El cielo sobre Darjeeling (30 page)

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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Tampoco Shushila parecía cómoda. Miró a Helena con cautela, con los párpados entrecerrados, hasta que esta comprendió que Shushila tenía miedo. Miedo de que Helena prorrumpiera en un ataque de rabia, de que le pegara o de que, incluso, la echara de la casa. Pero a Helena no le salió ninguna palabra de su boca, solo inclinó la cabeza y las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas.

—¡Chisss! —susurró Shushila, y se colocó detrás de Helena—. No llore,
memsahib
.

Con cuidado, le quitó las flores y las hojas del moño. A continuación le sacó las agujas que se lo sostenían y el cabello de Helena cayó espalda abajo libremente. Con peine y cepillo comenzó a desenredárselo con cuidado y a conciencia, alisándoselo. Tras un largo silencio, Helena escuchó la voz tierna de Shushila a su espalda. Se esforzaba por hablar con lentitud y de manera clara, para que Helena entendiera cada palabra que pronunciaba.

—No debe usted pensar mal de
huzoor
. A veces puede ponerse muy furioso, pero eso no le dura mucho. Es un señor justo y nos trata bien a todos. Nunca nos pega y nos da mucho dinero por nuestro trabajo. Casi todos los de esta casa le estamos muy agradecidos por poder trabajar para él. En especial yo. —Permaneció un instante en silencio, como si le resultara difícil continuar hablando—. Mis padres me vendieron cuando yo era muy niña todavía... No había comida suficiente para todos los hijos. Yo me crie en uno de los
lal bazaars
de Calcuta y, cuando fui lo suficientemente mayor y había aprendido todo lo que necesitaba saber, fui entonces una chica
nauj
. Me pegaban con frecuencia y los hombres me trataban muy mal. La cosa fue especialmente grave en una ocasión, y
huzoor
, que estaba presente con otros
sahibs
, lo vio. Le dio mucho dinero por mí a aquella bruja asquerosa, mucho más de lo que yo valía, y me llevó a su casa de Calcuta. Me dio de comer y también ropa limpia y no exigió de mí nada más que ayudara en la cocina. Y volvió a llevarme consigo cuando se vino aquí. Nunca me exigió nada... pero en algún momento lo quise yo también. Eso no resulta nada difícil con un hombre como
huzoor
.

Volvió a enmudecer. En el interior de Helena estaba todo convulsionado. La compasión por el destino de Shushila, un rastro de agradecimiento y un poco de orgullo por haberla sacado del burdel y celos por las noches en que había amado a Shushila formaron un ovillo inextricable en la boca de su estómago. Sin darse cuenta había ido girando en el taburete y, cuando levantó la vista, su mirada se encontró con la de Shushila antes de que esta se apresurara avergonzada a mirar de nuevo los rizos del cabello de Helena. Inspiró profundamente y prosiguió su narración.

—Nunca esperé nada más que lo que recibía, pues esto era ya más de lo que había soñado nunca. Me prometió que me dejaría ir cuando encontrara a un hombre que quisiera tenerme y que me daría incluso una buena dote. Como es natural, yo oía decir todo tipo de cosas, como que
huzoor
prefería en realidad a
memsahibs
de piel clara cuando estaba en Calcuta o en Inglaterra. Pero nunca me encontré con ninguna frente a frente, aunque estaba a la espera. Una vez... una vez le pregunté por qué estaba sin
memsahib
. Él se limitó a reír y dijo que porque no había ninguna que lo soportara ni ninguna de la que no se hartara enseguida.

»Pero cuando llegó el “telegrama” —dijo, utilizando la palabra inglesa— con las indicaciones de cómo había que arreglar esta habitación, entonces supe que había encontrado a su
memsahib
. —Shushila tiró de los pelos sueltos que se habían quedado enganchados en el cepillo y los dejó caer con cuidado en la papelera—. Y cuando estuve esperando su llegada en Bombay y la vi a usted, entonces supe que había elegido bien y también que ya no pasaría ninguna noche más conmigo. Y así ha sido. —Dejó el peine y el cepillo encima del tocador—. ¿Quiere que la ayude a cambiarse de ropa? —preguntó con absoluta naturalidad, como si no hubiera revelado unos instantes antes tantos asuntos íntimos.

Helena sacudió la cabeza. Shushila hizo una breve reverencia y se dirigió hacia la puerta. Se volvió de nuevo.


Huzoor
siempre puso mucho cuidado en no engendrar ningún... ningún hijo del placer, a pesar de que yo deseé con frecuencia concebir uno.

Había abierto la puerta cuando Helena gritó su nombre.

—¡Shushila! —Las dos mujeres se miraron, y lo único que Helena pudo pronunciar fue—:
Shukriya
, gracias.

La hindú juntó las palmas de las manos y se inclinó antes de cerrar la puerta tras de sí.

