Creo que me dormí. Cuando abrí los ojos, estábamos en una carretera de montaña. Cuando salimos de la autopista y entramos en una carretera que no conocía, aún estaba despierta. Durante el trayecto, nos entretuvimos charlando del maestro, que había sido mi profesor y que no tuvo ningún reparo en recordarme que mis notas de japonés no eran precisamente brillantes. Hablamos también del tabernero, que se llamaba Satoru, y de una especie de seta llamada
modashi
que crecía en las montañas adonde nos dirigíamos. Podríamos haber profundizado en cualquiera de aquellos temas de conversación. Podríamos haber entrado en detalles sobre el
modashi
o sobre lo estricto que era el maestro en clase, pero cada vez que decíamos algo Satoru apartaba la vista de la carretera para mirarnos, así que tanto el maestro como yo procurábamos hacer comentarios lo más triviales posible.
El coche ascendía lentamente por la carretera de montaña. Satoru subió un poco la ventanilla, que estaba abierta. El maestro y yo hicimos otro tanto con las ventanillas traseras. El aire era un poco más fresco. Oíamos nítidamente el trinar de los pájaros en el bosque.
Llegamos a una bifurcación. Uno de los caminos que seguían estaba asfaltado, mientras que el segundo era una pista de tierra. Tomamos el camino de tierra y al poco rato Satoru detuvo el coche, bajó y echó a andar cuesta arriba. El maestro y yo lo observábamos desde los asientos traseros.
—¿Adónde irá? —pregunté.
El maestro se encogió de hombros. Bajé la ventanilla y noté el aire fresco de la montaña. Los pájaros se oían más cerca. Eran poco más de las nueve, y el sol estaba bastante alto.
—¿Crees que podremos volver a casa, Tsukiko? —me preguntó el maestro súbitamente.
—¿Cómo?
—Es que me da la impresión de que no saldremos de aquí nunca más.
—¡Qué tontería! —le respondí.
Él se limitó a sonreír, mirando por el retrovisor sin despegar los labios.
—¿Está cansado? —inquirí.
El maestro sacudió la cabeza.
—En absoluto.
—Si quiere podemos volver a casa, maestro.
—¿Por qué deberíamos volver?
—Pues…
—Prefiero que sigamos juntos. Me da igual adónde vayamos.
—Ajá.
El maestro parecía delirar. Lo observé por el rabillo del ojo, pero no noté nada extraño en su expresión. Estaba tranquilo y sereno como de costumbre, con el maletín a su lado y la espalda tiesa. Mientras yo examinaba al maestro, Satoru volvió al coche acompañado de un hombre. Los dos eran idénticos. Cuando llegaron al coche, abrieron el maletero, descargaron el equipaje rápidamente y se lo llevaron cuesta arriba. Pronto volvieron y se fumaron un cigarrillo junto al vehículo.
—¡Buenos días! —nos saludó el segundo hombre, que ocupó el asiento del copiloto.
—Este es mi primo Toru —nos presentó Satoru.
Eran como dos gotas de agua. Tenían la misma cara, la misma expresión y la misma constitución física. Hasta el aire que respiraban era el mismo. Se parecían en todo.
—Así que tú eres el admirador del sake Sawanoi —le dijo el maestro.
Toru se volvió hacia nosotros, a pesar de que ya se había abrochado el cinturón.
—El mismo —respondió jovialmente.
—Yo prefiero el sake de Tochigi.
Satoru se volvió, imitando exactamente el movimiento que había hecho su primo, y reemprendimos la marcha cuesta arriba.
—¡Cuidado! —gritamos el maestro y yo.
El coche pasó rozando la valla de seguridad.
—Eres un memo —dijo Toru, sin alterarse.
Satoru soltó una carcajada y enderezó el volante. El maestro y yo exhalamos un segundo suspiro de alivio. Los pájaros trinaban en las profundidades del bosque.
—¿Piensa subir vestido así, maestro?
Al cabo de media hora de haber recogido a Toru, Satoru paró y apagó el motor. Los dos primos y yo llevábamos vaqueros y zapatillas de deporte. Nada más bajar del coche, Toru y Satoru hicieron un par de flexiones de rodillas. Yo también hice estiramientos. El maestro era el único que estaba tieso como un palo. Llevaba una americana de tweed y zapatos de piel. Era de estilo anticuado, pero parecía ropa de calidad.
—Se va a ensuciar —le advirtió Toru.
—No me importa —replicó el maestro, y se cambió el maletín de mano.
—¿Por qué no deja el maletín en el coche? —le propuso Satoru.
—No creo que sea necesario —rechazó el maestro tranquilamente.
Empezamos a subir por un camino que se adentraba en el bosque. Satoru y Toru llevaban mochilas parecidas a la mía, pero mucho más grandes. Eran especiales para montañeros. Toru encabezaba la marcha y Satoru iba el último.
—Subir es la parte más pesada —observó Satoru, que caminaba detrás de mí.
—Tienes razón —jadeé.
