El ciclo de Tschai (10 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Puesto que yo no tengo sequins —dijo Reith—, acepto de buen grado lo que me ofrezcáis cualquiera de los dos.

El salón había ido llenándose gradualmente con gente de la caravana: conductores y guardias, los tres exploradores Ilanth, el jefe de la caravana, otros. Todos pidieron comida y bebida. Tan pronto como el jefe de la caravana hubo comido, Anacho, Traz y Reith se le acercaron y solicitaron ser llevados á Pera.

—Siempre que no tengáis prisa —dijo el hombre—. Aguardaremos aquí hasta que llegue la caravana de Aig-Hedajha procedente del norte, luego iremos hasta Golsse; si tenéis prisa podéis hacer otros arreglos.

Reith hubiera preferido viajar rápidamente: ¿qué podía estarle ocurriendo a su lanzadera? Pero sin ninguna otra forma de transporte disponible, tuvo que refrenar su impaciencia.

Había otros que también estaban impacientes. Dos mujeres vestidas con largas túnicas negras y calzando zapatos rojos se acercaron a la mesa. Reith había visto antes a una de ellas, mirando desde la parte de atrás de un carromato. La otra era más delgada pero también más alta, con una piel más macilenta, casi cadavérica. La mujer alta habló con una voz crujiente que reflejaba una ira reprimida, o quizá un antagonismo crónico.

—Sir Baojian, ¿cuánto debemos esperar aquí? El conductor del carromato dice que pueden ser cinco días.

—Cinco días es una buena estimación.

—¡Pero esto es imposible! ¡No llegaremos a tiempo al Seminario!

Baojian, el jefe de la caravana, habló con una voz profesionalmente átona:

—Aguardaremos a la caravana que se dirige hacia el sur, para intercambiar artículos. Partiremos inmediatamente después.

—¡No podemos aguardar tanto! Debemos llegar a Fasm para asuntos de gran importancia.

—Te aseguro, vieja Madre, que te conduciré a tu Seminario tan rápido como me sea posible.

—¡No lo bastante rápido! ¡Tienes que llevarnos inmediatamente! —Esta vez la que estalló fue su compañera, la mujer robusta de marmóreas mejillas que Reith había visto antes.

—Imposible, me temo —dijo seca y llanamente Baojian—. ¿Hay alguna otra cosa que deseéis discutir?

Las dos mujeres se dieron la vuelta sin responder y se dirigieron a una mesa al lado de la pared.

Reith no pudo reprimir su curiosidad.

—¿Quiénes son?

—Sacerdotisas del Misterio Femenino. ¿No conoces el culto? Están por todas partes. ¿De qué parte de Tschai vienes?

—Un lugar muy remoto —dijo Reith—. ¿Quién es la joven que mantienen en la jaula? ¿Alguna sacerdotisa? Baojian se puso en pie.

—Es una esclava de Charchan, o al menos eso supongo. La llevan a Fasm para sus ritos trienales. No es algo que me incumba. Yo conduzco caravanas; hago el trayecto entre Coad en el Dwan hasta Tosthanag en el océano Schanizade. A quién conduzco, hasta dónde, con qué propósito... —Se alzó de hombros, frunció los labios—. Sacerdotisas o esclavos, Hombres-Dirdir, nómadas o híbridos inclasificables: todos son lo mismo para mí. —Les dirigió una fría sonrisa y se marchó.

Los tres regresaron a su mesa.

Anacho inspeccionó a Reith con el ceño pensativamente fruncido.

—Curioso, realmente curioso.

—¿Qué es curioso?

—Tu extraño equipo, tan excelente como el material Dirdir. Tus ropas, de un corte desconocido en Tschai. Tu peculiar ignorancia y tu igualmente peculiar competencia. Casi parece como si fueras lo que afirmas ser: un hombre de un mundo lejano. Absurdo, por supuesto.

—Yo no he afirmado nada de eso —dijo Reith.

—El muchacho lo hizo.

