Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
El Ciclo de Tschai
, también conocido como
Planeta aventura
, es una serie de cuatro libros escritos por Jack Vance entre 1968 y 1970. Narra las aventuras del humano Adam Reith en el planeta Tschai.
Esta tetralogía está formada por los libros
Los Chasch
,
Los Wankh
,
Los Dirdir
y
Los Pnume
. Juntos forman una aventura de ochocientas páginas.
Cada una de las novelas narra las aventuras de Reith con una especie y lleve el nombre de la especie en cuestión:
1.
Los Chasch
(1968, City of the Chasch)
2.
Los Wankh
(1969, Servants of the Wankh)
3.
Los Dirdir
(1969, The Dirdir)
4.
Los Pnume
(1970, The Pnume)
Jack Vance
El Ciclo de Tschai
ePUB v1.0
Bercebus09.04.12
Los Chasch
Prólogo
A un lado del
Explorador IV
llameaba una débil estrella vieja, Carina 4269; al otro flotaba un solo planeta, gris marrón bajo el denso manto de una atmósfera. La estrella se distinguía solamente por una curiosa tonalidad ambarina en su luz. El planeta era algo mayor que la Tierra, rodeado por un par de pequeñas lunas de rápidas órbitas. Una estrella K2 casi típica, un planeta sin nada digno de mencionar, pero para los hombres a bordo de la
Explorador IV
el sistema era una fuente de maravilla y fascinación.
En el puesto delantero de control estaban el comandante Marin, el oficial en jefe Deale y el segundo oficial Walgrave: tres hombres de apariencia similar, alertas, rápidos de movimientos, llevando el mismo tipo de pulcro uniforme blanco, y tan habituados a la compañía los unos de los otros que su despreocupada forma de hablar, la forma entre sarcástica y jocosa con que expresaban sus pensamientos, era casi idéntica. Escrutaban el planeta con sus sondascopios, binoculares de alta resolución capaces de ofrecer una ampliación enorme.
—A primera vista, un planeta habitable —comentó Walgrave—. Esas nubes son a buen seguro vapor de agua.
—Si un mundo emite señales —dijo el oficial jefe Deale—, suponemos casi automáticamente que está habitado. La habitabilidad es una consecuencia natural de la habitación.
El comandante Marin rió secamente.
—Tu lógica, normalmente irrefutable, tiene un fallo. En la actualidad nos hallamos a doscientos doce años luz de la Tierra. Recibimos las señales a doce años luz de distancia; en consecuencia, fueron radiadas hace doscientos años. Si lo recuerdas, se interrumpieron bruscamente. Puede que este mundo sea habitable; puede que esté habitado; puede que concurran las dos circunstancias. Pero no necesariamente.
Deale agitó lúgubremente la cabeza.
—Sobre esta base no podemos estar seguros ni siquiera de que la Tierra esté habitada. Las tenues evidencias de que disponemos...
Bip bip,
hizo el comunicador.
—¡Hable! —indicó el comandante Marín. La voz de Dant, el ingeniero de comunicaciones, llenó la cabina.
—Estoy captando un campo fluctuante; creo que es artificial, pero no puedo sintonizarlo. Tal vez sea alguna especie de radar.
Marin frunció el ceño, se frotó la nariz con un nudillo.
—Enviaré los exploradores, luego retrocederemos fuera de alcance.
Marin pronunció una palabra código, dio órdenes a los exploradores Adam Reith y Paul Waunder.
—Tan rápido como sea posible; parece que hemos sido detectados. Cita en el eje del sistema, arriba, punto D como en Deneb.
—Correcto, señor. Eje del sistema, arriba, punto D como en Deneb. Denos tres minutos.
El comandante Marin se dirigió al macroscopio y empezó una ansiosa búsqueda por la superficie del planeta, cambiando a una docena de longitudes de onda.
—Hay una franja de perturbación a unos 3.000 angstroms, nada importante. Los exploradores tendrán que hacer todo el trabajo por sí mismos.
—Me alegra no haber recibido nunca entrenamiento de explorador —observó el segundo oficial Walgrave—. De otro modo también hubiera podido ser enviado a la superficie de extraños y con toda posibilidad horribles planetas.
—Un explorador no es entrenado —dijo Deale—. Existe: medio acróbata, medio científico loco, medio escalador nocturno, medio...
—Hay varios medios de más.
—Apenas bastan. Un explorador es un hombre al que le gusta el cambio.
Los exploradores a bordo de la
Explorador IV
eran Adam Reith y Paul Waunder. Ambos eran hombres de valor y de recursos. Cada uno dominaba varias habilidades; aquí terminaba su parecido. Reith era tres o cuatro centímetros más alto que la media, con pelo oscuro, una amplia frente, pómulos prominentes y mejillas más bien hundidas, donde se marcaba de tanto en tanto la tensión de un músculo. Waunder era compacto, avanzando a buen paso hacia la calvicie, rubio, con rasgos demasiado vulgares como para ser descritos. Waunder tenía uno o dos años más que su compañero; Reith, sin embargo, era superior en grado, y estaba al mando nominal de la lanzadera de exploración: una nave en miniatura de diez metros de largo que viajaba sujeta bajo la popa de la
Explorador.
