Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Los tres entraron. y se colocaron alrededor de la cama de Rubashov; el joven, con la pistola en la mano, mientras, el más viejo se mantenía rígidamente cuadrado. Vassilij se quedó unos pasos detrás de ellos, apoyado en la pared. Rubashov estaba todavía secándose el sudor de la nuca, y los miró con o os miopes y soñolientos. Entonces el oficial joven dijo: "Ciudadano Nicolás Salmanovich Rubashov, queda arrestado en nombre de la ley". Rubashov buscó los lentes debajo de la almohada y se enderezó un poco; con los lentes puestos, sus ojos tenían la expresión que Vassilij y el oficial más antiguo conocían de las viejas fotografías y grabados, y esto hizo que el guardia se cuadrase aun más rígidamente, mientras el joven, que había crecido bajo nuevos héroes, dió un paso en dirección al lecho, y los tres advirtieron que iba a hacer o decir algo brutal para disimular su torpeza.
—Sáqueme de encima esa pistola, camarada —dijo Rubashov—, y díganme qué desean de mí. —¿No ha oído que está arrestado? —dijo el muchacho—. Vístase y no haga bulla. —¿Tienen alguna orden? —preguntó Rubashov.
El oficial más antiguo sacó un papel del bolsillo, se lo entregó, y se quedó otra vez en posición de firme.
Rubashov lo leyó con atención.
—Muy bien —dijo—; nunca acaba uno de saber cosas. Pueden irse al diablo.
—Póngase sus ropas y dése prisa —repitió el muchacho, cuya brutalidad se veía que no era fingida, sino natural.
"Hermosa generación hemos producido", pensó Rubashov, recordando los carteles de propaganda en los cuales siempre se pintaba a la juventud con caras sonrientes. Se sentía muy cansado.
—Déme la bata, en lugar de hacer tonterías con el revólver —le dijo al muchacho, que se sonrojó sin contestar.
El oficial más viejo le dió la bata a Rubashov, que empezó a introducir el brazo en la manga.
—Esta vez entra, por fin —dijo con una sonrisa forzada; los otros tres no entendieron, limitándose a mirarlo mientras se iba levantando lentamente de la cama y recogía su arrugada ropa.
La casa había quedado en silencio después de los chillidos de la mujer, pero tenían la sensación de que todos los vecinos estaban despiertos en sus camas, conteniendo el aliento.
Entonces oyeron el ruido del agua que corría suavemente por las cacerías al quitar alguien, en uno de los pisos superiores, el tapón de un desagüe.
Delante de la puerta principal estaba el automóvil en que habían venido los guardias: un modelo americano reciente. Todavía era de noche y el chofer encendió los faros; la calle estaba dormida o pretendía estarlo. Subieron al auto, primero el joven, luego Rubashov y, por último, el oficial más antiguo. El chofer, que también vestía uniforme, puso el coche en movimiento. Al volver la esquina terminó el pavimento de asfalto; a pesar de que estaban todavía en el centro de la ciudad y los edificios que se veían alrededor eran grandes y modernos, con nueve y diez pisos, las calles carecían de pavimentación y se rodaba sobre el barro helado, con una delgada capa de nieve acumulada en las grietas. El chofer conducía a paso de hombre y el coche, a pesar de sus magníficos elásticos, crujía como una carreta de bueyes.
—Más rápido —dijo el joven, que no podía soportar el silencio en el vehículo.
El chofer se encogió de hombros sin volver la cabeza. Había mirado a Rubashov con indiferencia y antipatía cuando éste subió al auto, lo que recordó a Rubashov un accidente que había sufrido hacía algún tiempo, y cómo el conductor de la ambulancia lo había mirado de la misma manera. El lento y vacilante recorrido, a través de las calles muertas, con la oscilante luz de los faros delante, era difícil de soportar. —¿Está muy lejos?... —preguntó Rubashov sin mirar a sus compañeros, y casi iba a agregar: "el hospital".
—Algo más de media hora —contestó el uniformado más antiguo.
