El cero y el infinito (6 page)

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Authors: Arthur Koestler

BOOK: El cero y el infinito
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—En sus folletos —continuó Rubashov en el mismo tono seco de voz—, que usted reconoce haber escrito, aparecen con frecuencia frases como ésta: "Hemos sufrido una derrota, una catástrofe ha caído sobre el Partido, hay necesidad de empezar de nuevo cambiando radicalmente de táctica."

Todo esto es derrotismo. Las consecuencias son desmoralizadoras y embotan el espíritu combativo del Partido.

—Yo sólo sé —repuso Ricardo— que se debe decir la verdad a la gente, que, además, la conoce en cualquier caso. Es ridículo pretender lo contrario.

—En el último congreso del Partido —siguió diciendo Rubashov— se votó— una resolución que hacía ver que el Partido no había sufrido derrota alguna, y que únicamente había llevado a cabo una retirada estratégica; desde entonces no hay ninguna nueva razón que aconseje un cambio de política.

—Pero eso es idiota —afirmó Ricardo.

—Si sigue usted hablando en ese tono —dijo Rubashov—, temo mucho que tengamos que dar por terminada nuestra conversación.

Ricardo se quedó silencioso por algún tiempo, y el salón empezó a oscurecerse. Los contornos de los ángeles y las mujeres de las paredes se volvieron más suaves e imprecisos.

—Lo siento mucho —dijo Ricardo—. Quiero decir que la orientación del Partido es equivocada.

Usted habla de una retirada estratégica cuando la mitad de la gente ha sido asesinada, y los que quedan están tan contentos de hallarse todavía vivos que se pasan al otro lado en cantidad. Esas resoluciones que ustedes fabrican en el extranjero no las entienden aquí...

Las facciones de Ricardo se hacían cada vez más vagas en la creciente oscuridad. Hizo una pausa, y luego añadió:

—Supongo que Anny hizo también una "retirada estratégica" anoche. Por favor, usted debe entenderme. Aquí todos vivimos en la selva...

Rubashov esperó hasta ver si tenía algo más que añadir, pero Ricardo no dijo nada. La oscuridad caía ahora rápidamente y Rubashov se quitó los lentes y los limpió en la manga.

—El Partido no puede equivocarse nunca —afirmó—. Si usted o yo podemos equivocarnos, el Partido no. El Partido, camarada, es más que usted y que yo, y que miles de otros como usted o como yo. El Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la historia, y la historia no sabe de escrúpulos ni de vacilaciones. Inerte e infalible, continúa su camino hacia la meta, y en cada vuelta de su órbita suelta el fango que ha recogido y los cuerpos de los ahogados. La historia conoce su destino y nunca se equivoca, y el que no tiene absoluta 'fe en la historia no pertenece al Partido.

Ricardo no dijo nada; con la cara vuelta hacia Rubashov y la cabeza apoyada en las manos, continuó inconmovible. Como continuaba callado, éste prosiguió:

—Usted ha impedido la distribución del material de propaganda, es decir, ha suprimido la voz del Partido, y en cambio ha repartido folletos en los que cada una de las palabras era falsa y perjudicial. Usted ha escrito: "Los restos del movimiento revolucionario tienen que reagruparse, y todas las fuerzas hostiles a la tiranía deben unirse; tenemos que suspender todas nuestras discordias internas y empezar de nuevo el combate todos juntos." Esto es un error. El Partido no debe unirse con los moderados, porque éstos, incluso admitiendo su buena fe, han traicionado el movimiento innumerables veces, y lo volverán a hacer la próxima vez, y la otra, y la que venga después de ésa.

