—Eso no debe preocuparte en absoluto, Henry. Ya no tendremos que preocuparnos de si vemos o no un cuarto de penique de allí. Si lo conozco bien, nuestro apreciado señor Neville no caerá víctima de la caridad, con toda seguridad. De todos modos, los Lawrence eran una deshonra para la comunidad; cuanto antes la abandonen, mejor.
Sir Henry se recostó en su asiento y contempló con aire inquisitivo a su esposa. Se apercibió de la elegancia de su vestido de tarde de tafetán azul ciruela, de su collar y de los pendientes de oro macizo y refulgentes amatistas.
—Deberías reunir una pizca de compasión por esa pobre criatura y por su destino, tal como dicta tu deber cristiano.
La taza tintineó en el platillo cuando lady Sofia la dejó.
—Me repugna cómo ronda a Alastair y se aprovecha de la falta de malicia de mi chico para colarse en nuestra familia y apoderarse del título. ¡Espero que fueras lo suficientemente hombre para señalarle el camino a la puerta! ¡Estoy segura de que esa culebra debe estar trajinando por los establos intentando embaucar a tu heredero!
—¡Nunca te he pedido nada, Alastair, pero ahora necesito tu ayuda!
Desesperada, Helena se aferró a las mangas del abrigo del joven, que torpemente trataba de evitar la punzante mirada de ella.
—Yo... yo no puedo, Helena, ¡por mucho que quisiera! Mi madre controla la totalidad de mis gastos. Incluso si él me vendiera los pagarés, no podría pagarlos.
—Cuéntale cualquier cosa, invéntate una historia sobre deudas de juego, o dile que te has gastado el dinero por capricho con un fin benéfico. ¡Finge simplemente que quieres comprárselos, agárrale los papeles y arrójalos al vacío!
—No puedo hacer eso, Helena. Eso sería deshonroso. ¡Ian es nuestro invitado!
—¿Es acaso honroso llevarnos a la miseria a nosotros que no tenemos la culpa de la deuda? —Los ojos de Helena echaban chispas. Por la mañana, un mensajero había llevado el escrito en el que Ian Neville, como nuevo acreedor, exhortaba a Helena a saldar en el acto la suma pendiente o desalojar World’s End—. ¡Alastair, tengo que haber reunido el dinero mañana o nos mandará directamente al asilo de pobres! No puedes querer en serio que eso ocurra, ¿verdad? —En vano trataba de retener la mirada de aquellos ojos de aspecto tan femenino, con unas pestañas negras muy largas—. Somos amigos, Alastair. Una vez prometiste, allá en los acantilados, que siempre te ocuparías de mí. ¿No te acuerdas ya?
Eran niños todavía cuando ella se había topado en la playa con el chico pálido y delicado, dos años mayor que ella, con una cabeza demasiado grande para un cuerpo tan delgaducho, aplastado casi por la gravedad de su pelo negro azulado. Sensible y melancólico por naturaleza, era el automarginado innato, algo que los dos tenían en común por muy diferentes que fueran sus caracteres. Nunca cuajó una verdadera amistad entre ellos; se trataba más bien de una tolerancia mutua, unida a la soledad por ambas partes. Cabalgadas interminables por la arena bañada por el mar y horas silenciosas en los acantilados llenaban sus días durante las vacaciones de Alastair, antes de que regresara a Eton y, posteriormente, a Oxford, dejando a Helena más sola que antes si cabe. A comienzos del verano, después de su último año de carrera, había regresado definitivamente a Cornualles para ponerse al corriente de sus obligaciones como futuro hacendado. Sin embargo, algo había cambiado desde entonces entre los dos. Si siempre había contemplado furtivamente a Helena, empezó a mirarla fijamente, sin disimulo, y a contemplar con perceptible avidez cada uno de sus movimientos; finalmente comenzaron los abrazos desmañados, los besos húmedos y nerviosos, los intentos torpes e inexpertos de tocarle los pechos y meterle mano por debajo de las faldas. Furiosa y divertida a partes iguales, ella se había defendido de sus tentativas de aproximación, pero también con bastante frecuencia le había permitido hacerlo porque pensaba que eso formaba parte del proceso de hacerse adulto, pero sobre todo porque no quería perder a Alastair, el único amigo que tenía.
Mudo, el joven Claydon tenía la vista clavada en el suelo pedregoso de la finca y no la miraba. Helena comprendió y soltó el tejido gris guijarro de su abrigo.
—No quieres ayudarme —dijo en voz baja, con amargura—, porque no me quieres lo suficiente.