Rubashov sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, se llevó uno a la boca y ofreció automáticamente a los demás; el guardia joven rehusó bruscamente, pero el viejo tomó dos y le dió uno al chofer, que se llevó la mano a la gorra y ofreció fuego a los demás mientras conducía con una sola mano. Rubashov se sintió aliviado, y al mismo tiempo molesto consigo mismo. "Vaya un momento para sentirse sentimental", pensó, pero no pudo resistir a la tentación de hablar y de despertar un poco de simpatía en torno.
—Lástima de coche —dijo—. Los autos extranjeros cuestan un dineral, y al cabo de medio año de rodar en nuestras carreteras están inservibles.
—Tiene usted razón; nuestros caminos están en muy mal estado —afirmó el oficial viejo, y por su tono comprendió Rubashov que se daba cuenta de su angustia. Esto le hizo sentirse como un perro al que han echado un hueso, y decidió no hablar más. Pero de pronto, el guardia joven exclamó agresivamente: —¿Son mejores los caminos en los países capitalistas?
Rubashov sonrió burlonamente. —¿Ha estado alguna vez en el extranjero? —le preguntó.
—Sé muy bien lo que pasa sin haber estado, y no necesita usted contarme historias. —¿Por quién me toma? —replicó Rubashov con mucha calma. Pero sin poder evitarlo añadió—:
En realidad, debería usted estudiar un poco la historia del Partido.
El guardia joven guardó silencio, mirando fijamente la espalda del conductor, y nadie habló más. Por tercera vez, el chofer desahogó el motor, y volvió a lanzarlo de nuevo, al mismo tiempo que soltaba unas palabrotas. Traquetearon por los suburbios; todas las míseras casuchas de madera eran del mismo estilo, y sobre sus siluetas contrahechas brillaba la luna, pálida y fría.
En cada uno de los pasillos de la nueva cárcel modelo, la luz eléctrica estaba encendida. Su resplandor se extendía pálidamente por las galerías de hierro, sobre las desnudas paredes blanqueadas, en las puertas de las celdas con las tarjetas con los nombres, y sobre los negros agujeros de las mirillas. Esa luz descolorida y el extraño sonido sin eco de sus pasos en el enlosado pavimento eran tan familiares a Rubashov, que durante unos segundos se forjó la ilusión de que estaba soñando otra vez. Hizo un esfuerzo por creer que todo aquello no era real. "Si llego a convencerme de que estoy soñando, esto se convertirá en un sueño", se decía.
Y llegó a pensar con tal intensidad que casi se creyó mareado, pero inmediatamente se avergonzó de sí mismo. "Hay que acabar con esto —pensó—, y llegar hasta el fin." Se detuvieron delante de la celda número 404; encima de la mirilla había una tarjeta con su nombre: "Nicolás Salmanovich Rubashov". "Todo lo han preparado primorosamente", pensó, pero la vista de su nombre en la tarjeta le hizo una pavorosa impresión.
Se le ocurrió pedir una manta más, pero antes de poder expresar su deseo, la puerta se cerró tras él, con estrépito.
A intervalos regulares, el carcelero atisbaba por la mirilla de la celda de Rubashov, que estaba echado en el camastro; Sólo su mano se contraía, de vez en cuando, durante el sueño. Al lado de la cabecera estaban los lentes y la colilla que había dejado sobre las baldosas.
A las siete de la mañana, dos horas después de su encierro en la celda 404, despertó a Rubashov un toque de clarín. Había dormido sin sueños, y tenía la cabeza despejada. El toque se repitió tres veces, y cuando los ecos temblorosos se apagaron, reinó un silencio de mal augurio.
Todavía no era día claro, y los contornos del balde y del lavabo se entreveían vagamente; la reja de la ventana formaba un dibujo negro que se destacaba sobre los vidrios empañados, y en el lado superior izquierdo, un cristal roto había sido sustituido por un parche de papel de diario.
Rubashov se sentó en la cama, recogió los lentes y la colilla del cigarrillo y volvió a tenderse; se puso los lentes y encendió la colilla. El silencio continuaba. En todas las celdas blanqueadas de ese gran panal de hormigón, los hombres se levantaban simultáneamente de sus camastros, maldiciendo y buscando a tientas sobre las baldosas, pero en las celdas para incomunicados no se oía nada, excepto, de vez en cuando, los pasos de alguien que transitaba por el pasillo. Rubashov sabía que estaba en un calabozo de incomunicados, y que permanecería en él hasta el momento de ser fusilado. Se pasó los dedos por la corta barba puntiaguda, siguió fumando la colilla y permaneció tendido.