El que llega a un compromiso con ellos entierra la revolución. Usted escribió: "Cuando hay fuego en la casa todos deben ayudar a apagarlo, y si continuamos nuestras disputas sobre puntos de doctrina, pronto quedaremos convertidos en cenizas." Esto es falso, porque nosotros combatiremos el fuego con agua, mientras que los otros combaten arrojando aceite sobre él. Por consiguiente, hay que decidir primordialmente cuál es el mejor método, el agua o el aceite, antes de unificar una brigada de incendios... De esta manera no se puede dirigir la política; es imposible tomar como normas la desesperación y las pasiones. La órbita del Partido está claramente definida, como una estrecha senda a través de las montañas. El menor paso en falso, a la derecha. o a la izquierda, lo lleva a uno al precipicio. El aire está enrarecido en la altura, y el que se marca está perdido.

La oscuridad era ya tan intensa que Rubashov no podía distinguir las manos del dibujo; súbitamente una campana sonó dos veces, aguda y penetrante: en un cuarto de hora se cerraría el museo. Miró el reloj; tenía aún que decir la palabra decisiva y entonces todo habría concluido.

Ricardo seguía inmóvil a su lado, con los codos en las rodillas.

—Sí, no tengo nada que contestar a todo eso —dijo finalmente, y otra vez su voz sonaba opaca y muy fatigada—. Lo que usted dice es indudablemente verdad, y el símil acerca del camino en la montaña muy apropiado. Pero yo sé que estamos derrotados y los pocos que quedan están desertando continuamente. Tal vez hace demasiado frío en nuestro sendero de montaña. Los contrarios tienen siempre música y banderas llamativas, y se sientan alrededor de un buen fuego; quizás han ganado por eso. Y también porque nos están machacando los huesos.

Rubashov escuchaba en silencio, esperando saber si el muchacho tenía algo más que decir, antes de pronunciar la sentencia definitiva. Dijese Ricardo lo que dijera, ya no podía influir en la resolución en forma alguna; pero a pesar de ello seguía aguardando.

La pesada silueta de Ricardo estaba cada vez más envuelta en la oscuridad; se había movido un poco más lejos sobre el redondo sofá y allí estaba sentado, con los hombros doblados y la cara casi oculta entre las manos. Rubashov, sentado derecho en el sofá, seguía esperando; sentía un ligero dolor en la mandíbula superior, probablemente la raíz de algún diente cariado. Después de un rato oyó la voz de Ricardo, que preguntaba:

—¿Qué me va a pasar a mí ahora?

Rubashov se tocó con la lengua el diente que le dolía; sentía necesidad de tocarlo con el dedo antes de pronunciar las palabras decisivas, pero se dominó, y dijo con serenidad:

—Tengo que informarle, Ricardo, en cumplimiento de un acuerdo del Comité Central, que ha dejado de ser miembro del Partido.

Ricardo no se movió, y Rubashov continuó esperando un momento antes de levantarse.

Ricardo permaneció sentado, levantó solamente la cabeza, lo miró y preguntó:

—¿Para eso vino usted?

—Principalmente —contestó Rubashov, que a pesar de sentir la necesidad de irse, continuaba enfrente de Ricardo, esperando.

—¿Qué va a ser de mí, ahora? —preguntó Ricardo. Rubashov no contestó. Después de un rato, Ricardo continuó: —Supongo que tampoco podré seguir durmiendo en la cabina de mi amigo.

Después de un momento de vacilación, Rubashov contestó:

—Será mejor que no lo haga.

Y se sintió disgustado consigo mismo por haberlo dicho, aunque no estaba seguro de que Ricardo hubiese entendido el significado de la frase. Y siguió mirando a la figura sentada en el sofá.

—Será mejor que salgamos separados. Adiós.

Ricardo se enderezó un poco, pero continuó sentado. En la semioscuridad, Rubashov sólo podía adivinar la expresión de sus ojos inflamados, ligeramente prominentes, pero fue en realidad esta imagen imprecisa y brumosa de la figura sentada la que se estampó en su memoria para siempre.

