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Authors: Nicole C. Vosseler

Tags: #Romántico

El cielo sobre Darjeeling (59 page)

BOOK: El cielo sobre Darjeeling
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Si Winston había dado la espalda a la India en algún momento de los diez años transcurridos desde entonces, sus posibilidades de averiguar algo sobre él serían casi nulas.

No obstante, de una cosa se enteraron con relativa rapidez: Winston Neville, cuyo nacimiento estaba inscrito en el registro parroquial de la ciudad de Burton Fleming, Yorkshire, el 30 de abril de 1817, tercer hijo de George Neville e Isabell Neville, con apellido de soltera Simms, había sido declarado desaparecido a finales de 1844 y muerto un año más tarde. «Desaparecido, presumiblemente caído al honroso servicio de la patria y de la Corona», tal como rezaba en las actas de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Esa era la versión oficial que se le dio también a la familia de Winston, orgullosa de su heroico hijo soldado, y de la cual solo seguía vivo un hermano de Winston. William Jameson, que había salido ileso de la rebelión en su Jardín Botánico de Saharanpore y era ya esposo y padre de varios niños, no había vuelto a saber nada de Winston. A Mohan Tajid le parecía mezquino y deshonroso mandar a terceros para tantearlo a él, a quien tenían que agradecer que les hubiera encontrado refugio en el valle del Kangra, pero sabía que lo más inteligente era mantener sus pesquisas en el mayor de los secretos.

Su búsqueda resultó infructuosa durante muchos meses. Entonces apareció por fin un rastro. Alguien se acordaba del inglés alto y fornido con los ojos azules y el cabello claro, soldado de formación, que hablaba con fluidez el hindustaní; sin embargo, la pista no condujo a nada. Dieron con otro informe de un testigo ocular, pero tampoco los llevó mucho más allá. Siguieron cartas y más cartas con indicios que se repetían, se ampliaban, que permitían hacer suposiciones. Finalmente fueron capaces de reunir las piezas del rompecabezas. Ian y Mohan estuvieron en condiciones de seguir la ruta que Winston había emprendido desde la polvorienta calle de Delhi aquel 12 de mayo, si bien les faltaba alguna que otra etapa del recorrido.

Esa ruta había llevado a Winston al Fuerte Rojo para unirse al bando de los rebeldes. Allí había prestado el juramento de fidelidad a Bahadur Shah. Era conocido por el mote de Kala Nandi, «Toro Negro», como la montura de Shiva, y temido por la sangre fría con la que masacraba a sus compatriotas. Era admirado y querido por los cipayos amotinados a los que capitaneaba. Había sido visto por última vez cerca de Nana Sahib, el soberano de Bhithur, y se decía que había desempeñado un papel no insignificante en las masacres de Kanpur, al este del país, durante los meses de junio y julio de 1857. Allí desapareció repentinamente hasta que, meses más tarde, un pelotón de hombres del trigésimo tercer regimiento, a las órdenes del coronel Henry Claydon, se dispuso a perseguir a aquel traidor asesino. A partir de entonces, cada paso de la ruta estaba documentado con prolijidad militar. Tanto Mohan como Ian eran conscientes de que lo arriesgaban absolutamente todo mandando espiar entre documentos mantenidos en estricto secreto y bajo llave, pero asumieron los riesgos e Ian pagó sin pestañear las elevadas sumas de dinero que le exigieron para los sobornos.

Los soldados necesitaron casi un año para dar con la pista de Kala Nandi. Cayó en sus manos en el desierto de Rajputana, más allá de Jaipur, a menos de ciento cincuenta kilómetros de Surya Mahal. Hasta el último momento se negó a revelar su identidad inglesa. A pesar de que lo sometieron a «duras fórmulas de interrogatorio», insistió en llamarse Kala Nandi, aunque admitió, «de manera complaciente y con repugnante orgullo», haber cometido los delitos de sangre que se le imputaban, para «vengar a su familia, que había muerto, según sus palabras, a manos de los británicos». Declarado rebelde, traidor y asesino conforme a la ley militar, una higuera seca se convirtió en su patíbulo y su cadáver fue enterrado en aquella tierra polvorienta. «Misión cumplida, a día 27 del mes de octubre de 1858.»

«Misión cumplida», murmuró Mohan Tajid mecánicamente cuando leyó las últimas líneas; a continuación apoyó en la mesa el escrito y se quedó mirando fijamente, como aturdido, el fuego de la chimenea. Necesitó un momento para comprender el alcance de todo aquello y a punto estuvo de prorrumpir en una sonora carcajada cuando captó la ironía. Winston, quien como soldado de la Compañía no había matado nunca a nadie y que quedó tan impresionado cuando Mohan y Sitara mataron a los dos rajputs durante su huida nocturna por las callejuelas, había acabado convirtiéndose en un asesino sanguinario para vengar a su familia.

«Quizás habría acabado siendo incluso un gran guerrero con el paso del tiempo», había dicho el anciano rajá acerca de Winston. Y tenía razón; con la rebelión llegó también el momento de que Winston se convirtiera en un guerrero, en su propia guerra, contra su propio pueblo. Lo que más le dolió fue que Winston había intentado buscar refugio en Surya Mahal. Algunos días más y se habría puesto a salvo, se habría reunido con su hijo.

Mohan miró a Ian, que estaba sentado frente a la chimenea mirando el fuego, inmóvil, como petrificado.

—Por lo menos ahora sabes que te estaba buscando —dijo Mohan con cautela, intentando dar algún consuelo a Ian.