—Sí, hay que subir despacito —dijo una voz idéntica a la de Satoru, que procedía de más arriba.
El maestro subía a un ritmo constante, sin perder el aliento. Yo ascendía entre jadeos. De vez en cuando se oía un repiqueteo, como un martilleo muy rápido.
—¿Qué es eso? ¿Un cuco? —preguntó el maestro. Toru se volvió hacia él.
—No, es un pájaro carpintero. ¿Es usted aficionado a los pájaros, maestro? —le preguntó—. Picotean el tronco de los árboles para comerse los insectos, por eso hacen ese ruido.
—Son unos escandalosos —rió Satoru desde la retaguardia.
La pendiente era cada vez más pronunciada, y el camino no era más ancho que un sendero trazado por animales. A ambos lados del camino crecía la maleza otoñal, que nos rozaba la cara y las manos mientras avanzábamos. Los colores del otoño todavía no habían teñido los árboles de la falda de la montaña, pero la zona donde nos encontrábamos estaba cubierta de hojas rojas y amarillas. A pesar de que el aire era fresco, yo estaba empapada en sudor porque no solía hacer ejercicio. En cambio, el maestro parecía fresco como una lechuga, y llevaba el maletín como si no notara su peso.
—Veo que está acostumbrado a subir montañas, maestro.
—Tsukiko, esto ni siquiera puede considerarse una montaña.
—Ya.
—¡Escucha! Otra vez el ruido del pájaro carpintero comiendo insectos.
Pero yo no me sentía capaz de hacer esfuerzos suplementarios y seguí caminando sin despegar la vista del suelo.
Toru, o tal vez Satoru, observó que el maestro estaba en plena forma. Como iba mirando al suelo, no supe de dónde procedía la voz. Satoru, o quizás Toru, me dio ánimos para que siguiera adelante con la excusa de que yo era mucho más joven que el maestro. El sendero subía y subía sin parar. Los silbidos, gorjeos y un sinfín de sonidos varios se sumaban al martilleo del pájaro carpintero.
—Ya falta poco —anunció Toru.
—Sí, era por aquí —corroboró su primo.
Toru se desvió del camino bruscamente y se adentró en la espesura. Cuando dejamos atrás el camino, tuve la sensación de que el aire era más denso.
—Aquí hay algunos. ¡Cuidado con los pies! —advirtió Toru mirándonos.
—Intentad no pisarlos —reiteró Satoru desde abajo.
El suelo era húmedo. Un poco más adelante, la maleza desaparecía y los árboles ocupaban su lugar. La pendiente se hizo más suave, y la ausencia de maleza en los bordes del camino permitía avanzar con más comodidad.
—Aquí hay algo —dijo el maestro.
Toru y Satoru se acercaron despacio.
—¡Qué curioso! —exclamó Toru, agachándose.
—¿Es un
cordyceps sinensis
? ¿El hongo que se alimenta de larvas de insectos? —quiso saber el maestro.
—El huésped es todavía muy grande.
—Es una especie de larva.
Hablaban todos a la vez.
—¿Qué clase de seta es ésa? —pregunté en voz baja.
Con la punta de un tronco, el maestro escribió en el suelo «cordyceps sinensis».
—Veo que en clase de ciencias naturales tampoco prestabas mucha atención, Tsukiko —me sermoneó.
Cuando intenté protestar, alegando que aquello no me lo habían enseñado nunca en clase, Toru soltó una sonora carcajada.
—En la escuela nunca te enseñan las cosas que verdaderamente importan —dijo, y siguió riendo.
El maestro guardó silencio, sin alterarse, hasta que Toru dejó de reír.
—Con la disposición adecuada, las personas podemos aprender muchas cosas en cualquier lugar —explicó sin perder la calma.
—¡Qué gracioso es tu profesor! —me dijo Toru, y siguió riendo durante un buen rato.
El maestro sacó una bolsa de plástico del maletín, introdujo el hongo en el interior con delicadeza e hizo un nudo en la punta. A continuación guardó la bolsa en el maletín.
—Sigamos adelante. Entraremos en el bosque para encontrar setas comestibles —dijo Satoru adentrándose en la espesura.
Nos dispersamos y echamos a andar examinando cuidadosamente el suelo. El elegante traje de tweed del maestro se confundía con los árboles y producía el mismo efecto que un uniforme de camuflaje. Creía que estaba justo delante de mí, pero si apartaba la vista durante un segundo y volvía a mirar, ya se había esfumado. Entonces lo buscaba, sorprendida, para descubrir que se encontraba a mi lado.
—¡Estaba aquí, maestro! —exclamaba yo.
—No me he movido en todo el rato —respondía él misteriosamente, con una risita disimulada. Entre los árboles, el maestro se transformaba por completo. Parecía un legendario habitante del bosque.
—¿Maestro? —lo llamé de nuevo, inquieta.
—Ya te he dicho antes que no me he movido de aquí, Tsukiko.
Fuera como fuese, el maestro seguía adelante sin darse cuenta de que yo me estaba quedando rezagada.