La invadió el pudor por haberse dejado manosear con tanta buena fe; se sentía utilizada y traicionada. Se volvió para que él no viera sus lágrimas y montó sobre
Aquiles
, que mientras esperaba pacientemente junto a los establos había arrancado algunas tristes briznas de hierba del suelo pedregoso.
—Helena, entiéndeme...
—¡Te entiendo muy bien, créeme —le gritó ella por encima del hombro volviendo grupas—, y no volveré a molestarte jamás, te lo prometo! —Se fue a toda prisa de allí, como si el mismo diablo la estuviera persiguiendo.
Con gesto cansino, Alastair levantó la cabeza hacia las plantas superiores de la casa señorial, sintiendo algo muy cercano al odio. En la ventana del salón de música, con la cortina ligeramente corrida, estaba Ian Neville, que lo saludó con una inclinación apenas perceptible de cabeza.
La quietud paralizaba la casa. En ella la vida nunca había sido fácil; eso se notaba en las preocupantes grietas de los muros. Sin embargo, ahora parecía a la espera de la catástrofe que ya no había manera de evitar, y el frenético tictac de los relojes, similar a un latido vertiginoso y plano, delataba la angustia que se había adueñado de ella. Con el corazón en un puño, Margaret observaba a Jason que, en aquella niebla de un gris pegajoso, hurgaba con una ramita entre las piedras buscando algún gusano o escarabajo con el que combatir el aburrimiento. A primera vista parecía un crío de once años como otro cualquiera del pueblo. Llevaba unos pantalones remendados y sucios, el pelo rubio revuelto y arañazos en la cara y los codos. A quien lo contemplaba con detenimiento, sin embargo, no se le escapaba la seriedad triste que le hacía parecer mucho mayor. Había heredado la melancolía de su padre, aunque quizá se trataba también del recuerdo difuso de aquellos dolores de parto criminales, del aluvión de sangre que lo había arrastrado a este mundo, y de cómo su primer aliento había coincidido con el último de su madre. Apenas había llorado tras la muerte de su padre. Parecía más desconcertado que triste, y justamente eso era lo que afligía a Margaret.
Todavía después de todo aquel tiempo le dolía haber tenido que dejar marchar a Celia tan pronto. Habían sido más que niñera y pupila, habían sido casi como madre e hija. Había acompañado a Celia desde sus primeros pasos inseguros hasta su última hora. El dolor adoptaba un sesgo más grave al no poder ayudar a los dos hijos de Celia en un mundo que se les había vuelto tan desfavorable.
Apartó la vista de la ventana y miró a Helena, que se había acurrucado en uno de los sillones con la mirada perdida. La chica le había dado siempre la impresión de encontrarse sometida a una tensión demasiado grande, como un resorte excesivamente tenso que podía saltar al mínimo roce. Ese día parecía rota, como si se hubiera partido la traba del resorte. Sabía que Helena se reprochaba no haber podido evitar aquella desgracia, a pesar de haberle asegurado que había hecho todo lo que estaba en su mano, y Helena llevaba mal su supuesto fracaso. A Margaret se le encogía el corazón cuando se imaginaba cómo habría de doblegarse la joven en casa de su tía, cómo se marchitaría como un rosal plantado en tierra baldía. No deberían haberla sacado nunca de Grecia, esa era su convicción. Helena era una criatura del sol. Tanta prisa tenía por divisar la luz resplandeciente del verano ateniense que Celia apenas había sufrido con las breves contracciones. Con el frío de Cornualles desapareció el resplandor que había caracterizado siempre a la niña, y Margaret se temía que no volvería a recuperarlo.
Tenían las maletas preparadas en el vestíbulo; solo esperaban la llegada del funcionario ejecutor para hacerle entrega de World’s End y tomar a continuación el camino a casa de Archibald y entrar en ella por la entrada del servicio, como era de suponer, como correspondía a los parientes pobres que pagaban por las faltas de sus padres y se veían obligados a entonar alabanzas por el amor al prójimo y la magnanimidad de sus salvadores. Margaret habría entregado con gusto un brazo o una pierna de haber podido evitar tal destino a sus protegidos, pero dudaba incluso de que el Señor, en su bondad, hubiera aceptado ese sacrificio.
—¿No vas a pensártelo mejor? —preguntó con cautela, rompiendo aquel silencio melancólico.
Helena sacudió la cabeza lentamente, como en trance y, sin embargo, porfiada.
—He dicho que no y es que no. No me voy a vender a ese diablo.