—Entonces la cuestión es entre tú y él. —Reith se volvió para observar a las sacerdotisas, que rumiaban sus problemas sobre sendos bols de sopa. Ahora se les habían unido otras dos sacerdotisas, con la muchacha cautiva entre ellas. Las dos primeras informaron de su conversación con el jefe de la caravana, acompañando sus palabras de gruñidos, agitar de brazos y hoscas miradas por encima del hombro. La muchacha permanecía sentada con aire abatido, las manos sobre el regazo, hasta que una de las sacerdotisas le dio un codazo y le señaló el bol de sopa, y empezó a comer maquinalmente. Reith no podía apartar los ojos de ella. Era un esclava, pensó con una repentina excitación; ¿la llevaban las sacerdotisas para venderla? Casi seguro que no. Aquella muchacha de extraordinaria belleza estaba destinada a alguna extraordinaria finalidad. Reith suspiró, volvió su mirada hacia otro lado, y observó que otras personas —principalmente los Ilanth— no se mostraban menos fascinados que él. Los vio observándola, atusándose el bigote, murmurando y riendo, con una vulgaridad tan lasciva que Reith se sintió irritado. ¿Acaso no se daban cuenta de que la muchacha se enfrentaba a un destino trágico?

Las sacerdotisas se pusieron en pie. Miraron truculentamente en todas direcciones, y condujeron a la muchacha fuera de la estancia. Durante un tiempo caminaron arriba y abajo por el recinto, con la muchacha a su lado, tirando de ella ocasionalmente cuando retardaba el paso. Los exploradores Ilanth salieron también, acuclillándose junto a la pared de la posada. Habían cambiado sus cascos de guerra con los cráneos humanos por sombreros cuadrados de suave terciopelo marrón, y cada uno se había pegado un lunar bermellón en su amarillenta mejilla. Comían frutos secos, escupiendo las cáscaras al polvo y sin apartar ni un momento sus ojos de la muchacha. Se cruzaron pullas, una tímida apuesta, y finalmente uno se alzó de pie. Echó a andar cruzando el recinto y, acelerando el paso, fue detrás de las sacerdotisas. Le dijo algo a la muchacha, que lo miró inexpresivamente. Las sacerdotisas se detuvieron y se volvieron en redondo. La más alta alzó un brazo, con el dedo índice apuntando al cielo, y pronunció una agria reconvención. El Ilanth, sonriendo insolentemente, se mantuvo en su sitio. No se dio cuenta de la robusta sacerdotisa que se le acercó por un lado y le lanzó un estudiado golpe a la sien. El Ilanth se derrumbó al suelo, pero se levantó de nuevo casi instantáneamente, escupiendo maldiciones. La sacerdotisa, sonriendo, avanzó unos pasos. El Ilanth intentó golpearla con el puño. Ella lo aferró con un abrazo de oso, golpeó su cabeza contra la de él, lo alzó, tensó sus músculos abdominales, y lo lanzó a lo lejos. Avanzó unos pasos más, pateó al hombre, y las demás se le unieron. El Ilanth, rodeado de sacerdotisas, consiguió finalmente alejarse arrastrándose y ponerse en pie. Les gritó maldiciones, le escupió al rostro a la primera sacerdotisa, y luego, retirándose rápidamente, regresó junto a sus burlones camaradas.

Las sacerdotisas, sin dejar de echar miradas ocasionales hacia los Ilanth, siguieron andando. El sol descendió hacia su ocaso, arrojando largas sombras en el recinto. De las colinas llegó un grupo de gente harapienta, de estatura algo inferior a la media, pieles blancas, pelo castaño amarillento, perfiles angulosos, ojos pequeños y rasgados. Los hombres empezaron a hacer sonar gongs, mientras las mujeres bailaban una curiosa danza sincopada, saltando hacia adelante y hacia atrás con la rapidez de insectos. Unos niños de aspecto marchito, llevando solamente una especie de mantones, avanzaron por entre los viajeros con bols en la mano, pidiendo monedas. Por todo el recinto los viajeros estaban aireando sábanas y mantas, agitando los cuadrados naranjas, amarillos, marrones y sienas al aire procedente de las colinas. Las sacerdotisas y la muchacha esclava se retiraron a su carromato-casa con su tela metálica.

