Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Reith se había instalado ya en la silla de un caballo saltador y galopaba por la estepa. Había sido activado por un impulso mucho más allá del nivel de su mente consciente; incluso mientras su montura lo llevaba con sus prodigiosos saltos a través de la estepa se maravilló de los reflejos que le habían hecho actuar apartándose del jefe de la caravana y montando en un caballo saltador. «Lo que está hecho está hecho», se consoló a sí mismo con una cierta satisfacción amarga; parecía que el triste sino de una hermosa muchacha esclava había pasado por encima de sus propios infortunios.
Los Ilanth no habían ido lejos: habían subido por un pequeño valle hasta una pequeña zona plana y arenosa bajo una escarpada pared rocosa. La muchacha estaba acurrucada, con la espalda fuertemente apretada contra la piedra, como si intentara buscar refugio en ella; los Ilanth apenas acababan de atar sus caballos saltadores cuando llegó Reith.
—¿Qué quieres? —preguntó uno rudamente—. Lárgate; vamos a probar la calidad de esta chica de Cath.
Otro lanzó una ronca risotada.
—¡Necesitará instrucciones para los Misterios Femeninos!
Reith sacó su pistola.
—Mataré a cualquiera de vosotros, o a todos, con el máximo placer. —Hizo un gesto a la muchacha—. Ven.
Ella miró alocadamente a su alrededor, como si no supiera en qué dirección echar a correr.
Los Ilanth permanecían silenciosos, con sus negros bigotes caídos. Lentamente, la muchacha subió al caballo de Reith, delante de éste; Reith hizo dar media vuelta al animal y lo guió valle abajo. Ella lo miró con una expresión inescrutable, empezó a decir algo, luego calló. Tras ellos, los Ilanth montaron en sus propios caballos y regresaron al galope, pasando junto a ellos entre maldiciones, gritos y alaridos.
Las sacerdotisas permanecían inmóviles a la entrada del recinto, mirando hacia la estepa. Reith detuvo el caballo y estudió las cuatro figuras vestidas de negro, que al momento empezaron a hacer perentorias señales.
—¿Cuánto te han pagado? —preguntó frenéticamente la muchacha.
—Nada —dijo Reith—. Acudí por mi propia voluntad.
—Llévame a casa —suplicó la muchacha—. ¡Llévame de vuelta a Cath! Mi padre te pagará mucho más... ¡cualquier cosa que le pidas!
Reith señaló a una moviente línea negra en el horizonte.
—Sospecho que ésos son Chasch Verdes. Será mejor que volvamos a la posada.
—¡Las mujeres me cogerán de nuevo! ¡Me pondrán en la jaula! —La voz de la muchacha se quebró; su compostura, o quizá fuera apatía, empezó a desintegrarse—. ¡Me odian, quieren hacerme lo peor! —Señaló—. ¡Ya vienen! ¡Déjame ir!
—¿Sola? ¿A la estepa?
—¡Lo prefiero!
—No les dejaré que te cojan —dijo Reith. Se encaminó lentamente hacia el recinto. Las sacerdotisas habían avanzado y aguardaban ahora en el paso entre las prominencias rocosas.
—¡Oh, hombre noble! —exclamó la Gran Madre—. ¡Ha sido una gran hazaña! ¿No la han profanado?
—Eso no es de tu incumbencia —dijo Reith.
—¿Qué significa eso? ¿No es de nuestra incumbencia? ¿Cómo puedes decir esto?
—Ella es ahora propiedad mía. Se la arrebaté a los tres guerreros. Si tienes algo que reclamar ve a ellos, no a mí. Siempre me quedo con lo que consigo.
Las sacerdotisas rieron a grandes voces.
—¡Ridículo gallo de pelea! ¡Devuélvenos nuestra propiedad o vas a verte en problemas! ¡Somos Sacerdotisas del Misterio Femenino!