En menos de dos minutos estaban a bordo de la lanzadera. Waunder se dirigió a los controles; Reith selló la escotilla, pulsó el botón de desamarraje. La lanzadera se apartó del enorme casco negro. Reith ocupó su asiento, y mientras efectuaba esa acción captó un destello de movimiento en el límite de su ángulo visual. Divisó un proyectil gris surgiendo del planeta, luego sus ojos fueron cegados por un enorme resplandor blanco-púrpura. Hubo una tremenda sacudida y un crujido, y una violenta aceleración cuando Waunder accionó convulsivamente la palanca de aceleración, y la lanzadera partió en una curva descendente hacia el planeta.
Allá donde había estado la
Explorador
derivaba ahora un curioso objeto: el morro y la popa de una nave espacial, unidos por algunos restos metálicos, con un enorme vacío en medio a través del cual brillaba el viejo sol amarillo de Carina 4269. Junto con la tripulación y los técnicos, el comandante Marin, el oficial jefe Deale y el segundo oficial Walgrave no eran más que flotantes átomos de carbono, oxígeno e hidrógeno, con sus personalidades, tics de comportamiento y socarrona jovialdad convertidos en meros recuerdos.
La lanzadera, golpeada antes que propulsada por la onda de choque, cayó con la popa por delante hacia el planeta gris y marrón, con Adan Reith y Paul Waunder golpeando de mampara en mampara dentro de la cabina de control.
Reith, consciente a medias, consiguió agarrarse a una de ellas. Izándose hasta el panel, pulsó el mando de estabilización. En vez de un suave zumbido sonó un silbido y un golpeteo; de todos modos, el alocado movimiento rotatorio fue cesando poco a poco.
Reith y Waunder consiguieron encajarse en sus asientos y atarse.
—¿Has visto lo que yo he visto? —preguntó Reith.
—Un torpedo. Reith asintió.
—El planeta está habitado.
—Los habitantes distan mucho de ser cordiales. Esa fue una recepción más bien brusca,
—Estamos a mucha distancia de casa. —Reith contempló la hilera de diales que no señalaban nada y luces indicadoras apagadas—. Parece que no funciona nada. Vamos a estrellarnos, a menos que hagamos algunas reparaciones de emergencia. —Cojeó hacia popa, al compartimiento del motor, para descubrir que una célula de energía de reserva, mal almacenada, se había estrellado contra una caja de conexiones, creando un caótico amasijo de conductores fundidos, cristales rotos y compuestos carbonizados.
—Puedo arreglarlo —le dijo Reith a Waunder, que había acudido tras él a inspeccionar el desastre—. En un par de meses, con suerte. Contando con que los repuestos estén intactos.
—Dos meses me parece un poco largo —murmuró Waunder—. Diría que tenemos dos horas antes de que alcancemos la atmósfera.
—Al trabajo, pues.
Una hora y media más tarde retrocedían unos pasos y contemplaban con duda e insatisfacción el resultado de sus esfuerzos.
—Con suerte podremos aterrizar de una sola pieza —dijo Reith lúgubremente—. Ve delante y dale un poco de energía a los elevadores; veré qué ocurre.
Pasó un minuto. Los propulsores zumbaron; Reith sintió la presión de la deceleración. Esperando que las improvisaciones resistieran al menos un tiempo, fue a la parte delantera de la nave y ocupó de nuevo su sitio.
—¿Cómo se ven las cosas?
—A corto plazo, no demasiado malas. Alcanzaremos la atmósfera en una media hora, un poco por debajo de la velocidad crítica. Podemos efectuar un aterrizaje suave... espero. Los pronósticos a largo plazo... no tan buenos. Quienquiera que sea el que golpeó la nave con un torpedo puede estar siguiendo nuestro descenso por radar. ¿Entonces qué?
—Nada bueno —dijo Reith.
El planeta bajo ellos crecía a ojos vista; un mundo más oscuro y nuboso que la Tierra, bañado por una luz entre dorada y tostada. Ahora podían ver continentes y océanos, nubes, tormentas: el paisaje de un mundo maduro.
La atmósfera gemía en torno al vehículo; el indicador de la temperatura subía rápidamente hacia la señal roja.
Reith aumentó cuidadosamente el nivel de energía a través de los precariamente reparados circuitos. La nave disminuyó su velocidad, la aguja indicadora osciló, empezó a descender hacia un nivel más tranquilizador. Hubo una suave detonación en la sala de motores, y la nave empezó a descender de nuevo en caída libre.
—Ahí vamos otra vez —dijo Reith—. Bien, ahora todo es cuestión de los frenos aerodinámicos. Será mejor que nos sujetemos a los arneses de eyección. —Extendió los alerones laterales, los elevadores y el timón, y la lanzadera silbó al adoptar una trayectoria oblicua—. ¿Qué señala el analizador de atmósferas? —preguntó.
Waunder leyó los distintos índices del analizador.
—Respirable. Cercana a la normal de la Tierra.
—Eso es un pequeño alivio.
Ahora, mirando a través de los sondascopios, podían observar más detalles. Bajo ellos se abría una extensa llanura o una estepa, señalada aquí y allá por un relieve bajo y algo de vegetación.
—Ninguna señal de civilización —dijo Waunder—. No debajo de nosotros, al menos. Quizá más adelante, en el horizonte... esos puntos grises...