Finalmente, al caer la noche, después de encender Margaret los quinqués con desasosiego, oyeron los cascos de un caballo acercándose. Margaret, para quien era preferible lo peor a la incertidumbre torturadora, se levantó de un salto y salió afuera a toda prisa.
A Helena se le salía el corazón por la boca. Quería hundirse aún más profundamente en su sillón, desaparecer por una grieta del duro tapizado de cuero, pero dio un respingo y, apretando los dientes, se apresuró a sentarse con expresión desdeñosa y todos los músculos tensos para disimular el temblor. No quería concederle además el triunfo de contemplar su derrota. Oyó la voz de Margaret y otra voz grave, de hombre, luego pasos y, tras la figura bajita de Margaret entró una sombra en la estancia que adoptó la forma de un hombre de gran estatura. Los colores vivos de su vestimenta contrastaban intensa, casi dolorosamente, con la sucia luz amarilla de los quinqués. El entorno familiar lo convertía en un personaje aún más extraño para Helena.
El pantalón claro de montar y la chaqueta blanca de corte perfecto, con el cuello alzado, realzaban marcadamente la coloración oscura de su piel, que recordaba la madera noble pulida. Era difícil precisar su edad, pero el gris de su barba poblada y bien cuidada indicaba que debía de haber rebasado ya los cincuenta. Sus ojos oscuros, aún más negros bajo el turbante rojo escarlata, tenían una agradable calidez que pareció extenderse por toda la habitación con una promesa de seguridad y confianza que envolvió a Helena. El alivio, la sensación de estar a salvo de toda iniquidad en la presencia de aquel hombre, casi la hizo prorrumpir en sollozos.
—Buenas tardes, señorita Lawrence. —Le hizo una respetuosa reverencia—. Permítame que me presente. Mohan Tajid, secretario del señor Neville. Por favor, disculpe la hora indecorosa de mi visita, pero el señor Neville insistió en despachar todos los trámites de la boda y de su viaje a Londres antes de que viniera yo a visitarla a usted. El consentimiento de su tutor no nos llegó por mensajero urgente hasta hace media hora.
—¿Cuándo...? —Helena tragó saliva a duras penas.
El hindú la miró con gesto compasivo.
—Mañana al mediodía, a las doce, en la iglesia parroquial de San Esteban.
Helena se quedó mirando fijamente la oscuridad. Se avecinaba tormenta; en el silencio de la noche oía las olas rompiendo contra los peñascos. Su última noche en World’s End... Odiaba aquel lugar desde que se había bajado del coche de caballos que trajo al resto de la familia Lawrence atravesando Inglaterra. No obstante, le resultaba inimaginable tener que irse de allí al día siguiente, al cabo de apenas unas horas.
La puerta se abrió suavemente.
—¿Nela? —Jason, en silencio y descalzo, se acercó a su cama—. ¿Estás dormida?
—No. —La voz de Helena sonó ronca.
—Yo tampoco puedo dormir. —Se metió bajo el edredón, como cuando era pequeño y le daba miedo la oscuridad, se acurrucó a su lado y apoyó los pies helados en las pantorrillas calientes de ella. Permaneció en silencio unos instantes con la vista clavada también en la oscuridad antes de soltar lo que le mantenía despierto.
—Marge dice que te casas mañana, y que luego nos iremos inmediatamente a Londres, en ferrocarril, y después todavía mucho más lejos, por mar, y que yo iré a una escuela en las montañas.
—Sí, Jason, lo que te ha contado Marge es cierto.
—¿Se viene también Marge a la India?
—No —respondió Helena, con el pecho oprimido—. Marge se queda en Inglaterra. Es demasiado mayor para un viaje tan largo. No le sentaría nada bien. —No habían dicho ni palabra al respecto, pero para Helena era un asunto zanjado: debía soportar aquella carga ella sola. Simplemente no soportaba la idea de que Margaret fuera testigo a diario de su humillación.
—¿Podremos visitar a Marge alguna vez?
Helena se esforzó por dar un tinte de confianza y de despreocupación a su voz. ¡Había tantas cosas que ella no sabía y que no estaban en su mano...!
—Claro que podremos, siempre que quieras.
—Marge dice que en la escuela hay muchos libros y que allí tendré amigos, amigos de verdad. —La voz de Jason, progresivamente más suave, subió ligeramente de tono al pronunciar las últimas palabras, como en una pregunta, como si temiera que Helena lo contradijera. Su hermana sintió una punzada en su interior. Nunca se le había pasado por la mente lo mucho que debía haber sufrido Jason en aquel aislamiento de ambos y lo mucho que anhelaba tener compañeros. Lo atrajo hacia sí y le acarició el pelo.
—Los tendrás. Te lo prometo, todo saldrá de maravilla.
Jason se incorporó para mirarla desde arriba, como si hubiera notado algo en la voz de ella que le hizo aguzar el oído. Era como si quisiera leer en su rostro, en la oscuridad, lo que se agitaba en el interior de su hermana.