"De modo que me fusilarán", pensaba Rubashov, mientras seguía con un parpadeo el movimiento del dedo gordo del pie, que sobresalía verticalmente en el extremo del camastro. Se sentía tibio, seguro y muy fatigado; y no se habría opuesto a tener que ir así, con esa somnolencia, hacia la muerte, si sólo lo dejaban permanecer acostado bajo la frazada caliente.
"De manera que te fusilarán", se decía a sí mismo. Al mover lentamente los dedos del pie dentro del calcetín, recordó un verso en el que se comparaban los pies de Cristo con una corza blanca dentro de un matorral. Limpió los lentes en la manga con el gesto familiar a sus amigos. En el calor de la cama se sentía casi perfectamente feliz, y no temía más que una cosa: tener que levantarse y moverse. "De modo que serás destruido", se dijo a sí mismo a media voz, y encendió otro cigarrillo, aunque no le quedaban más que tres. Los primeros cigarrillos le causaban a veces en el estómago vacío una ligera sensación de embriaguez; se encontraba ya en ese peculiar estado de excitación que le era tan familiar como consecuencia de sus anteriores experiencias en la proximidad de la muerte. Se daba cuenta, al mismo tiempo, que ese estado era censurable y, desde cierto punto de vista, inadmisible, pero en aquel momento no sentía inclinación alguna a colocarse en ese punto de vista. En lugar de ello, se dedicaba a observar el movimiento de sus dedos dentro del calcetín, y sonreía. Una cálida ola de simpatía por su propio cuerpo, que de ordinario no le producía atracción alguna, lo invadía, y el sentimiento de su propia aniquilación lo llenaba de una autopiedad deliciosa.
"La vieja guardia ha muerto —se decía a sí mismo—; somos los últimos y vamos a ser destruídos".
"La juventud dorada, muchachos y muchachas, se convierte en polvo, igual que los deshollinadores". Procuraba recordar la melodía de la canción, pero sólo la letra acudíale a la memoria. "La vieja guardia ha muerto", se repetía, y trataba de recordar sus caras, pero únicamente unas pocas acudían al recuerdo. Del primer presidente de la Internacional, que había sido ejecutado como traidor, sólo podía recordar un trozo de su chaleco a cuadros, estirado por un vientre abultado. Nunca llevaba tiradores, sino un cinturón de cuero. El segundo primer ministro del Estado Revolucionario, también ejecutado, se mordía las uñas en los momentos de peligro... "La historia te rehabilitará", pensaba Rubashov, sin particular convicción. ¿Qué sabe la historia de comerse las uñas? Seguía fumando y pensando en los muertos, y en las humillaciones que habían precedido a su muerte. Pero, a pesar de eso, no podía llegar a odiar al Número Uno como debiera. Con frecuencia miraba el grabado en colores que colgaba sobre su cama, y procuraba excitar el odio contra la persona allí representada, a la que habían dado muchos nombres, de los cuales solamente había prevalecido el de Número Uno. El horror que emanaba de él consistía, sobre todo, en la posibilidad de que tuviese razón, y de que todos aquellos a quienes había mandado ejecutar tuviesen que admitir, ya con la bala que había de matarlos tocándoles la nuca, que su condena era justa. No existía ninguna certidumbre; únicamente la apelación a es oráculo burlón llamado Historia, que daba su sentencia cuando el apelante se ha convertido en polvo.
Rubashov tenía la impresión de que lo estaban espiando a través de la mirilla, y, aun sin mirar, se daba cuenta de que una pupila pegada al agujero estaba atisbando la celda; a los pocos momentos la llave rechinó en la pesada cerradura, tardando algún tiempo en abrirse la puerta. El carcelero, un viejo en zapatillas, se asomó: —¿Por qué no se ha levantado? —preguntó.
—Estoy enfermo —dijo Rubashov. —¿Qué le pasa? El doctor no lo puede ver antes de mañana.
—Dolor de muelas —dijo Rubashov.
