—Por mí podemos partir ya.
—Bien. Deberíamos haber dejado la ciudad atrás antes de que se haga de día.
Abrieron la puerta angosta de uno de los muros que rodeaba el patio y, a paso lento, la cruzaron y salieron a una estrecha callejuela por la que solo pasaban los caballos en fila india. Doblaron la esquina y se incorporaron a una de las calles principales, silenciosa y desierta a esas horas. Las fachadas de las casas devolvían el eco de las herraduras. Un cruce, otro más, luego pasaron bajo un arco y el pavimento de la calle se convirtió en gravilla y luego en tierra. A campo abierto, el frío y la negrura de la noche salieron a su encuentro.
Estaba todo tan oscuro que Helena apenas distinguía su mano, pero su yegua se acomodó al paso de los demás caballos de modo que pudo aflojar las riendas. Contemplaba con asombro el cielo, las estrellas, que parecían tan cercanas: un primoroso baldaquín abovedado por encima de ellos que se unía, allá a lo lejos, en el horizonte, con la tierra por la que cabalgaban. Había un silencio increíble, estaba todo tan silencioso que los cascos de los caballos resonaban en la lejanía.
Los movimientos regulares del caballo sumieron a Helena en un estado de duermevela que le hizo perder toda conciencia del tiempo. Podían llevar minutos o también horas cabalgando. La noche fue encaneciendo de una manera apenas perceptible. Se distinguían los primeros contornos guarnecidos por un azul oscuro, la tierra seca llena de guijarros, arbustos bajos y hierba, algunos árboles aislados de tronco nudoso, las formas aplanadas de las mesetas a ambos lados del horizonte. El cielo se iba iluminando y al principio destacó el blanco, luego el azul. Una luz dorada comenzó a elevarse a sus espaldas, tiñéndose rápidamente de naranja, luego de rojo y, cuando Helena miró por encima del hombro, vio la bola cegadora del sol, que parecía capaz de fundir la silueta ya lejana de Jaipur en la llanura, dentro de las robustas murallas, como un dado tirado por un jugador. Los caballos comenzaron espontáneamente a moverse a trote ligero, llevando a sus jinetes ágilmente por aquella tierra pedregosa.
Ian, que iba a la cabeza de la caravana, aminoró la marcha hasta ponerse a la altura de la yegua alazana de Helena.
—¿Todo bien?
Helena asintió con la cabeza.
Durante un rato cabalgaron en silencio, uno junto al otro, antes de que Helena le dirigiera la palabra.
—Aquí en el exterior no parece preocuparte la ley del
purdah
—no pudo evitar decir.
Ian soltó una carcajada.
—Muy ingeniosa esa observación. Pero, a fin de cuentas, el arte consiste en saber instintivamente cuándo hay que cumplir tales leyes y cuándo es innecesario. —La miró divertido antes de tirar de las riendas y dirigir su caballo de nuevo delante.
Rajiv
el
Camaleón
.
El sol fue ascendiendo, calentó la llanura y, hacia mediodía, hizo vibrar el aire a ras de suelo. Helena se quitó el chal y la chaqueta, se desabrochó los botones superiores de la camisa y dejó que el sol le diera en la cara. ¡Cuánto tiempo había tenido que privarse de esa calidez, de esa luminosidad que parecía penetrar por cada poro de su piel hasta llegar al interior de su alma!
Exceptuando los pequeños descansos cada pocas horas en los que desmontaban para tomar agua y una comida ligera consistente en
chapati
con carne y verduras frías, cabalgaron ininterrumpidamente hasta que el sol se hundió detrás de las montañas en un cielo en llamas.