—Tú lo quieres, de lo contrario no te casarías con él, ¿verdad?
La rabia y la tristeza se agolparon detrás del esternón de Helena, presionando dolorosamente sobre su estómago, haciendo que ascendieran a sus ojos unas lágrimas que trataba de reprimir. Era la rabia de impotencia por el destino, por Ian Neville, que la había obligado a ese matrimonio y a quien ella se había entregado. Respiró hondo, esforzándose por parecer sincera.
—Sí, Jason, le quiero.
Contento, el chico se arrimó cariñosamente a ella y respiró profundamente.
—¡Qué bien! —murmuró mientras su voz se iba haciendo cada vez más débil—. Me hace ilusión la India.
Helena sintió cómo se relajaba su cálido cuerpo de niño, cómo se hacía más pesada la cabeza de Jason en su brazo; su respiración se volvió más pausada y profunda; paulatinamente fue deslizándose hacia el sueño. Por fin, si bien solo silenciosamente, pudo dar curso libre a sus lágrimas. Sabía que había hecho lo correcto, pero no sentía ningún alivio, solo una cólera y un dolor irrefrenables, y maldijo a Ian Neville desde lo más profundo de su alma.
Una sonora risa saltarina y unos pasos ligeros pero estrepitosos calaron amortiguados en la conciencia de Helena. Las pisadas se acercaban con rapidez, una mujer pronunciaba un nombre con intención de ser enérgica pero sin conseguirlo. Entonces se abrió la puerta de par en par y alguien se arrojó sobre ella con ímpetu y se puso a sacudirla y a tirar de ella con fuerza.
—¡Nela, Nela, levántate de una vez, has dormido más que suficiente! Abajo nos espera un desayuno magnífico, panecillos blancos y blanditos con mantequilla y mermelada amarilla y huevos revueltos y chocolate espeso! ¡Vamos, Nela, arriba!
Helena consiguió abrir los ojos solo realizando un gran esfuerzo, como si algo poderoso la retuviera en la negrura del sueño. Jason pataleaba cruzado encima de ella, la acribillaba con una tormenta de entusiasmo, pero apenas la alcanzaban más que algunos jirones de lo que decía. Una sensación de extrañeza se apoderó de ella hasta que, finalmente, se dio cuenta de que era el aspecto de Jason lo que producía ese efecto en ella. Con un elegante pantalón marrón claro entallado, bajo cuyo dobladillo relucían unos zapatos bien lustrados, la camisa de rayas finas, el pelo rebelde cuidadosamente peinado y alisado, parecía un caballero en miniatura. La mirada soñolienta de ella fue fijándose en otros detalles: su camisón de fina batista; el ancho lecho de madera reluciente, casi negra; los almohadones y las mantas primorosamente ribeteados con volantes; el dosel de cama con un motivo de rosas que proseguía en el tapizado de las paredes; un elegante tocador, en el otro extremo del espacioso cuarto, con un espejo dividido en tres; una mesita de patas curvas sobre la cual llamaba la atención un exuberante ramo de rosas de colores distintos. «Rosas en noviembre...»
—¡Ian dijo que, al principio, no vestiríamos ropa hecha a medida, pero que dentro de nada será toda a medida y cosida a mano, como es debido! Sobre todo tú tienes que llevar vestidos maravillosos, ha ido diciendo Ian por las tiendas.
«Ian...» Algunas imágenes sueltas, estáticas, en color sepia como los daguerrotipos, fueron desfilando ante su conciencia: la nave sombría de la iglesia de San Esteban; la solemne y en algunos pasajes emocionada voz del pastor Clucas; Neville junto a ella; este deslizando un fino anillo de oro en el anular de su mano izquierda; los labios de él en un contacto fugaz con los suyos, poco más que un soplo. Luego, la partida de World’s End, que había parecido más bien una fuga por lo precipitada que había sido. Recordó cómo traqueteaba el coche de caballos que se los llevaba de allí por malos caminos; cómo se agarraba firmemente y sin decir palabra a Margaret, mientras Jason iba de un lado a otro de su asiento comentando entusiasmado lo que veía por la ventanilla; la voz grave de Mohan Tajid junto a él, dándole la razón, aclarándole algo o riendo suavemente; la estación de piedra y cristal de Exeter, insoportablemente ruidosa en contraste con el silencio de Cornualles; aquel monstruo de hierro que expelía silbantes chorros de vapor ardiente y en uno de cuyos vagones tapizados se habían adentrado en la noche y, en algún momento, la agradable negrura del sueño en la que ya nada podía tocarla. Palpó el anillo en su mano, duro y frío. Un cepo.
—Buenos días, Helena.
La familiaridad de la aparición de Margaret, ataviada como siempre con su vestido de luto, la expresión suave de sus ojos, llenos de compasión y conocimiento de la culpabilidad a partes iguales, llenó de lágrimas la comisura de sus ojos.
