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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (36 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Se avergonzaba de su curiosidad, y sin embargo era incapaz de domeñarla. Suavemente, como si temiera despertar a alguien de la casa, se levantó y cogió el quinqué para iluminar los contornos de la habitación. Resiguió las paredes, levantando un poco cada uno de los cuadros con escenas sobre la historia de la India y su mundo mitológico y también un paisaje al óleo del Kanchenjunga para ver si escondían una caja fuerte. Nada. Tan decepcionada estaba que le habría gustado dar una patada y soltar algún improperio. ¡Tenía que encontrar algo por fuerza, era imposible que no hubiera nada que le proporcionara al menos una pista, un indicio!

Con resolución, subió a toda prisa la escalera débilmente iluminada. Frente a la puerta del dormitorio de Ian se detuvo un instante en el que su conciencia luchó con su tentación, pero el ansia irrefrenable de saber cosechó un triunfo fácil.

Iluminó el recorrido hasta la cómoda, situada en la parte derecha, donde dejó el quinqué y dio una vuelta a la mecha para obtener más luz antes de ponerse a mirar. Había pasado muchas veces junto a la puerta abierta de ese cuarto y nunca había osado echar en él más que una mirada fugaz: sabía que el dormitorio de Ian era territorio prohibido y por eso se sentía como una intrusa. En la disposición del mobiliario, la habitación era exactamente el reflejo de la suya pero algo más sencilla, más masculina, con maderas de brillo cálido y cojines oscuros, la cama ancha con sábanas de lino blanco sin adornos. ¿Sería allí donde habían tenido lugar sus encuentros con Shushila? Desterró rápidamente ese pensamiento y fue abriendo uno tras otro los cajones de la cómoda con espejo. Encontró en ellos utensilios de afeitado, una cajita con gemelos y alfileres de corbata, un peine, pañuelos con las iniciales bordadas; todo sencillo pero noble y solo lo más indispensable. Helena estaba arrodillada en ese instante frente a la puerta de la parte inferior derecha, hurgando entre pedazos de jabón y pañuelos cuidadosamente doblados, cuando un sonido suave la sobresaltó. Se levantó de golpe. Ella y Shushila se miraron asustadas las dos, ambas desconcertadas e inmóviles por igual.


Memsahib
—murmuró finalmente Shushila, apretándose contra el pecho de manera más firme su bata de color verde y con el pelo cayéndole sobre los hombros como una madeja de lisa seda negra—. He oído ruido y he venido a ver qué era.

—Yo... yo... —tartamudeó Helena. Luchaba por encontrar las palabras, una justificación plausible, pero fue en vano y acabó por agachar avergonzada la cabeza. Una sonrisa comprensiva se dibujó el rostro moreno de Shushila.

—Sé lo que busca,
memsahib
, pero no encontrará nada.
Huzoor
es un hombre con un pasado, eso lo sabemos todos aquí, aunque no tenemos conocimiento de nada con una mayor exactitud. Él lleva siempre consigo ese pasado, él a solas, en su corazón. Eso lo puede leer cualquiera en sus ojos.

—¿Y por qué no me cuenta absolutamente nada de ello? —preguntó Helena en voz baja, más para sí misma que para la otra, sin darse cuenta de que hablaba en hindustaní.

—Porque la quiere proteger a usted de ello,
memsahib
—respondió Shushila con calma.

—No me lo creo —replicó Helena, irguiéndose y apartándose el pelo con un movimiento enérgico—. ¿De qué tiene que protegerme? —Miró retadora a Shushila.

La joven hindú permaneció en silencio unos instantes, como si ponderara bien sus palabras.

—Hay secretos que son peligrosos y me parece que
huzoor
tiene uno de esos secretos —repuso finalmente.

—¡Tonterías! —Helena estaba acalorada, y las punzadas de celos por el hecho de que Shushila conociera tan bien a Ian casi le cortaron la respiración; sin embargo, antes de que pudiera continuar hablando la interrumpió Shushila con dulzura.

—Entonces dígame que no le da ningún miedo eso que ha visto usted en sus ojos.

Helena bajó la vista, plenamente consciente de que era incapaz de contradecir a Shushila. Luchó consigo misma, con su orgullo, antes de preguntar en voz baja:

—¿Qué puedo hacer entonces?

—Usted es muy fuerte,
memsahib
, tiene corazón de luchadora. Procure solamente que él no la arrastre consigo al abismo. Buenas noches,
memsahib
. —Con una ligera reverencia se despidió Shushila y cerró suavemente la puerta tras de sí.