Margaret calló y bajó los ojos. Helena no había sido nunca una criatura dócil. Le habían permitido demasiadas libertades. Pese a su temperamento y a su tozudez, sin embargo, no había tendido nunca al empecinamiento ni a las rabietas. La terquedad colérica con la que, durante esos últimos tres días, había prohibido a Margaret mencionar el nombre de Ian Neville en su presencia demostraba que su ira ciega iba en aumento conforme se estrechaba el cerco en torno a ella. Para Margaret, la perseverancia de ese hombre en emprender todo tipo de acciones que sellaran su ruina era un enigma; movimiento tras movimiento, había ido cerrando cada una de las puertas que habrían podido representar una salida de su apurada situación. El tiempo que les quedaba en World’s End corría imparable. Temía confiar a un completo desconocido a su niña, a quien había acompañado desde su primer segundo de vida, temía dejarla ir a un país impío donde su vida estaría amenazada por el calor intenso y las enfermedades. Pero la idea de entregarla a un destino sin alegría, de solterona y lleno de humillaciones le parecía incomparablemente más cruel. En casa de su tía, Helena arruinaría su vida de una manera lenta pero segura, y deshonrosa además. Todavía quedaba un poco de tiempo; tiempo para agarrar los radios de la rueda del destino y darle otro rumbo a su recorrido. Eligió con todo cuidado sus palabras.
—Un matrimonio concertado no es lo peor, ¿sabes? —Contaba con que Helena se pusiera en pie encolerizada, que replicara con alguna frase cortante, pero no sucedió nada. La muchacha siguió sentada sin moverse, como si no hubiera oído nada, pero el ligero movimiento con el que se abrazó aún más fuerte delataba que estaba prestando atención a Margaret.
—Con el tiempo acaba uno acostumbrándose al otro y tiene libertad dentro de unos límites, especialmente cuando existe un cierto bienestar. En algún momento dejará también de reclamar sus derechos... Los hombres tienen sus medios y sus vías para ello...
Vio cómo corrían las lágrimas, abrasadoras, por las mejillas de Helena. Margaret puso una mano con cuidado sobre su hombro.
—Piensa también en Jason, en su futuro —susurró en la melena indómita de Helena.
Notó que la muchacha volvía la vista hacia la ventana. Su mirada, llena de ternura, era igual que la primera vez que había estado junto a la cuna de su hermano siendo niña.
—Nos tienes a todos en tus manos, Helena y, en particular, a Jason. Todavía estás a tiempo de impedir la desgracia.
Un sollozo recorrió como un espasmo el cuerpo delgado de la joven.
—No puedo, Marge —articuló con un sofoco—. ¡Cualquier cosa, pero esa no! ¡Eso es pedirme demasiado!
De una manera instintiva, Margaret fue por todas.
—¡Se lo debes a Jason, tú eres todo lo que tiene! Nunca te lo perdonarías si lo dejaras ahora en la estacada. Es tan pequeño aún...
Helena alzó la cabeza y la miró entre lágrimas. Margaret conocía a su niña, sabía que no la decepcionaría. Sin prisas, se acercó al secreter, cogió tinta, papel y pluma y se lo tendió. La muchacha se lo quedó mirando todo fijamente, como si en lugar de esos objetos le hubiera entregado una serpiente venenosa, un escorpión o una tarántula; estaba librando una lucha a todas luces violenta consigo misma.
Margaret sintió compasión por ella, obligada como se veía a tomar una decisión de una importancia capital que llevaría su vida irrevocablemente por nuevos derroteros indeseados. Pero la vida le había enseñado a renunciar a los sentimentalismos y a mantenerse firme, aunque aquello rayara en la crueldad.
Con un movimiento atolondrado agarró los utensilios de escritura. «Acepto su oferta», garabateó apresuradamente, y firmó antes de tenderle la hoja a Margaret con la cabeza gacha por el peso de la humillación. Con gesto rápido, Margaret tomó el papel antes de que Helena se lo pensara mejor y lo hiciera trizas llevada por su impulsividad.
—Buena niña... —susurró ronca por el alivio Margaret, y acarició suavemente las mejillas húmedas de Helena antes de apresurarse a hacer llegar el recado cuanto antes a su destinatario.
Inmóvil, Helena escuchó con atención los pasos de Margaret con un estremecimiento angustioso en su interior que seguía creciendo cada vez más y más. Se sentía como si acabara de firmar una sentencia de muerte que la dejaba físicamente con vida, sí, pero que sepultaba en vida su alma.
Fueron pasando las horas, una tras otra, y a cada ruido en las proximidades de la casa las dos mujeres saltaban de la silla, temiendo que el recado hubiera llegado demasiado tarde y que el funcionario ejecutor anunciara su visita. Pero no aparecía nadie, y el silencio y la falta de acontecimientos de aquella tarde que pasaba con tanta lentitud eran insoportables.