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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (11 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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—Bondadoso Richard, ¿qué fantasma acaba de aparecérsele a usted?

—¡Lord William, qué alegría verlo!

Los dos hombres se dieron un cordial apretón de manos.

—La alegría es mía. ¿Cómo le van los negocios?

—No me puedo quejar —dijo Richard Carter con modestia.

El hijo menor del conde de Holingbrooke, un muchacho pecoso, sonrió de oreja a oreja.

—¡Eso quiere decir que sigue usted forrándose con sus dólares! Es envidiable... ¡Desearía tener un olfato tan bueno como el suyo! Aunque, a decir verdad, gracias a usted pude aumentar considerablemente la escasa parte que me correspondió de la herencia familiar.

—Entonces yo tengo que agradecerle a usted la invitación a esta ilustre reunión social. —Richard hizo un gesto que abarcaba el salón de baile y la espaciosa vivienda urbana de lord Chesterton.

Lord William sonrió todavía más e hizo una seña a un sirviente ataviado con librea azul y dorada. De la bandeja que este trajo se sirvieron los dos una copa.

—Sobrevalora usted mi influencia. Aunque usted solo sea un advenedizo llegado de las colonias —dijo, guiñándole el ojo a Richard—, hay aquí suficientes lores y ladies que han de estarle por fuerza tan agradecidos como yo, aunque solo sea porque la mitad de la seda que hay ahí abajo procede de sus hilanderías y tejedurías. ¡Por no hablar de las alhajas que han sido talladas en los talleres de su propiedad!

—Ahora es usted el que sobrevalora mi influencia —dijo riéndose Richard Carter, con un gesto de rechazo.

Lord William dio un trago largo a su escocés y se puso a mirar con aire pensativo el abigarrado trajín de abajo.

—Los tiempos cambian, Richard. Como es natural, las familias de la nobleza seguimos mirando por encima del hombro a la gente de las finanzas, sobre todo si vienen de los Estados Unidos como usted. Sin embargo, tras los venerables títulos nobiliarios ya no hay grandes fortunas. La tradición está bien y es muy bonita, pero hay que pagarla. Casi ninguna familia dejaría escapar a una rica heredera o a un hombre de negocios bien situado como usted... —Miró divertido a Richard, que denotaba también curiosidad—. ¿O hay una pretendiente al título de señora de Richard Carter?

Richard sacudió la cabeza y se quedó mirando su copa.

—Todavía no, por el momento.

Sin saberlo, su interlocutor había tocado un tema delicado. No andaba escaso de contactos sociales, ni en Londres ni en Nueva York o San Francisco. Tenía una apretada agenda de veladas sociales, paseos a caballo y carreras hípicas, funciones teatrales, conciertos, cenas informales en casa de amigos y clientes... Sin embargo, había comenzado a sentirse solo. Llevaba años con los cinco sentidos y el entendimiento dedicados por entero a aprender todo lo imaginable sobre materias primas y las técnicas más modernas para transformarlas. Habían sido años de negociaciones, de búsqueda y detección de las ocasiones más favorables para abrir nuevos mercados e invertir en negocios lucrativos, y poseía tal habilidad en esas labores que ni siquiera la gran depresión de 1873 había llegado a ocasionar algún perjuicio reseñable en sus negocios. Pero le faltaba algo. Cada vez con mayor claridad sentía el vacío en su vida: cuando se sentaba por las noches frente a la chimenea, en su vivienda de la plaza Lafayette, con una copa de vino californiano al lado y un buen libro o el
Ne
w
York Times
en las manos; cuando disfrutaba de una ópera en uno de los palcos con el tapizado rojo y dorado algo deslustrado de la Academia de Música; cuando montaba a caballo por las colinas pardas de sus generosas propiedades de la costa occidental, desde las cuales podía divisar una raya de un azul radiante.

No andaba falto, a ambos lados del Atlántico, de jóvenes damas de buena familia que lo miraban con timidez o de un modo provocador por encima del borde del abanicos, ni de matronas que le presentaban a sus hijas, sobrinas y nietas como por un casual o con todo orgullo y que, a veces, hasta las empujaban literalmente para que alternaran con él. No, no andaba falto, ni Richard Carter era de piedra. Pero nunca había pasado de encuentros fugaces, de ardientes flirteos o de breves relaciones. Quería algo más que una carita mona, una figura atractiva o un carácter virtuoso; estaba buscando a una compañera capaz de embriagar sus sentidos, de emocionar su corazón y de fascinar su entendimiento todo al mismo tiempo.

Sin pretenderlo, miró de nuevo hacia abajo, fijándose en aquella manchita de color entre la multitud. Lord Williams siguió el recorrido de su mirada.

—¿Hay alguien en concreto que haya despertado su interés?

Richard Carter titubeó levemente.

—Allá abajo, junto a la puerta que da al naranjal. La dama joven del vestido rojo.

—¡No hablará en serio, Richard!

—¿Por qué no? —Parecía asombrado.

Lord William sacudió la cabeza.