Helena permaneció todavía un rato más allí, absorta en sus pensamientos tras la conversación con Shushila. Finalmente, se encaminó con paso cansino a su propia habitación, con la débil esperanza de que se hiciera pronto de día.

24

No era infrecuente que
memsahib
saliera a cabalgar a primera hora de la mañana por iniciativa propia, y Helena estaba contenta de que ninguna de las chicas ni ninguno de los mozos de cuadra le hicieran preguntas. Montó sobre
Shaktí
vestida con una blusa y pantalones de montar diciendo únicamente al marcharse que no la esperaran para la comida, que tal vez se le hiciera tarde, y se marchó al galope. No quería que se le notara demasiado, pero tenía muchísimas ganas de salir de la casa y dejarlo todo a sus espaldas.

Richard la estaba esperando al sur del término municipal, tal como habían acordado. Helena era ciertamente muy osada, pero no quería jugarse su reputación dejándose ver por la ciudad en compañía de un hombre desconocido y sin carabina. Involuntariamente, espoleó a
Shaktí
cuando lo vio de lejos montado sobre su robusto caballo con un lucero claro, vestido él con su ligero traje marrón de montar. Cuando se volvió hacia ella, una sonrisa le iluminó el rostro.

Cabalgaron algunos kilómetros hacia el sur por un camino que ascendía empinado por las colinas. Espigadas plantas y hierbas silvestres altas rozaban sus botas y los costados de los caballos; una y otra vez veían los destellos del sol matutino en las piedras de arroyos borboteantes. Algunas aves de color terroso los acompañaban gorjeando, se posaban a una distancia prudente y levantaban el vuelo de nuevo asustadas, batiendo ruidosamente las alas. Encajadas entre roquedales y cuestas, rodeadas por bosques de coníferas, se extendían las plantaciones de té color verde intenso, sin un alma ahora que no había ya nada más que hacer allí hasta que el monzón las empapara e hiciera crecer nuevos brotes. Apenas hablaban, entre otras razones porque el angosto sendero con frecuencia solo les permitía cabalgar en fila india. Finalmente alcanzaron su meta, el punto más alto del sur, la Colina del Tigre. A sus pies estaba la ciudad de piedra enjalbegada y madera oscura. Entre las casas, los árboles parecían manchas de musgo. Más allá, a lo largo del horizonte, destacaba la muralla del Himalaya, pelada y kárstica, con surcos y vertientes azuladas y también de tonos grises y violeta.

Helena señaló las cumbres que se intuían tras el velo espeso de nubes, del que continuamente se desprendían jirones que se dirigían hacia ellos.

—Aquello de allí es el Kanchenjunga. Según la leyenda, es la montaña sagrada de Kailash, detrás de la cual se oculta el paraíso de Shiva.

—Aquí parece que cada piedra ha sido acuñada por los dioses —murmuró Richard meditabundo, con las gruesas cejas fruncidas, dejando vagar la mirada por el agrietado cuerpo de aquella cordillera—. La India es un país antiguo en el que numerosos pueblos y culturas han dejado las huellas de sus manos y pies desde hace varios milenios. Lo leí en algún lugar —se apresuró a añadir cuando captó la perpleja mirada de soslayo de Helena.

—¿Los Estados Unidos no son así?

Richard sacudió la cabeza.

—Los Estados Unidos son un país nuevo, un país virgen, vacío y ancho. Lo que hay allí tan solo tiene unas pocas décadas de antigüedad y la velocidad a la que crecen las ciudades es vertiginosa. El país vibra de energía, como si no pudiera esperar para dar el siguiente paso hacia delante. Allí no hay pasado, apenas hay presente y el pensamiento se concentra solo en el futuro, en visiones de lo que es posible, de lo que tal vez sea posible. En los Estados Unidos parece simplemente que todo lo es, no parecen existir límites para el afán de avanzar y de progresar.

Siguió hablando con entusiasmo de Nueva York, «la ciudad más grande y maravillosa de todo el país», tal como proclamaba una guía turística, que contaba con casi dos millones de habitantes; del amplio Central Park, con su lago artificial, donde la gente acudía los domingos a pasear; de la primera línea del Metropolitan Elevated Railway inaugurada hacía cinco años, una línea de ferrocarril que recorría la ciudad y cuyos vagones circulaban por vías situadas a una altura de dos pisos; del puente de Brooklyn, maravilla de la arquitectura, que salvando el East River uniría los barrios de Brooklyn y Manhattan, para lo cual se habían levantado pilares siete veces más altos que la mayoría de las casas de cuatro pisos de Manhattan, y cuyo puente colgante, que ese mismo año iba a ser tendido con cables de acero, cubriría una distancia de casi dos kilómetros.