El sol se ocultó tras las colinas. El crepúsculo se asentó sobre el albergue; el recinto quedó en silencio. Empezaron a encenderse pálidas luces en los carromatos-vivienda. La estepa más allá de las rocas apenas podía verse, orlada por una débil aureola color ciruela.

Reith comió para cenar un bol de aromático goulash, una rebanada de pan de prieta miga y un poco de mermelada. Traz fue a observar a unos jugadores; Anacho no se veía por ninguna parte. Reith salió al recinto, alzó la vista hacia las estrellas. En algún lugar entre las poco familiares constelaciones debía hallarse una débil y minúscula Cefeo, al otro lado del Sol desde aquel punto. Cefeo, una constelación indistinguible, nunca podía ser identificada a ojo desnudo. El Sol, a 212 años luz, debía ser invisible: una estrella de magnitud diez o doce. Sintiéndose deprimido, Reith apartó su mirada del cielo.

Las sacerdotisas estaban sentadas fuera de su carromato, murmurando entre sí. La muchacha esclava permanecía dentro de la jaula. Atraído casi contra su voluntad, Reith dio la vuelta al recinto, se acercó por detrás del carro, miró al interior de la jaula.

—Muchacha —llamó—. Muchacha.

Ella se volvió y le miró, pero no dijo nada.

—Ven aquí—dijo Reith—, donde pueda hablarte. Lentamente, ella cruzó la jaula y se le quedó mirando.

—¿Qué van a hacer contigo? —preguntó Reith.

—No lo sé. —Su voz era ronca y suave—. Me arrebataron de mi casa en Cath; me llevaron a la nave y me metieron en una jaula.

—¿Por qué?

—Porque soy hermosa. O eso dicen... Silencio. Nos han oído hablar. Escóndete.

Reith, acobardado, se dejó caer de rodillas. La muchacha permaneció de pie sujetando la tela metálica, mirando desde la jaula. Una de las sacerdotisas inspeccionó al interior de la jaula y, al no ver nada sospechoso, regresó junto a sus hermanas.

La muchacha llamó suavemente a Reith.

—Se ha ido.

Reith se puso en pie, sintiéndose estúpido.

—¿Deseas verte libre de esta jaula?

—¡Por supuesto! —Su voz era casi indignada—. ¡No deseo formar parte de su rito! ¡Me odian! ¡Porque son tan feas! —Miró fijamente a Reith, lo estudió a la parpadeante luz de una ventana próxima—. Te vi antes, de pie junto al sendero.

—Sí. Yo también reparé en ti. Ella volvió la cabeza.

—Vienen de nuevo. Será mejor que te vayas.

Reith se alejó. Desde el otro lado del recinto observó a las sacerdotisas empujar
a
la muchacha al interior del carromato-casa. Luego regresó al salón principal de la posada. Durante un tiempo observó jugar a la gente. Jugaban al ajedrez, con un tablero de cuarenta y nueve cuadrados con siete piezas a cada lado; a un juego con discos y un cierto número de fichas numeradas, muy complicado; a varios juegos de cartas. Había una jarra de cerveza al lado de cada mano; las mujeres de las tribus de las colinas iban de un lado a otro de la estancia, pidiendo; hubo algunos altercados, sin ninguna consecuencia seria. Un hombre de la caravana sacó una flauta, otro un laúd, otro extrajo sonoras notas bajas de un largo tubo de cristal; juntos interpretaron una música que Reith encontró fascinante tan sólo por lo extraño de su estructura melódica. Traz y el Hombre-Dirdir se habían retirado a sus habitaciones hacía rato; Reith no tardó mucho en imitarles.