—Buenos días, Marge. ¿Cuánto... cuánto tiempo llevo durmiendo?
—Todo un día y toda una noche. Estabas completamente agotada. El señor Tajid tuvo que entrarte en brazos en la casa. —Margaret titubeó un instante—. El señor Neville quiere verte abajo para el desayuno. Ponte esto. —Tendió a Helena una bata larga de seda azul celeste, con mucho cuidado, como si la finísima tela con delicados encajes pudiera sufrir algún daño en sus desgastadas manos.
Como Alicia en el País de las Maravillas, recorrió el gran pasillo, en cuya alfombra gris se le hundían los pies desnudos. Caminaba asombrada e intimidada por la elegancia de la casa. Todo era de colores suaves: gris pálido, azul celeste, blanco marfil. Cada mueble había sido elegido con gusto exquisito y estaba justo en el lugar adecuado. Bajó deprisa la escalera empinada que conducía a la planta baja. La barandilla era tan suave que parecía hecha de seda, como su bata.
Una sirvienta con cofia blanca y delantal le hizo una reverencia al pie de la escalera y le indicó hacia dónde ir.
—Por favor, todo recto por aquí, señora. El señor Neville la espera en la salita del desayuno.
La gran puerta de doble hoja situada en el extremo opuesto de la salita daba a un jardín semioculto por la niebla matinal londinense. Una mesa alargada cubierta con un mantel blanco ocupaba casi todo el espacio. Diseminados entre la porcelana y el cristal y la plata relucientes había ramitos de rosas blancas. Olía a huevos, café, té y chocolate. Helena notó que se le contraía el estómago.
—Buenos días, Helena. —La estremeció que él utilizara su nombre de pila con tanta naturalidad.
Con las piernas cruzadas embutidas en unos finos pantalones gris claro, Ian Neville estaba sentado a la mesa con un periódico en las manos, mirándola.
—Espero que te hayas recuperado de los agobios del viaje y que no te hayas tomado a mal que me adelantara para estar aquí antes y preparar tu llegada. Ni siquiera yo había contado con regresar de Cornualles con mi esposa y casi toda una familia en el equipaje.
Un sirviente de librea sujetaba una silla que acomodó correctamente bajo Helena cuando esta la ocupó obediente. Sentado frente a ella, Jason se zampó en unos cuantos bocados un panecillo que chorreaba mermelada.
—¿Café, té o chocolate, señora?
—Gracias, Ralph. Chocolate será lo más conveniente —respondió Neville en lugar de Helena—. Tenemos que procurar que la señora recupere fuerzas. —La examinó—. Pensaba que no te quedaría bien el azul celeste. Por desgracia, no había mucho donde elegir con esa calidad. Hace juego con tus ojos, pero te da un aspecto demasiado frío. Mandaremos que te confeccionen una bata, quizá turquesa o lavanda. —Como si esa fuera la conversación más natural del mundo, volvió a enfrascarse en las páginas de su periódico.
Helena bebía a sorbos de su taza. Notaba en la lengua el sabor denso y dulce del chocolate, pero en su garganta se convertía en algo amargo y rasposo que apenas podía tragar.
El sonido crujiente con el que Neville plegó el periódico le hizo dar un respingo. Él echó un breve vistazo al reloj plateado que extrajo de un bolsillo de su chaleco estampado con flores de vivos colores. Con aquel colorido cualquier otro hombre habría tenido un aspecto ridículo; en su caso subrayaban su elegancia y su seguridad en lo referente al gusto.
—Me vas a perdonar, pero me reclaman los negocios. No me esperes para la cena, puede que se me haga tarde.
Salió de la habitación a paso vivo, y a Helena, pese a la calidez del fuego que crepitaba en la chimenea, la invadió un frío espantoso. «Así serán a partir de ahora todas las mañanas... —pensó con desesperación, horrorizada—, mientras viva.»
Con gesto cansino estaba Helena sentada con su camisón cerrado hasta el cuello en el taburete tapizado, frente a su tocador, mientras Margaret le deslizaba suavemente el cepillo plateado por el pelo encrespado, intentando darle brillo. Tenía la mirada clavada en el espejo, en su imagen reflejada, con miedo a descubrir algo en ella. El día transcurría lento, como una pesadilla. Cada hora le parecía infinita. Con la rigidez de una muñeca había soportado que la modista francesa y sus chicas le tomaran medidas. Había asentido como ausente a los comentarios de entusiasmo sobre su altura, su esbeltez y la claridad de su piel mientras le enseñaban patrones para las telas o un encaje. Sin pronunciar palabra, durante la cena había ido empujando con el tenedor por el plato los bocados de rosbif, escuchando sin atender la charla excitada de Jason sobre sus primeras horas de clase con el señor Bryce, que subsanarían, por lo menos en parte, las lagunas más gruesas de sus conocimientos.