—Seréis sacerdotisas muertas si interferís conmigo o con mi propiedad —dijo Reith. Siguió cabalgando, pasando junto a ellas, hacia el recinto, dejando a las sacerdotisas con la vista clavada en su espalda. Desmontó, ayudó a bajar a la muchacha, y entonces comprendió por qué su instinto lo había enviado en persecución de los Ilanth, pese a todas las advertencias de su buen juicio.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
Ella reflexionó, como si Reith le hubiera preguntado la más desconcertante de las adivinanzas, y finalmente respondió con desconfianza:
—Mi padre es el señor del Palacio de Jade Azul. —Luego añadió—: Somos de la casta de los Aegis. Algunas veces soy anunciada como Flor de Jade Azul, y en ocasiones menos protocolarias como Flor de Belleza, o Flor de Cath... Mi nombre de flor es Ylin-Ylan.
—Todo eso es más bien complicado —murmuró Reith, y la muchacha asintió, como si ella también considerara el asunto muy profundo—. ¿Cómo te llaman tus amigos?
—Eso depende de su casta. ¿Eres noble?
—Sí, por supuesto —dijo Reith, no viendo ninguna razón para reconocer lo contrarío.
—¿Tienes intención de hacerme tu esclava? Si es así, no resultará adecuado que uses mi nombre de amigo.
—Nunca he tenido ningún esclavo —dijo Reith—. La tentación es grande, pero... creo que mejor usaré tu nombre de amigo.
—Puedes llamarme la Flor de Cath, que es un nombre de amigo formal, o, si lo deseas, mi nombre de flor, Ylin-Ylan.
—Eso bastará, por el momento al menos. —Observó el recinto y luego, tomando a la muchacha del brazo, la condujo hasta el salón principal de la posada, y allí hasta una mesa en la pared del fondo. Luego estudió a la muchacha, Ylin-Ylan, la Flor de Belleza, la Flor de Cath.
—No sé qué demonios hacer contigo.
Fuera en el recinto, las sacerdotisas estaban discutiendo con el jefe de la caravana, que escuchaba grave y educadamente.
—Puede que el problema se me escape de las manos —dijo Reith—. No estoy demasiado seguro de mis derechos legales.
Traz acudió a reunirse con ellos. Observó con desaprobación a la muchacha.
—¿Qué es lo que pretendes hacer con ella?
—Veré de llevarla de vuelta a su casa, si es que puedo.
—Si lo haces, obtendrás lo que quieras —le dijo ansiosamente la muchacha—. Soy la hija de una casa notable. Mi padre te construirá un palacio.
Ante aquello la desaprobación de Traz disminuyó, y miró hacia el este como viendo ya el viaje.
—No es imposible —dijo.
—Para mí sí lo es —dijo Reith—. Tengo que ir en busca de mi espacionave. Si deseas llevarla tú a Cath, hazlo, y consigue así una nueva vida.
Traz miró dubitativo a las sacerdotisas.
—Sin guerreros ni armas, ¿cómo puedo llevar a alguien como ella a través de las estepas? Seremos esclavizados o muertos a la primera ocasión.
Baojian, el jefe de la caravana, entró en la estancia y se acercó a ellos. Habló con una voz carente de entonación.
—Las sacerdotisas me piden que respalde su petición, cosa que no voy a hacer, puesto que la transferencia de propiedad ocurrió fuera de la caravana. De todos modos, he aceptado plantear la pregunta: ¿cuáles son tus intenciones respecto a la muchacha?
—Eso no es asunto de ellas —dijo Reith—. La muchacha es ahora propiedad mía. Si desean alguna compensación, deben pedírsela a los Ilanth. Yo no tengo ningún asunto con ellos.
—Ésta es una afirmación razonable —observó Baojian—. Las sacerdotisas lo comprenden, aunque protestan por su desgracia. Me siento inclinado a aceptar que han sido expoliadas.
Reith estudió si el rostro del jefe de la caravana seguía siendo impasible.