—Diga ahora también que se le ha escapado a usted el motivo principal de esta velada. Esa joven lady es la sensación de este baile. Es quien ha conseguido pescar hace poco al eterno soltero: Ian Neville. Los caballeros lo envidian esta noche, y las damas la detestan.

—¿Neville? —Richard Carter frunció el ceño—. No me dice nada ese nombre.

—¡Claro que no, su negocio no es el té...! ¿Por patriotismo, acaso?

Lord William aludía con su frase al legendario Motín del Té. Hacía ya un siglo, tras la firma del acuerdo de París, en 1763, que ponía fin a la guerra de los Siete Años entre Inglaterra y Francia, las arcas del reino estaban vacías. La Ley del Timbre de 1765 gravaba con fuertes impuestos distintos productos que, desde Inglaterra, se suministraban a las colonias de América, entre ellos el té, lo cual llevó a los colonos americanos a boicotear los cargamentos. Esos impuestos se suprimieron finalmente y se mantuvo únicamente el que gravaba el té, de tres peniques por libra. Debido a la injusticia que suponía que las colonias pagaran impuestos pero no se les permitiera tener a ningún representante en el Parlamento, comenzó un floreciente contrabando de té proveniente de Holanda. La Compañía de las Indias Orientales perdió de ese modo su cliente más importante y presionó al Parlamento hasta que este aprobó la denominada Ley del Té. La Compañía de las Indias Orientales obtuvo el monopolio de los suministros de té a América; cualquier importación procedente de otras fuentes fue declarada ilegal con efectos inmediatos y prohibida bajo sanción, lo cual fue considerado por los americanos un ataque a sus derechos y sus libertades civiles. En diciembre de 1773 atracaban en el puerto de Boston los primeros tres barcos de la compañía, pero la carga no llegaría a descargarse. Unos hombres disfrazados de indios se colaron a hurtadillas al anochecer en los barcos y arrojaron al agua trescientas cuarenta y dos cajas de té cuyo valor era de diez mil libras, todo ello entre los aplausos de innumerables espectadores. Esa acción, conocida irónicamente como «Boston Tea Party», fue la gota que colmó el vaso y el desencadenante de un proceso que desembocaría algunos años más tarde en la guerra de Independencia norteamericana, durante la que el té se convirtió en el símbolo de la opresión y al final de la cual los Estados Unidos de América serían una nación independiente.

Los dos hombres se miraron y se sonrieron.

—También. Pero a decir verdad, prefiero comerciar con objetos más sólidos que con cajas llenas de hojas secas.

—De todos modos, Neville está haciendo una fortuna con esas hojas secas. Si el té de Darjeeling es el champán de los tés, entonces el de su plantación es el Moët & Chandon.

Darjeeling... Aquel nombre indio tenía para Richard un regusto metálico que hizo bajar rápidamente dando un buen trago de su copa.

Lord William se rascó con aire pensativo la sien, en la que ya tenía algunas canas, a pesar de no haber cumplido siquiera los cuarenta.

—No quiero entrometerme, pero le daré un buen consejo: no se interponga en el camino de Neville.

Richard alzó sus cejas pobladas.

—¿Por qué es tan peligroso ese hombre?

Lord William dio un trago largo, como si tuviera que darse ánimos con la bebida.

—Por todo. Empina el codo como el que más, pero bajo cuerda, sin que se le note, nunca ha tenido una mala baza jugando a las cartas y quien le ha desafiado alguna vez lo ha pagado muy caro. Nadie sabe realmente de dónde es. Un buen día apareció sencillamente por las reuniones sociales de Calcuta, como surgido de la nada, con una inmensa fortuna y el mejor té que jamás se haya vendido en Mincing Lane. Es frío, terminante y escurridizo, y apenas queda un caballero ahí abajo —hizo un gesto con la copa hacia el salón de baile— que no sospeche que le ha puesto los cuernos sin que al mismo tiempo pueda formular la más mínima sospecha.

—¿Y lo siguen invitando a las celebraciones a pesar de todo?

Lord William asintió lentamente con la cabeza.

—Eso es lo raro. Parece ejercer un poder tal sobre las personas que no les deja otra opción... Es como si lo temieran. Inquietante, ¿no le parece?

Richard sonrió de oreja a oreja.

—Parece que estuviera hablando del mismísimo diablo.

Lord William se quedó mirando fijamente la multitud de abajo.

—Algunos creen que lo es.

Richard soltó una carcajada.

—¡Caramba! ¡Una superstición como esa aquí, en el Viejo Mundo! —Se volvió para marcharse.

—¿Qué pretende hacer, Richard?

—Supongo que no está usted dispuesto a presentarme a la señora Neville. Así que lo voy a hacer yo mismo.

Lord William se lo quedó mirando, perplejo.

—¡Está usted loco!

Richard lo miró con calma unos instantes.

—A veces hay que hacer simplemente lo que hay que hacer, aunque se trate de una empresa arriesgada.