Salió de la habitación y atravesó la inmediata, que estaba igualmente oscura y vacía. Sus pasos hacían crujir el piso, y sólo cuando hubo llegado a la salida recordó que había olvidado mirar el cuadro de la Pietà, del que únicamente conocía el detalle de las manos dobladas en forma de copa y parte de los delgados brazos, hasta el codo.

Se detuvo en los escalones que daban acceso a la puerta; el diente le dolía cada vez más, y en la calle hacía frío. Se ajustó la bufanda de color gris descolorido que llevaba alrededor del cuello; las lámparas de la calle ya estaban encendidas en la gran plaza cuadrada donde estaba el museo, que a esas horas se hallaba muy tranquila, con pocos transeúntes, y, más lejos, la campana de un estrecho tranvía resonaba en la avenida bordeada de olmos. Se preguntó si podría encontrar un taxi en las cercanías.

En el último escalón lo alcanzó Ricardo, jadeante, y Rubashov siguió derecho sin acortar ni apresurar el paso, y sin volver la mirada. Ricardo le llevaba media cabeza y era mucho más ancho, pero caminaba con los hombros encogidos, agachándose a la altura de Rubashov y acortando el paso.

Al cabo de un momento, le preguntó: —¿Fué una advertencia la que usted me hizo cuando le pregunté si podía seguir viviendo con mi amigo y usted me contestó: "Será mejor que no lo haga"?

Rubashov vió un taxi con los faros encendidos que venía por la avenida, se detuvo en el borde de la acera esperando que se acercase. Ricardo estaba de pie a su lado.

—No tengo nada más que decirle, Ricardo —dijo Rubashov, y llamó al taxi.

—Camarada, p... pero usted n... no puede d... denunciarme, camarada... —dijo Ricardo. El taxi disminuyó su velocidad y no se hallaba ya más que a unos veinte pasos. Ricardo estaba agachado delante de Rubashov, le había cogido por la manga y hablaba a la altura de su cara, haciéndole sentir su aliento y una ligera humedad en la frente.

—Yo no soy un enemigo del Partido —decía Ricardo—; usted no puede echarme a los lobos, c... camarada...

El taxi se detuvo junto a la acera, y el chofer debía seguramente haber oída la última palabra.

Rubashov calculó con rapidez que no había manera de echar a Ricardo. Un policía estaba parado en la otra esquina. El chofer, un viejezuelo, vestido con una chaqueta de cuero, los miraba con ojos inexpresivos.

—A la estación —dijo Rubashov, y subió al taxi. El chofer cerró la portezuela. Ricardo se quedó en el borde de la acera con la gorra en la mano, y la nuez subiéndole y bajándole rápidamente. El taxi arrancó y pasó al lado del policía. Rubashov prefería no mirar atrás, pero sabía que Ricardo continuaba en el cordón de la acera mirando las luces rojas del automóvil.

Durante unos minutos rodaron por calles concurridas, y el chofer volvió la cabeza varias veces como si quisiese asegurarse de que su pasajero continuaba en el interior del taxi; Rubashov no conocía la ciudad lo suficiente como para estar seguro de que iban camino de la estación. Poco a poco las calles se iban quedando desiertas, y al final de una avenida apareció un edificio macizo, con un gran reloj iluminado: estaban en la estación.

Rubashov salió del automóvil y le preguntó al chofer cuánto le debía, pues en aquella ciudad los coches de alquiler no llevaban taxímetro aún.

—Nada —contestó el chofer. Tenía la cara vieja y arrugada, y extrajo un sucio trapo del bolsillo de su chaqueta de cuero, sonándose las narices con ceremonia.

Rubashov lo miró atentamente a través de los lentes; estaba seguro de que no había visto antes aquella cara. El chofer guardó el pañuelo.

—A las personas como usted, señor, no les cobro nada —dijo, y se agachó para coger el freno de mano. De pronto le alargó una mano con gruesas venas seniles y uñas negras—. Buena suerte, señor —le dijo sonriendo tímidamente a Rubashov—; si su joven amigo necesita alguna vez algo, ya sabe que mi parada está enfrente del museo. Puede usted anotar mi número, señor, y enviárselo.