—Solamente estoy pensando en términos de derechos de propiedad y de la seguridad de la transferencia —declaró Baojian—. Las sacerdotisas han sufrido una gran pérdida. Para su rito se necesita una cierta clase de muchacha; han tenido mucho trabajo para procurarse una participante idónea, tan sólo para perderla en el último minuto. ¿Qué te parece si te pagaran un derecho de recuperación... digamos la mitad del precio de una mujer de características comparables?
Reith agitó negativamente la cabeza.
—Puede que hayan sufrido una pérdida, pero eso no es de mi incumbencia. Después de todo, ni siquiera han venido a alegrarse con la muchacha por la recuperación de su libertad.
—Sospecho que no están de humor para alegrías, ni siquiera en una ocasión tan festiva —observó Baojian—. Bien, les comunicaré tus observaciones. Indudablemente tomarán otras medidas.
—Espero que la situación no afecte las condiciones de nuestro viaje.
—Por supuesto que no —declaró enfáticamente el jefe de la caravana—. Prohíbo terminantemente el robo y la violencia. La seguridad es mi máximo lema en el negocio. —Hizo una inclinación de cabeza y se fue.
Reith se volvió a Traz y Anacho, que había acudido a unirse al grupo.
—Bien, ¿y ahora qué?
—Es como si ya estuvieras muerto —dijo Traz lúgubremente—. Las sacerdotisas son brujas. Tuvimos a varias de ellas entre los Emblemas. Las matamos, y las cosas fueron a mejor.
Anacho inspeccionó a la Flor de Cath con la misma fría indiferencia que habría usado con un animal.
—Es una Yao Dorada, una estirpe extremadamente antigua; híbridos de los Primeros Cobrizos y los Primeros Blancos. Hace ciento cincuenta años se volvieron arrogantes y construyeron algunos mecanismos avanzados. Los Dirdir les dieron una buena lección.
—¿Hace ciento cincuenta años? ¿Cuánto dura un año en Tschai?
—Cuatrocientos ochenta y ocho días, aunque no veo la relación que pueda tener esto con el asunto.
Reith calculó. Ciento cincuenta años de Tschai eran el equivalente a aproximadamente doscientos doce años de la Tierra. ¿Coincidencia? ¿O habían enviado los antepasados de la Flor aquel mensaje por radio que lo había traído a él a Tschai?
La Flor de Cath estaba mirando a Anacho con aborrecimiento.
—¡Tú eres un Hombre-Dirdir! —dijo con voz ronca.
—Del Sexto Estado: disto mucho de ser un Inmaculado.
La muchacha se volvió hacia Reith.
—¡Ellos torpedearon Settra y Balisidre; querían destruirnos, por envidia!
—«Envidia» no es la palabra adecuada —dijo Anacho—. Vuestra gente estaba jugando con fuerzas prohibidas, cosas que están más allá de tu comprensión.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Reith.
—Nada —dijo Ylin-Ylan—. Nuestras ciudades fueron destruidas, y los receptónos y el Palacio de las Artes, y las Tramas de Oro... los tesoros de miles de años, ¿es de extrañar que odiemos a los Dirdir? ¡Más que a los Pnume, más que a los Chasch, más que a los Wankh!
—Anacho se alzó de hombros.
—Yo no tuve nada que ver con la eliminación de los Yao.
—¡Pero lo defiendes! ¡En el fondo es lo mismo!
—Hablemos de alguna otra cosa —sugirió Reith—. Después de todo, eso ocurrió hace doscientos doce años.
—¡Hace tan sólo ciento cincuenta! —le corrigió la Flor de Cath.
—Cierto. Bien, volvamos a ti. ¿No te gustaría cambiarte de ropas?
—Sí. He llevado éstas desde que esas innombrables mujeres me secuestraron en mi jardín. Y me gustaría bañarme. Me daban sólo el agua suficiente para beber...