Ataron los caballos a las ramas robustas de un árbol. Con habilidad, los hombres desplegaron lonas, clavaron estacas en la tierra y levantaron dos tiendas de campaña. Encendieron un fuego, prepararon té y, mientras los hindúes trataban de localizar y espantar escorpiones y culebras con palos y chasqueando la lengua, Helena cayó en un sueño profundo, muerta de cansancio y con los músculos doloridos, dentro de una de las tiendas de campaña, sobre un sencillo lecho de mantas y sábanas, con Jason recostado sobre el brazo.
Los días fueron pasando con monotonía. No era tanto el esfuerzo físico lo que hacía tan fatigosas las jornadas como la monotonía, el trote de los caballos, el silencio y el paisaje sin un alma. Solo en contadas ocasiones un ave que echaba a volar o una serpiente deslizándose interrumpían el silencio de los jinetes. Helena no conseguía siquiera llevar la cuenta de los días que llevaban viajando, ¿era el cuarto o solo el tercero? Incluso los colores embriagadores de los amaneceres y las puestas de sol quedaban desdibujados por el gris de las horas monótonas. Al mismo tiempo, sin embargo, el cuerpo de Helena se fue habituando a ese ritmo y ya no caía de inmediato en su cama de campamento al anochecer, exhausta, en cuanto la preparaban. Podía relajar un poco los músculos dando vueltas alrededor del campamento, aspirando profundamente la frescura creciente del aire del atardecer, tan agradable en la piel de la cara y de los brazos tostados por el sol.
Corría una brisa ligera en la llanura que agitaba las hojas de los arbustos y alborotaba el pelo de Helena. Se ciñó aún más el chal a los hombros; desde la pequeña elevación al pie de la cual habían levantado el campamento nocturno, miró la inmensidad aparentemente infinita de la región de Rajputana, que se extendía ante ella bajo la luz plateada de las estrellas. En alguna parte se deslizó rápidamente un lagarto entre el polvo. Muy lejos chilló un animal, una, dos veces; aquel sonido quejumbroso hizo que Helena se estremeciera; pero allí, cerca de las tiendas de campaña, custodiada por los guerreros rajputs de rostro serio y atento bajo el turbante, se sentía segura.
Regresaba a paso lento; la arena y las piedras crujían bajo sus botas. Los caballos relincharon suavemente cuando pasó a su lado, sus bridas tintinearon. Helena pasó una mano con ternura por una grupa, por un cuello, les habló en un tono tranquilizador. Eran animales hermosos, robustos y recios, de un temperamento tranquilo y tenaz. Volvió a asombrarse de cómo lo habían dispuesto todo hasta el más mínimo detalle, como si Ian hubiera planeado con mucha antelación ese viaje. O como si lo hubiera realizado con frecuencia... El repentino deseo de algo que no habría sabido nombrar la hizo abrazarse al cuello de uno de los caballos y apretar el rostro contra la piel caliente que olía a tierra, a sol y a vida.
—Les gustas.
El corazón de Helena se aceleró, pero pasó un instante antes de que levantara la vista y mirara a Ian a la cara. Se separó del caballo y lo acarició confusa sobre los ollares. El oscuro semental que estaba a su lado agachó la cabeza y empujó suavemente a Ian, que comenzó de inmediato a acariciar al caballo entre las orejas.
—Los caballos perciben si una persona es buena o mala, me dijo una vez mi padre —dijo ella suavemente.
Ian rio.
—Entonces yo no debo de ser mala persona. —En aquella oscuridad pudo ver que se encendía de pronto una chispa en sus ojos antes de recuperar la seriedad—. ¿Lo echas en falta?
Helena se encogió de hombros, mirándolo con intensidad por encima de la cabeza del caballo.
—No era el mismo después... después de morir mi madre. Desde aquel día vivió en un mundo propio. Intentara lo que intentara, ya no fui capaz de penetrar en él. He llegado a pensar que murió con ella, mucho antes de que nos abandonara definitivamente. Jason lo lleva mejor porque nunca lo conoció de otra manera... —Se le quebró la voz.
Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, pero solo se dio cuenta cuando Ian le pasó la mano por ellas. Se dejó arrastrar hacia él, permitió que él la estrechara y la retuviera entre sus brazos. En su abandono y desamparo, se aferró a Ian y lloró en su hombro las lágrimas que se habían congelado en su interior. Él la besó delicadamente en el pelo, en las sienes, en las mejillas. Los dos se miraron, nada más un instante en el que Helena vio reflejado en los ojos de Ian su propio dolor antes de que se oscurecieran y ella creyera despeñarse en la profundidad de su mirada. No le sorprendió sentir los labios de él en los suyos, cálidos y blandos. Las lágrimas volvieron a brotar, esta vez lágrimas de felicidad y de liberación que manaban de sus párpados cerrados cuando por fin decidió devolverle el beso, un beso en el que no había ningún ansia, sino solo una ternura infinita. Ian la abrazaba con mucha delicadeza, como si pudiera quebrarla, pero firmemente, de modo que ella percibía los latidos de su corazón contra la piel. Sabía a tabaco, a té y a sal. Abrió los labios espontáneamente y un torrente de lava fluyó ardiente por ella cuando la lengua de él tocó la suya. Le recorrió las mejillas con los labios, dejándole quemaduras en la piel mientras susurraba «Helena, mi dulce y pequeña Helena» con un hilo de voz antes de regresar a sus labios. Por un instante Helena creyó que se disolvía, que era tierra, cielo y el propio Ian a la vez. Entonces algo pareció rasgarse en ella; lo apartó de sí y retrocedió trastabillando. Luego echó a correr en dirección al fuego, cuyas llamas crepitaban en la noche. Buscó refugio en el interior de la tienda de campaña, junto al cuerpo de niño de su hermano profundamente dormido.
Cuando al día siguiente desmontaron las tiendas y se pusieron en camino, ella evitó corresponder a las miradas de Ian. Y, pese a que se sintió aliviada cuando él, sin dirigirle la palabra, volvió a colocarse a la cabeza del grupo de jinetes, también se sentía molesta por esa distancia que había decidido mantener. «No ha significado nada para él, yo no significo nada para él, no más que todas las demás con las que se ha divertido hasta ahora...» Alzó la cabeza con tozudez y soberbia, pero por detrás de sus ojos ardían las lágrimas y se sentía miserablemente.
Un día más a caballo en aquella estepa, indistinguible de las precedentes, y, sin embargo, le pareció a Helena que transcurría aún más lento que los anteriores. Respiró profundamente cuando se detuvieron por fin al atardecer para montar el campamento.
Apenas se había bajado de la yegua cuando se adentró a toda prisa en la incipiente oscuridad para buscar un lugar tras los arbustos a bastante distancia del campamento. Con la cabeza apoyada en las manos, sentada en la tierra, intentaba poner orden a la vorágine de sus pensamientos y de sus emociones encontradas, pero no lo conseguía. El sonido de tierra suelta y de algunas piedrecitas la hizo ponerse de pie sobresaltada. Ian le tendía en silencio un té humeante en una sencilla taza esmerilada.
—Gracias. —Le costó decirlo. De una manera misteriosa, él parecía saber siempre lo que más necesitaba en cada momento.
Ian vaciló y, a continuación, se sentó en una piedra, a su lado.
—Espero que el viaje no te esté resultando demasiado incómodo y fatigoso.
Helena sacudió la cabeza y sopló por encima del té caliente antes de tomar un sorbo con mucho cuidado.
—No. —Lo miró de soslayo—. Tampoco a ti parece importarte mucho, en cualquier caso.
—No nací bañado en oro, si te refieres a eso. Vivíamos con sencillez cuando era niño. No padecimos hambre, eso sí, pero no disponíamos de ninguna comodidad ni de ningún lujo.