—Es que eres una despistada, Tsukiko. Si estuvieras más centrada, eso no te pasaría —me reconvenía él, que avanzaba sin mirar atrás. Oíamos el martilleo muy cerca de allí. El maestro se internaba en el bosque. Mientras seguía su silueta con la mirada, me pregunté de nuevo qué estaba haciendo allí. Su traje de tweed aparecía y desaparecía entre los árboles.
—¡Aquí hay muchas!
La voz de Satoru retumbó desde las profundidades del bosque.
—Es una colonia entera, ¡hay muchas más que el año pasado! —confirmó la lejana voz de Satoru, o tal vez fue la de Toru, desde algún lugar recóndito.
E
staba mirando al cielo.
Me había sentado en un gran tronco. Toru, Satoru y el maestro habían desaparecido en el bosque. Desde el lugar donde estaba, el martilleo del pájaro carpintero era casi inaudible. Otros pájaros trinaban en su lugar.
La humedad impregnaba todos los rincones. La tierra no era lo único que estaba empapado: las hojas de los árboles, la maleza, los hongos, los innumerables microbios que habitaban el subsuelo, los insectos que se arrastraban por la superficie, los bichos alados que volaban en el cielo, los pájaros que descansaban en las ramas y los animales más grandes del interior del bosque llenaban el ambiente de vida y de rebosante humedad.
Entre las copas de los árboles se vislumbraban pequeñas manchas azules. El follaje parecía una red extendida a lo largo del cielo. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, detecté muchas formas de vida entre la maleza: musgo, pequeñas setas de color naranja y unas nervaduras blancas que probablemente pertenecían a una especie de moho. Vi escarabajos muertos, infinitas variedades de hormigas, insectos de toda clase y mariposas que dormían en los reversos de las hojas.
Me sorprendió estar rodeada de tantas criaturas vivas. En la ciudad siempre estaba sola, aunque estuviera con el maestro. Creía que en las ciudades sólo vivían criaturas de gran tamaño. Sin embargo, al reflexionar sobre el asunto me di cuenta de que en la ciudad también estaba rodeada de seres vivos. Nunca estábamos solos. Aunque en la taberna sólo hablara con el maestro, Satoru también estaba allí, así como una multitud de clientes habituales cuyas caras me resultaban familiares. Aun así, nunca había considerado a los demás personas de carne y hueso. No había caído en la cuenta de que cada uno de ellos tenía su propia vida, llena de altibajos como la mía.
Toru regresó.
—¿Va todo bien, Tsukiko? —me preguntó. Llevaba un puñado de setas en cada mano.
—Todo bien, gracias —respondí.
—Deberías habernos acompañado —me reprochó Toru.
—Tsukiko es una chica muy romántica —tronó la voz del maestro detrás de nosotros. Acto seguido, surgió de entre las sombras de los árboles. Hasta entonces no había percibido su presencia porque llevaba ropa de camuflaje, o tal vez por su forma discreta de caminar—. Ha preferido quedarse aquí sola, ensimismada en sus pensamientos —añadió—. ¿No es así, Tsukiko?
Su americana de tweed estaba cubierta de hojitas secas.
—Las mujeres son muy sentimentales —dijo Toru con una estruendosa carcajada.
—Así es —afirmé sin alterarme.
—¿Nos ayudas a preparar la comida, señorita romántica? —me pidió Toru, que abrió la mochila de Satoru y sacó una cacerola de aluminio y un hornillo portátil—. ¿Puedes ir por agua?
Me levanté de un salto. Me indicaron el lugar donde se hallaba una pequeña fuente, un poco más arriba. La encontré entre dos grandes rocas. Cogí un poco de agua con las manos y me la llevé a los labios. Estaba fría y era ligera. Repetí el gesto varias veces.
—Pruébela —le ofreció Satoru al maestro, que estaba sentado encima de una hoja de periódico, con la espalda recta.
Bebió un sorbo de la sopa de setas.
Satoru y Toru cocinaron las setas que habían reunido a lo largo de la mañana. En primer lugar, Toru las limpió de tierra y barro. Satoru cortó las más grandes y dejó enteras las pequeñas. Las salteó todas en una pequeña sartén. A continuación, las metió en un cazo con agua hirviendo, añadió un poco de miso y las coció durante un rato.
—Anoche estuve estudiando un poco —dijo el maestro.
Sujetaba entre ambas manos un tazón de aluminio, muy parecido a los que había antiguamente en los comedores de los colegios, y soplaba para enfriar la sopa.
—¿Estudiando? Es usted un profesor de pura cepa —repuso Toru, que sorbía su sopa enérgicamente.
—Hay muchas setas que son venenosas y no lo parecen —explicó el maestro.
Pellizcó una seta con los palillos y se la llevó a la boca.
—Así es.
Satoru ya había despachado su primera ración de sopa y estaba rellenando su tazón.
—Es evidente que nadie se comería una seta de aspecto venenoso.
—Maestro, no diga esas cosas mientras comemos —le pedí, pero no me hizo caso, como de costumbre.