Reith montó guardia mientras la muchacha se aseaba, luego le tendió unas ropas de la estepa, que no hacían distinción entre hombres y mujeres. Finalmente salió, aún húmeda, llevando unos pantalones grises y una túnica color tostado, y bajaron de nuevo al salón principal, y salieron al recinto, para descubrir una atmósfera de urgente excitación causada por los Chasch Verdes, que se habían aproximado a menos de un par de kilómetros del recinto. Había hombres en las piezas de artillería entre las rocas; Baojian estaba conduciendo sus piezas a las distintas aberturas para cubrir todos los flancos.
Los Chasch Verdes no parecían querer atacar inmediatamente. Trajeron sus propios carromatos, los alinearon en una larga hilera, y erigieron un centenar de altas tiendas negras.
Baojian tironeó irritado de su barbilla.
—La caravana norte-sur no se unirá jamás a nosotros con los nómadas tan cerca. Cuando sus exploradores vean el campamento regresarán con el aviso. Preveo un retraso.
La Gran Madre lanzó una indignada exclamación.
—¡El Rito se celebrará sin nosotras! ¿Tenemos que enfrentarnos con impedimentos a cada instante? Baojian alzó las manos implorando razón.
—¿Acaso no puedes ver la imposibilidad de abandonar el recinto? ¡Vamos a vernos obligados a luchar! ¡Tendremos que hacerlo lo queramos o no!
—¡Envía a las sacerdotisas a danzar su «Rito» delante de los Chasch! —gritó alguien.
—Ahórrales el suplicio a los pobres Chasch —se burló otra voz. Las sacerdotisas se retiraron, furiosas.
El anochecer cubrió la estepa. Los Chasch Verdes encendieron una línea de fogatas, ante las cuales podían verse pasar sus altas siluetas. De tanto en tanto parecían detenerse y mirar hacia el recinto.
—Son una raza telepática —dijo Traz a Reith—; saben lo que piensan los demás. A veces parecen leer los pensamientos de los hombres... yo dudo que lo hagan, pero... ¿quién sabe?
En el comedor fue servida una frugal cena de sopa y lentejas, a media luz para impedir que los Chasch pudieran descubrir las siluetas de aquellos que estaban de guardia. A un lado, algunos hombres jugaban. Los Ilanth bebían alcohol, y empezaron a mostrarse rudos y pendencieros, hasta que el posadero les advirtió que en su establecimiento seguía una política similar a la del jefe de la caravana, y que si deseaban pendencia deberían ir fuera a la estepa. Los tres se apaciguaron en su mesa, los sobreros echados de medio lado sobre sus amarillentos rostros.
El salón principal empezó a vaciarse. Reith llevó a Ylin-Ylan la Flor de Belleza a una habitación al lado de la suya.
—Cierra tu puerta por dentro —le dijo—. No salgas hasta mañana. Si alguien intenta abrir la puerta, golpea la pared para despertarme.
Ella lo miró a través del umbral con una expresión inescrutable, y Reith pensó que nunca había visto una mirada más atractiva. La muchacha preguntó:
—Entonces, ¿realmente no pretendes hacerme tu esclava?
—No.
La puerta se cerró, el cerrojo interior resonó en su sitio. Reith fue a su propia habitación.
Pasó la noche. Al día siguiente, con los Chasch Verdes aún acampados ante el recinto, no había nada que hacer excepto esperar.
Reith, con la Flor de Cath a su lado, inspeccionó con interés los cañones de la caravana, los denominados «lanzaarena». Supo que las armas arrojaban efectivamente arena, cargando electrostáticamente cada grano, acelerándolo violentamente hasta casi la velocidad de la luz y aumentando la masa de cada grano un millar de veces. Esos granos de arena, al golpear un objeto sólido, penetraban en él, liberando su energía en forma de explosión. Las armas, supo Reith, eran equipo Wankh anticuado, y estaban grabadas con escritura Wankh: hileras de rectángulos de diferentes formas y tamaños.