Helena intentó imaginarse a Ian de pequeño. ¿Había sido alegre y vivaz o más bien silencioso, retraído? No habría sido capaz de decirlo; le parecía prácticamente imposible que el hombre que estaba a su lado hubiera sido alguna vez un niño. Ese pensamiento la afligió.
—Pero éramos felices —añadió con voz apenas perceptible.
«Como nosotros en aquel entonces, en la isla de Cefalonia», añadió Helena para sus adentros.
—¿No lo eres en la actualidad?
Ian soltó una carcajada breve y seca.
—La felicidad... Hace mucho que olvidé lo que es.
Una sensación cálida, tierna, de infinita tristeza, recorrió a Helena. Volvió a sentir el impulso de tocarlo, de consolarlo, pero algo la reprimía. «Ámelo. Eso es lo único que puede salvarlo, y lo único que él teme...» Esas palabras de Lakshmi Chand le vinieron a la mente. ¿Era esa la razón de su rechazo siempre que ella daba un paso hacia el acercamiento? ¿La hería él siempre porque ella se le había acercado en exceso? «No olvide nunca que usted es la más fuerte.»
Acercó a él una mano con precaución, le pasó los dedos por el pelo, indistinguible por su negrura de la noche que los envolvía a los dos. Casi tan asombrada por el tacto sedoso de su pelo como por la audacia de su iniciativa, contuvo involuntariamente la respiración. Sin embargo, no sucedió nada durante un instante que duró una eternidad, hasta que Ian, de un modo apenas perceptible, apoyó la cabeza en la palma de su mano rozándola apenas. Ella notó cómo disfrutaba y se relajaba. Era como si bajo su mano se desmoronara un muro, un castillo de naipes. También notó la arista de su cicatriz, que desataba persistentemente una sensación de dolor en su corazón. ¿Por qué podía acercarse a él únicamente bajo la protección de la oscuridad?
Era claramente consciente del crepitar del fuego. Luego oyó los gritos de llamada de los hombres.
Ian estampó un beso suave en su palma, un beso que le quemó la piel, antes de soltarla.
—Nos están buscando —dijo suavemente con la voz tomada—. Regresemos antes de que nuestra ausencia desate el pánico. Esta no es tierra para que una pareja pase la noche a solas en el exterior. —La sonrisa que se adivinaba a la luz de las estrellas en sus labios y la calidez de su voz fueron nuevas para Helena y removieron alguna cosa en su corazón.
Él se levantó, ella hizo lo mismo y, mientras caminaban uno junto al otro hacia el círculo de luz de la hoguera, sus manos se encontraron espontáneamente, sin su intervención. En Helena germinó la esperanza. «Quizá las cosas vayan bien a pesar de todo, tal vez sea verdad que no está todo perdido.»
El sol había sobrepasado ya el cenit cuando los caballos fueron aminorando el paso hasta que la caravana entera se detuvo finalmente. Helena se sobresaltó porque iba ensimismada. Presionó los costados de la yegua y la condujo prudentemente entre los otros caballos hasta que estuvo delante, al lado de Ian.
—¿Qué ha pasado?
—Ya hemos llegado —dijo él únicamente. Su rostro, bronceado por el sol de los últimos, y sus ojos resplandecían.
Helena siguió la dirección de su mirada. El viento tórrido que barría la llanura azotaba violentamente su camisa sudada y su pelo. Se hallaban al borde de una meseta rocosa por debajo de la cual una pendiente empinada terminaba suavemente en un amplio valle. El suelo cárstico reflejaba en tonos dorados la cegadora luz del sol, y de él se alzaban en la lejanía muros y tejados del color de la arena. Helena parpadeó varias veces creyendo estar contemplando un espejismo, pero la imagen no desaparecía. Incluso a esa distancia distinguía los soportales, los arcos de herradura y las celosías afiligranadas de las ventanas, la delicadeza de las innumerables torres y almenas, voladizos y balcones: una obra de cincel sobre piedra tras las imponentes murallas.