Le habló con pasión de Broadway, la espina dorsal del comercio de la ciudad, y de centros comerciales como Macy’s, construidos en su mayor parte con hierro colado, bajo cuyo techo podía comprarse prácticamente de todo.

Describió la ciudad de San Francisco, todavía mucho más pequeña que Nueva York pero no por ello menos ambiciosa y floreciente; de las colinas de California, sus interminables playas de arena, los viñedos y huertos de frutales; de lo grande que era el interior del país; de la agreste belleza de las praderas llenas de bisontes, que solo estaban esperando a ser explotadas y urbanizadas en cuanto estuvieran listas las tres nuevas líneas de ferrocarril.

Le contó cosas sobre Australia, el continente rojo y árido del que importaba piedras; sobre las elegantes calles de París, la ciudad mundana con sus cafés, bares, teatros y clubes nocturnos.

También le habló de la planta siderúrgica en la que había comenzado a trabajar antes irse a probar suerte a la costa occidental, en las fatigosas minas, en busca de minerales. Las ganancias obtenidas con esa actividad le habían permitido abrir su primer negocio, y otro más, y luego fundar su primera fábrica con un préstamo después de la Guerra de Secesión y regresar a la costa oriental, desde donde sus negocios se iban expandiendo más y más: acero, hilanderías, talleres de afilado, inmobiliarias...

Fue un mundo desconocido el que abrió para ella con sus palabras y sus gestos durante ese día y el siguiente y los otros que siguieron mientras subían a caballo por las colinas o caminaban por las praderas o estaban sentados al sol. Helena escuchaba con atención y se quedaba asombrada al ver ante ella las calles y las casas y las personas que él describía en su relato, los paisajes y ciudades que no se parecían en nada a lo que ella había visto hasta entonces. Al principio no se atrevía apenas a contar cosas sobre sí misma, de dónde era, lo que había visto y vivido. Su propia vida y su mundo le parecían pequeños e insignificantes en comparación. Sin embargo, Richard insistía con obstinación y no desperdiciaba ninguna ocasión para hacerle preguntas, y la escuchaba pacientemente con mucha atención.

—¿Dónde ha aprendido usted a cabalgar tan bien? —le preguntó cuando desmontaron jadeantes después de una rápida cabalgada por una pradera florida.

Helena ató las riendas de
Shaktí
en una rama quebrada a la que se aferraban los tallos de una orquídea rosa.

—Sobre un asno.

Richard levantó las cejas con gesto interrogativo y Helena respondió a su asombro con una carcajada.

—Mi padre me puso sobre un asno cuando yo era todavía muy niña. En Grecia los animales de montura y de carga eran en su mayoría asnos, y me montó por puro capricho. Me parece que es el recuerdo más temprano que conservo de él: cómo me sube al asno y me sujeta la mano mientras el animal sigue trotando como si tal cosa.

—¿Y no tuvo usted miedo? —Richard se quitó la chaqueta y la dejó colgando indolentemente de su hombro mientras caminaban lentamente entre la hierba alta.

Helena sacudió la cabeza.

—No, mi padre estaba allí. Estaba segura de que no me sucedería nada mientras él estuviera cerca de mí.

Richard calló y se puso a perseguir atentamente con la mirada cada uno de los pasos de sus botas.

—Debe de haber sido magnífico crecer así —dijo circunspecto tras una breve pausa—, con tanta libertad y naturalidad, al sol meridional.

Helena asintió con la cabeza. Se agachó a recoger una de las flores que erguían sus cabecitas de color amarillo y naranja por encima de las briznas de hierba cimbreándose suavemente al viento, la cortó y se puso a darle vueltas entre los dedos.

—Lo fue, sí. —Respiró hondo, mirando el cielo azul guarnecido por delicadas nubes estriadas—. Desearía que no hubiera tenido que acabarse tan rápido esa época.

Con melancolía recordó que también el tiempo que pasaba con Richard se acercaba inexorablemente a su final; había que contar con el regreso de Ian y, aunque ninguno de los dos lo mencionaba, ella se daba cuenta de que también Richard lo tenía presente. No imaginaba lo que sería no volver a ver a Richard; las horas con él eran algo que le pertenecía únicamente a ella, algo sobre lo que solo decidía ella. Le pareció insoportable tener que volver a despegarse de esa sensación de libertad, de ligereza y de despreocupación a la que se había habituado con tanta rapidez.

Llegó hasta ella la voz suave de Richard.

—¿No es siempre terrible que la infancia, la edad de la inocencia, termine abruptamente cuando a uno lo arrancan de un sueño que tenía por real?

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