—Conque dolor de muelas, ¿eh? —repuso el carcelero, y salió rápidamente, cerrando la puerta con violencia.
"Ahora por lo menos me dejarán tranquilo", pensó Rubashov, pero la idea ya no le producía ningún placer. El olor rancio de la manta empezó a molestarle, y se la quitó de encima.
Procuró otra vez seguir los movimientos de los dedos de los pies, pero le aburría. En el talón de cada media había un agujero, y aunque hubiera querido zurcirlos, se lo impedía la idea de tener que llamar al carcelero y pedirle hilo y aguja, sabiendo que esta última se la negarían de todos modos. Le entró de pronto un salvaje anhelo de tener un periódico, y el deseo era tan grande que casi podía oler la tinta de imprenta y oír el crujido de las páginas; tal vez había estallado una revolución la noche última, o el jefe de Estado había sido asesinado, o un americano había descubierto el medio de contrarrestar la fuerza de la gravedad. Su arresto no podía haberse publicado todavía; dentro del país lo mantendrían secreto durante un tiempo, pero en el extranjero la noticia se filtraría pronto y empezarían a publicar antiguas fotografías suyas, sacadas de los archivos de los diarios, juntamente con una serie de tonterías acerca de él y del Número Uno. Ya no deseó el periódico, pero en cambio deseó saber con igual vehemencia lo que pasaba en el cerebro del Número Uno. Lo veía sentado, grave y sombrío, con los codos apoyados en el escritorio dictando lentamente a un taquígrafo. Otras personas, al dictar, se paseaban, lanzando anillos de humo al fumar o jugaban con una regla. El Número Uno no se movía, no jugaba, no echaba anillos de humo... Rubashov se dió cuenta súbitamente de que había estado paseando de un extremo a otro de la celda durante los últimos cinco minutos; se había levantado de la cama sin darse cuenta, y seguía su vieja manía de no pisar en los recuadros de las baldosas, cuyo dibujo ya se había aprendido de memoria. Pero sus pensamientos no abandonaban al Número Uno ni por un segundo; al Número Uno, que, sentado ante su escritorio y dictando, inconmovible, se había convertido, poco a poco, en el bien conocido grabado que colgaba sobre todos los techos y alacenas del país, y que clavaba a todo el mundo sus ojos helados.
Rubashov se paseaba a lo largo de la celda, desde la puerta a la ventana y vuelta, entre el balde, el lavabo y el camastro, seis pasos y medio para allá, seis pasos y medio para acá; al llegar a la puerta se volvía a la derecha, y al llegar a la ventana, a la izquierda. Era una vieja costumbre de la cárcel; si no se cambia la dirección de las vueltas es fácil marearse. ¿Qué habría en el cerebro del Número Uno? Se pintaba a sí mismo, en su imaginación, con acuarela de color gris sobre una hoja de papel estirada en un tablero de dibujo y sujeta con alfileres, una sección transversal de ese cerebro. Las circunvoluciones se henchían como entrañas, enlazándose unas con otras como culebras musculares, hasta que se esfumaban, vagas y brumosas, como las espirales de las nebulosas en las cartas astronómicas... ¿Qué pasaría en las inflamadas circunvoluciones? Se tiene conocimiento de todo lo que sucede en las lejanas nebulosas de los cielos, pero nada se sabe de las circunvoluciones cerebrales; ésta es, probablemente, la causa de que la historia tenga más de oráculo que de ciencia. Quizás algún día, mucho más tarde, se enseñe esto por medio de tablas estadísticas, juntamente con las secciones transversales. El maestro escribirá en la pizarra una fórmula algebraica que represente las condiciones de vida de las masas de una nación dada, en un particular período: "Aquí tienen ustedes, ciudadanos, los factores objetivos que condicionan este proceso histórico". Y señalando con el puntero un paisaje gris brumoso, entre el segundo y tercer lóbulo del cerebro del Número Uno: "Y aquí ven ustedes la reflexión subjetiva de esos factores: esto fue lo que, en el segundo cuarto del siglo XX determinó el triunfo de las ideas totalitarias en la Europa Oriental". Hasta que no se llegue a este nivel científico, la política no será más que puro diletantismo, simple superación y magia negra...