa, estaba en el guardarropa; y él, sentado en el sofá redondo, mirando a través de sus lentes hacia las masas de carne opulenta, colgadas de las paredes, esperaba.

El joven, a quien conocía por el nombre de Ricardo, y que era en aquel entonces jefe del grupo del Partido en esa ciudad, llegó con unos minutos de retraso. Nunca había visto a Rubashov, ni tampoco éste a él. Ya había recorrido dos galerías vacías, cuando vió a Rubashov sentado en el sofá, y en la rodilla de éste un libro: el Fausto de Goethe, de la edición universal de Reclam. El joven vió el libro, miró apresuradamente alrededor, y tímidamente se sentó sobre el borde del sofá, a más de medio metro de Rubashov, con la gorra en las rodillas. Era cerrajero de oficio y llevaba un traje negro de domingo, sabiendo que su blusa de trabajo resultaría extraña en el museo.

—Bueno —le dijo—, le ruego me perdone la tardanza.

—Bien —repuso Rubashov—, ocupémonos primero de su gente. ¿Tiene usted una lista?

El joven llamado Ricardo movió la cabeza.

—Yo no llevo listas —dijo—, todo lo llevo en la cabeza, direcciones y demás.

—Bien —dijo Rubashov—, pero ¿qué ocurriría si lo prendieran a usted?

—Para tal caso —dijo Ricardo— he dado una lista a Anny. Anny es mi esposa.

Se detuvo y tragó saliva, moviendo de arriba abajo la nuez y, por vez primera, miró a Rubashov cara a cara. Tenía los ojos inflamados, con el globo ligeramente prominente y cubierto por una red de venas rojizas; la barba de varios días se hacía más visible sobre el cuello negro del traje de domingo.

—Detuvieron a Anny anoche —dijo, y se quedó mirando a Rubashov, mientras éste leía en sus ojos la infantil esperanza de que él, el enlace del Comité Central, hiciese un milagro y le ayudase.

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