Le guiñó un ojo y desapareció entre los caballeros y las damas que conversaban animadamente en la galería.

Helena se arrimó un poco más a la pared con la esperanza de volverse invisible. Pero no lo era, su vestido llamativo se veía de lejos, incluso sumado al arcoíris de las demás prendas de gala.

La seda escarlata rodeaba su cuerpo como el cáliz de una flor; su intenso color y su brillo incomparable resaltaban su piel como el oro. Un corpiño muy ceñido rematado en punta hacía que su talle pareciera frágil; su escote profundo, en forma de corazón, elevaba y realzaba al mismo tiempo el comienzo de sus pechos. Una insinuación de mangas dejaba libres sus hombros. La falda larga con su pequeña cola le caía lisa desde las caderas, y los cortes del tejido, plisados transversalmente en la parte delantera, terminaban por detrás en un pliegue abombado que recordaba una rosa abierta. Un ramo de auténticas rosas rojas adornaba también su pelo, suelto por detrás, con un aspecto sedoso y reluciente gracias a un largo cepillado y al uso de alguna pomada; un torrente de rizos se derramaba espalda abajo. Le pesaba en torno a su cuello el collar macizo de rubíes que Ian le había colocado sin decir palabra cuando la había ido a buscar a su alcoba con frialdad e indiferencia, sin comentar nada, como si ella no fuera nada más que un accesorio inerte.

«Ian...» Helena apretó brevemente los párpados y la mandíbula. Sentía una tremenda vergüenza cada vez que recordaba la bofetada y también lo que la había precedido. Había contado a Margaret y a Jane que había tropezado y se había caído accidentalmente, pero por el modo en que la miraban supo que no creían una sola palabra: tenía los dedos de Ian claramente marcados en la mejilla. Las bolsas de hielo que Jane trajo rápidamente de la cocina habían hecho su efecto, solo una ligera rojez y el brillo apagado de sus ojos desorbitados daban fe de aquella escena terrible, aunque podían explicarse por la emoción que suscitaba en ella el baile.

Emoción... Nada más lejos de lo que estaba sintiendo realmente. Tenía las manos, enfundadas en los guantes hasta los codos, de la misma seda roja que el vestido, heladas y húmedas de miedo. Desde que había cruzado el umbral de la casa de los Chesterton, apoyada en el brazo de Ian, docenas de pares de ojos se habían clavando en ella; incluso en aquel momento, apartada del trajín, la alcanzaba alguna que otra mirada de mal disimulada curiosidad. Había sido presentada a innumerables caballeros y señoras, a cuyas atenciones había respondido ella con una sonrisa congelada en la comisura de los labios, sin prestar atención a nadie con excepción de una dama a la que Ian le había presentado como lady Irene Fitzwilliam. Envuelta en una vaporosa nube de color rosado con encajes negros y resplandeciente de brillantes, había llegado hasta ella flotando, rodeada de un séquito de otras elegantes damas, había arrullado a Ian zalamera y examinado a Helena con una mirada despectiva en sus ojos oscuros antes de dirigirle la palabra.

—Así que aquí tenemos a la joyita que nos ha tenido usted oculta hasta hoy, Ian. Bueno, «señora Neville», ¿cómo se encuentra hasta el momento en nuestra magnífica sociedad londinense?

—Yo... —había balbuceado Helena, confusa por tener que dar una respuesta. Había mirado a Ian como pidiendo auxilio, pero este miraba hacia un punto lejano entre la multitud—. Me temo que no he podido ver mucho hasta el momento. —Había notado cómo se le agolpaba la sangre en el rostro y se había sentido torpe y estúpida.

—¿De verdad? —El abanico de plumas de avestruz negras se abría y cerraba con impaciencia—. Ian, qué malo es usted. ¿Ha tenido a su seductora mujercita oculta en su elegante hogar por algún motivo en concreto? Para usted debió de ser también un cambio demasiado grande venir aquí desde un lugar tan apartado... ¿Qué lugar era? —Había inclinado su rostro inquisitivo en forma de corazón, de una palidez fascinante bajo aquellos rizos oscuros recogidos en los que destellaban innumerables brillantes y que culminaban en unas plumas oscuras.

—Cornualles —había murmurado Helena mirándose el dobladillo del vestido.

—Cierto, Cornualles... ¿No nos había contado usted algo sobre una casa de campo, Ian? ¡Qué pintoresco!

Su séquito había prorrumpido en carcajadas irónicas de aprobación.

Helena se había ruborizado aún más. Antes de que hubiera podido contraatacar, sin embargo, lady Irene había dado un golpecito juguetón a Ian en el brazo con el abanico plegado.

—Escuche, están tocando nuestro vals. ¡No me puede negar usted este baile! —Lo había agarrado del brazo y se lo había llevado a la pista de baile—. Con su permiso, ¿verdad, señora Neville? A fin de cuentas, usted lo tiene para el resto de su vida —había exclamado por encima del hombro a Helena mientras caminaban alegremente para mezclarse con las otras parejas que daban vueltas bailando.

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