4

Reith despertó con una sensación de peligro inminente que, por un espacio de tiempo, no fue capaz de definir. Luego comprendió su fuente: procedía de la muchacha y de las Sacerdotisas del Misterio Femenino. Permaneció tendido, frunciéndole el ceño al yeso del techo. Era una solemne estupidez complicarse la vida con asuntos que se hallaban más allá de su comprensión. ¿Qué podía conseguir, después de todo?

Bajó al salón principal, comió un plato de gachas servido por una de las desaliñadas hijas del posadero, luego salió y se sentó en un banco, deseoso de captar un atisbo de la cautiva muchacha.

Aparecieron las sacerdotisas, camino de la posada con la muchacha en medio, sin mirar ni a derecha ni a izquierda.

Media hora más tarde volvieron a salir, y fueron a hablar con uno de los pequeños hombres de las colinas, que sonrió y asintió obsequiosamente, con los ojos brillando con fascinada admiración.

Los Ilanth salieron del salón principal. Lanzaron miradas de reojo hacia las sacerdotisas, que se volvieron concupiscentes cuando se clavaron en la muchacha, luego cruzaron el recinto, desataron sus caballos saltadores y empezaron a librarlos de las excrecencias córneas que se formaban en su cuero verde grisáceo.

Las sacerdotisas terminaron su discusión con el hombre de las colinas y echaron a andar hacia la estepa, yendo de un lado para otro frente a los promontorios rocosos, con la muchacha siempre unos pasos más atrás, con honda exasperación de las sacerdotisas. Los Ilanth no las perdían de vista, murmurando entre sí.

Traz salió y se sentó al lado de Reith. Señaló hacia la estepa.

—Los Chasch Verdes están cerca: un grupo grande. Reith no pudo ver nada.

—¿Cómo lo sabes?

—Huelo el humo de sus fuegos.

—Yo no huelo nada —dijo Reith. Traz se alzó de hombros.

—Es un grupo de tres o cuatrocientos.

—Hummm. ¿Cómo lo sabes?

—Por la fuerza del viento y el olor del humo. Un grupo pequeño hace menos humo que un grupo grande. Este es el humo de unos trescientos Chasch Verdes.

Reith alzó las manos, derrotado.

Los Ilanth montaron en sus caballos saltadores y avanzaron hasta el amparo de las rocas, donde se detuvieron. Anacho apareció junto a Reith y Traz y dejó escapar una seca risa.

—Van a importunar a las sacerdotisas.

Reith se puso en pie, deseoso de observar lo que ocurría. Los Ilanth aguardaron hasta que las sacerdotisas aparecieron a su lado, entonces se lanzaron al galope. Las sacerdotisas retrocedieron alarmadas; los Ilanth, graznando y aullando, agarraron a la muchacha, la echaron sobre una silla, y partieron hacia las colinas. Las sacerdotisas se quedaron contemplando su marcha, consternadas; luego, chillando roncamente, corrieron de vuelta al recinto. Acudieron a Baojian, el jefe de la caravana, y señalaron frenéticamente con dedos temblorosos.

—¡ Las bestias amarillas han raptado a la doncella de Cath!

—Sólo para divertirse un poco —dijo Baojian conciliadoramente—. La devolverán cuando hayan terminado con ella.

—¡Inutilizable para nuestros propósitos! ¡Cuando hemos viajado hasta tan lejos y soportado tanto! ¡Es una terrible tragedia! ¡Soy una Gran Madre del Seminario de Fasm! ¡Y tú ni siquiera vas a ayudar!

El jefe de la caravana escupió al polvo.

—Yo no ayudo a nadie. Yo mantengo el orden en la caravana, conduzco mis carros, y no tengo tiempo para nada más.

—¡Eres un hombre vil! ¿Acaso esos brutos no se hallan bajo tus órdenes? ¡Contrólalos!

—Yo solamente controlo mi caravana. El suceso ocurrió en la estepa.

—Oh, ¿qué podemos hacer? ¡Hemos sido despojadasl ¡Ya no habrá Rito de Clarificación!

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