Rubashov observó que a su derecha había un mozo de estación, apoyado en un poste, que los estaba mirando, y no tomó la mano del chofer, sino que depositó una moneda en ella y entró en la estación sin decir palabra.

Tuvo que esperar una hora hasta la salida del tren, y entretanto tomó una taza de mal café en la cantina; el diente le seguía doliendo. En el tren se quedó dormido y soñó que tenía que ir corriendo delante de la locomotora, mientras Ricardo y el chofer del taxi estaban subidos en ella y querían que la máquina le pasase por encima porque no había pagado el taxi. Las ruedas venían rechinando cada vez más próximas y sus piernas se negaban a moverse. Se despertó con náuseas y sintió un sudor frío en la frente, mientras sus compañeros de compartimiento lo miraban con ligero asombro.

Afuera era de noche, el tren corría en la oscuridad por un país enemigo, el asunto con Ricardo estaba terminado, y el diente le seguía doliendo. Una semana después estaba en la cárcel.

10

Rubashov apoyó la frente en la ventana y miró hacia abajo, al patio. Tenía las piernas cansadas y estaba mareado de tanto paseo en redondo; miró el reloj; faltaba un cuarto de hora para las doce, así que había estado paseando en su celda casi cuatro horas sin parar, desde que el primer recuerdo de la Pietà le vino a la mente. Esto no le sorprendía, pues estaba bien al tanto del modo de soñar despierto en las cárceles, de la intoxicación que emana de las paredes blanqueadas. Recordó a un camarada más joven, que era ayudante de peluquero, y que le contaba cómo en su segundo y peor año de confinamiento solitario había llegado a soñar durante siete horas seguidas, con los ojos abiertos. Mientras lo hacía había andado veintiocho kilómetros en una celda que no alcanzaba a dos metros de largo, y se había llenado los pies de ampollas sin darse cuenta.

Esta vez el hábito se había manifestado muy rápidamente; y el primer día habíase entregado a ese vicio, que en sus experiencias previas había tardado siempre algunas semanas. Otra cosa extraña era que había estado soñando con el pasado, mientras que los soñadores crónicos de las cárceles casi siempre lo hacían con el porvenir, y si recordaban lo pasado era únicamente para pensar en cómo pudo haber sido, y nunca en cómo fue realmente.

Rubashov se preguntaba qué otras sorpresas le podía tener reservadas su mecanismo mental, sabiendo por experiencia que la confrontación con la muerte siempre lo altera y provoca las reacciones más sorprendentes, como le ocurre a la aguja de una brújula cuando se acerca al polo magnético.

El cielo estaba cargado de una inminente nevada, y en el patio dos hombres daban su paseo diario por la vereda abierta en la nieve. Uno de ellos miraba repetidamente a la ventana de Rubashov. Por lo visto, la noticia de su detención ya se había extendido. Era un hombre flaco y extenuado, con la piel amarilla y labio leporino, con un delgado impermeable que aferraba a la altura de los hombros como si estuviera helándose. El otro paseante era más viejo y estaba arropado con una manta. No se hablaban durante el paseo, y al cabo de diez minutos, fue a buscarlos un oficial de uniforme, armado con una cachiporra de goma y un revólver. La puerta donde el oficial los esperaba estaba justamente enfrente de la celda de Rubashov, y antes de que se cerrase, el hombre del labio leporino miró una vez más hacia su ventana. Seguramente no podía ver a Rubashov, que quedaba en la sombra visto desde el patio, pero a pesar de eso sus ojos se detuvieron en la ventana como si lo buscase. "Te veo y no te conozco, tú no me ves y es evidente que me conoces", pensaba Rubashov. Se sentó en la cama y llamó al número 402.

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