Con gesto de cansancio contempló Helena su imagen reflejada en el espejo. Tenía la cara hinchada por las lágrimas y los ojos enrojecidos. La había conmovido el destino de Shushila, y se avergonzó de sus celos por haber sido capaz de ver en ella a una rival. A fin de cuentas habría tenido que ser al revés, porque había sido ella, Helena, quien había apartado a Shushila de sus noches con Ian. Sin embargo, Shushila no parecía guardarle rencor, parecía haber aceptado ese hecho sin protestar. Como es natural, Helena ya había intuido que Ian no era ninguna hoja en blanco, que debía haber habido otras mujeres antes que ella, pero aun así... envidiaba a todas y cada una de ellas, pese a que no tenían rostro ni nombre; envidiaba cada minuto que Ian las había mirado, las había acariciado. Pese a todo, él se había casado nada menos que con ella, la muchacha sin encantos, díscola, que no tenía nada que ofrecerle, de la que no podía pavonearse; él, tan bien parecido, tan rico y un hombre de mundo. ¿Por qué?

Su mirada resbaló por el escote cuadrado del vestido orlado con una labor de encaje verde, escote que apenas podía contener su pecho, que tan exuberante se había vuelto. Se levantó y se contempló en el espejo grande, volviendo a un lado y del otro, se puso las manos en el talle, se puso de espaldas y se contempló por detrás mirándose por encima del hombro. Nunca antes había prestado tanta atención a su imagen. Se acercó al espejo, se apartó los mechones de pelo del rostro y se los pasó por encima de los hombros para formar un moño en la coronilla.

¿Era guapa? No lo sabía. ¿Le gustaba a Ian? Tampoco sabía eso. Alastair Claydon había dicho un día que tenía el cabello como un campo de cereal maduro a la luz del atardecer y unos ojos como el mar en un hermoso día de verano, y ella se había burlado de él porque sus palabras le habían sonado muy bobas. ¿Sería cierto? Examinó su rostro, cada vez con más atención, hasta que la nariz chocó con el cristal frío. Asustada de su vanidad, se apartó apresuradamente del espejo y dejó vagar su mirada por el cuarto. ¿Era verdad eso que había contado Shushila de que Ian lo había mandado amueblar y decorar para ella? ¿Solo para ella? Con aire meditabundo se mordió el labio inferior. Tenía mala conciencia por haber creído que la habitación reflejaba el gusto de otra mujer. Sin embargo, tampoco se alegraba de ese hecho... Volvió a examinar con atención su reflejo en el espejo.

¿Por qué se había casado Ian con ella? ¿Por qué no lo había hecho con Amelia Claydon, que era mucho más guapa? ¿Por qué no con una dama de la alta sociedad de Londres o de la misma Calcuta? ¿Quizá porque la encontraba algo atractiva? Desgarrada entre el deseo de ser guapa y el miedo a ser una pava presumida y empingorotada como Amelia Claydon, tardó un buen rato en llamar a Yasmina.

Avergonzada, luchaba por encontrar las palabras justas.

—Me gustaría ponerme guapa para... para
huzoor
—dijo por fin—. ¿Sabes qué le gusta?

Yasmina estaba entusiasmada. Hizo ir a un puñado de chicas que se dispusieron enseguida a calentar el agua para el baño, a mezclar aceites y esencias. Iban y venían de la cocina con frasquitos llenos de hierbas machacadas. Frotaron y embadurnaron a Helena, la peinaron y depilaron durante muchas horas. A regañadientes, tuvo que reconocer que disfrutaba de todo. Finalmente, Yasmina escogió un
choli
colorado y anaranjado y la tira correspondiente de seda con ribetes bordados de colores rojo y dorado, y envolvió a Helena en él. De un cajón del tocador sacó una cajita de palo de rosa. Helena jadeó cuando Yasmina lo abrió. En aquel expositor aterciopelado había un abigarrado montón de collares, anillos y brazaletes de oro y plata, algunos con piedras de color turquesa, azul claro, rojo, verde, azul marino, transparente.

—¿De dónde sale todo esto?

Yasmina la miró sorprendida.

—¡De
huzoor
, por supuesto! —Al ver la mirada de asombro en los ojos de Helena, se apresuró a añadir—: ¡Seguramente quería darle una sorpresa a usted,
memsahib
!

Helena se decidió por un collar sencillo de rubíes engastados en oro, algunos brazaletes dorados y una cadena fina con cascabeles para los tobillos. Yasmina la agarró de los hombros y la hizo girar ante el alto espejo. Entretanto había oscurecido y los quinqués extendían su reflejo dorado por la habitación.

Helena apenas se reconoció, y no se dio cuenta de que Yasmina se iba con una sonrisa de satisfacción. Su piel brillaba aterciopelada, sus ojos resplandecían y el cabello le caía en rizos relucientes por la espalda. El
choli
le quedaba apretado y el sari marcaba las redondeces de su cuerpo, tan novedosas para ella. Tenía un aspecto extraño, bello y seductor. Estaba impaciente por que Ian la viese de ese modo, enseguida. Se quedó una eternidad contemplándose en el espejo, de cerca, de lejos, de costado, por todos lados; no se cansaba de verse reflejada. Agitada, daba unos pasos por la habitación y regresaba de nuevo al espejo; se alisaba la seda, gozaba con el tacto de su piel, se sentía sensual y femenina.

Sin embargo, el tiempo iba transcurriendo y, con cada hora de espera, se iba apagando su buena disposición. Era ya noche cerrada y dejaron de oírse ruidos en la casa, pero Ian seguía sin regresar. Desalentada, se sentaba en el taburete, se levantaba, daba unos cuantos pasos y se dejaba caer en la cama.

Por fin, en plena noche, oyó los pasos de Ian subiendo pesadamente la escalera. Corrió apresuradamente hacia la puerta, se compuso una vez más el pelo y salió al pasillo.

—¿Ian?

Aunque estaba ante ella tieso como una vela, vio que había bebido, que había bebido mucho. Lo pudo oler incluso estando a varios pasos de distancia. Llevaba la camisa desabrochada, el pelo desordenado, las botas polvorientas, el abrigo colgando indolentemente de los hombros.

—¿Dónde has estado? —preguntó ella tímidamente—. Te he esperado todo el día.

La miró unos instantes, pero Helena no estaba segura de si se había dado cuenta de la ropa que llevaba, de lo que había cambiado en ella. Se esforzó por sonreír, pero las comisuras de sus labios se crisparon porque él siguió obstinadamente en silencio.

—¿Dónde iba a estar? —respondió finalmente, con aspereza—. ¡Pues engendrando bastardos!

Helena se sobresaltó cuando él cerró estrepitosamente la puerta de su dormitorio. A paso lento y cabizbaja se retiró de nuevo a su habitación. Con lágrimas de rabia se desprendió de la seda, liberándose del sari con violentos movimientos. Se puso el camisón, temblorosa. Al meterse en la cama bajo la mantita ligera, se sintió pequeña, fea e infinitamente humillada.

Apenas llevaba durmiendo unas horas cuando la despertó un alboroto de voces y pasos apresurados. Permaneció aturdida todavía unos instantes antes de salir de la cama y abrir la puerta con cautela. Una de las chicas pasaba presurosa por delante en ese momento, con ojos de sueño.


Kyaa húaa
, ¿qué ha pasado? —le preguntó Helena en un susurro.

La muchacha titubeó e hizo un gesto con la mano como indicando que
memsahib
volviera a la cama, pero luego se lo pensó mejor y le soltó a Helena un torrente de palabras, de las que ella solo entendió algunas como «
huzoor
» «yegua», «potro», antes de correr escaleras abajo.

Helena dudó unos instantes si regresar a su cama, pero se había despejado. Se apresuró a ponerse una blusa y unos pantalones, se sujetó el pelo en la nuca y se calzó las botas; a continuación, se fue corriendo abajo.

La noche era fresca. Lloviznaba, apenas poco más que una neblina y, sin embargo, le castañetearon los dientes. Abrazándose, corrió a grandes zancadas a los establos. Ya de lejos vio luz y reconoció una, dos siluetas en movimiento sobre el fondo más claro. Un mozo de cuadras la miró asombrado y la saludó con un murmullo cuando entró.

Dentro el ambiente era cálido y los caballos la recibieron con su olor familiar y la miraron por encima de sus boxes con curiosidad, inquisitivos; uno o dos de ellos relincharon con cierta inquietud. El box central del lado derecho estaba más iluminado que el resto del establo, y Helena vio a Mohan Tajid de pie en la puerta abierta. La situación debía ser realmente muy seria, porque no se había tomado siquiera la molestia de enrollarse el turbante y vestía una camisa sencilla y pantalones de montar. Era la primera vez que lo veía sin tocado en la cabeza. Su pelo corto, que antaño debió de ser negrísimo, había encanecido casi por completo, si bien seguía teniéndolo muy espeso. La vio y ella se quedó allí parada. Fue un instante terrible, porque temía que la conminara a marcharse con un gesto. En lugar de eso, inclinó la cabeza brevemente, y Helena creyó percibir una sonrisa en su cara. Se acercó un poco más, con cautela.

Ian estaba arrodillado junto a una yegua negra que yacía sobre la paja, contra un rincón, con los costados hinchados, a punto de reventar. Helena no sabía si él había llegado a dormir algo; llevaba la misma camisa que unas horas antes, solo que ahora daba la impresión de estar lúcido y sobrio.

Al tiempo que exploraba el cuerpo del animal le hablaba en un tono tranquilizador. La yegua estaba atemorizada y era evidente que sufría mucho; su respiración era rápida, superficial; tenía los ollares y los ojos dilatados. Miró cansada a Helena, aunque no pareció verla. Helena se sentía impotente. Entendía poco de caballos, solo sabía cómo montarlos y cuidarlos, pero nunca había asistido al parto de una yegua.


Sarasvati
—susurró Mohan a su lado—. Es su primer potrillo.
Shiva
es el padre. Hasta esta noche todo parecía ir bien y apuntaba a un parto normal, pero ahora... —Se encogió de hombros, confundido.

—¿Y un veterinario? —susurró Helena como respuesta. Mohan sacudió la cabeza.

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