Pero él mismo se daba cuenta de lo débil que era ese consuelo e Ian no reaccionó a él, sino que siguió mirando el fuego sin moverse. Mohan hizo lo mismo, y permanecieron un buen rato los dos sentados, juntos, en completo silencio. Exceptuando la lluvia que golpeaba la ventana y el crepitar de la leña en la chimenea, no se oía nada más.

—Pagarán por lo que hicieron.

Mohan levantó la vista. Ian seguía mirando fijamente las llamas, pero la mano que reposaba sobre el brazo de la silla se había cerrado en puño.

—Todos y cada uno de ellos.

Por fin se volvió Ian hacia Mohan. Este, que ya le creía curado de todos los horrores para siempre, vio el odio puro, casi inhumano, que destilaban sus ojos. Aquello le aterrorizó. El reflejo del fuego convertía el rostro del muchacho en una máscara demoníaca.

—Los perseguiré como ellos persiguieron a mi padre, y acabaré con todos y cada uno de ellos.

—Estás loco —se le escapó sin querer a Mohan.

—No, Mohan. —Ian se levantó despacio, cogió la pitillera de la repisa de la chimenea, se encendió un cigarrillo y expulsó ruidosamente el humo—. Solo hago lo que me ha enseñado Ajit. Lo que me ha enseñado el rajá. Y si tú eres un rajput de verdad, me ayudarás.

Mohan miró las páginas que seguía teniendo en la mano: «... a saber, los cabos Thomas Cripps, Richard Deacon, Edward Fox, Robert Franklin, y James Haldane, y los tenientes Tobías Bingham, Samuel Greenwood y Leslie Mallory, a las órdenes del coronel Henry Claydon...» Nueve hombres que seguían prestando servicio en alguna parte para la Corona británica, que eran esposos, quizá padres de familia.

—¿Qué vas a hacer? ¿Vas a retarlos en duelo o los vas a asesinar por la espalda?

Ian se recostó en el antepecho de la chimenea y miró a la cara a Mohan a través de la densa nube de humo.

—No. Cada persona tiene su punto débil. Averiguaré cuál es y golpearé en el momento adecuado.

—¡Eso puede durar años!

Ian permaneció unos instantes en silencio y miró de soslayo a Mohan en la semipenumbra de la habitación.

—Me da lo mismo. —Dio una calada profunda a su cigarrillo—. En una ocasión, Ajit me hizo aprender de memoria un verso antiguo: «No te entregues al pensamiento de la venganza antes de poder ejercerla; el garbanzo que salta arriba y abajo en la sartén al freírlo no rompe a pesar de ello el hierro.» Nunca lo he olvidado, como si todos estos años hubiera presentido que algún día tendría que actuar de esta manera. —Lanzó al fuego con un golpe de dedo la colilla y miró fijamente a su tío—. Bueno, Mohan, o recorres esta senda conmigo o nuestros caminos se separan aquí.

Mohan sintió un escalofrío cuando le pasaron por la cabeza las palabras
shikar
y
shikari
, «la caza» y «el cazador».

Bajo una lluvia torrencial se pusieron en marcha a la mañana siguiente, cuesta arriba, en dirección a las montañas. Y cuando Ian se arañó la piel con el
lingam
de piedra de Shiva y juró por su sangre hindú e inglesa a partes iguales, ante el dios de la venganza, no descansar hasta haber reparado la deshonrosa muerte de su padre, Mohan Tajid comprendió lo que los cristianos querían decir con la frase «vender el alma al diablo».

22

Mientras, iban saliendo nuevos brotes en las matas de té con el ciclo de las estaciones, bajo el sol y la lluvia. Recomenzaba todo después de podarlas, a intervalos regulares, hasta que desarrollaron su amplia corona característica. En sus hojas maduraba el aroma del futuro té y en Ian los planes de aniquilación de los asesinos de su padre. Tres años pasaron desde los primeros rodrigones hasta la primera cosecha, y tres años tardaron en averiguar el paradero de los hombres del coronel Claydon, ya fuese en la India o en Inglaterra. Tres años transcurrieron hasta que Ian supo cuáles eran sus puntos débiles, hasta que urdió un plan perfecto para dar con cada uno de ellos en el lugar preciso y destruirlos. Se tomó su tiempo, saboreó cada uno de los preparativos y se puso a esperar el momento propicio; sabía que llegaría ese momento para cada uno de los nueve hombres. Procedió con mucha sangre fría, calculadamente; ponía cerco a su víctima, él personalmente o algún agente bien pagado, el tiempo necesario hasta que caía en la trampa que le había tendido Ian. Para tal fin cambiaba de identidad constantemente. Pasaba de ser hindú a ser inglés tan fácilmente como cambiaba de traje a medida.

El primero fue James Haldane, a quien Ian localizó en septiembre de 1873 en un fumadero de opio de Bombay. Los dos hombres se pusieron a hablar y pasaron una velada muy placentera en cuyo transcurso Haldane se quedó dormido benditamente sobre los cojines de seda; ya no despertaría de ese sueño porque presumiblemente se excedió en el cálculo de la dosis para su pipa.

Thomas Cripps se ahorcó después de haber perdido todos sus bienes en una partida ilegal con un forastero de cuyo nombre nadie se acordaba en la mal iluminada trastienda del local.

Un destino similar tuvo Leslie Mallory, quien se entregó a la bebida, lo que tuvo como consecuencia su expulsión deshonrosa del Ejército, lo cual, a su vez, le acarreó el repudio de su familia.

Emma Franklin tuvo una aventura que salió a la luz mediante una nota anónima. Como el caballero en cuestión le había dado un nombre falso y por esa razón resultaba imposible dar con él, Robert Franklin, un hombre muy celoso, agarró su arma de servicio, mató a su hermosa esposa pelirroja de un tiro y, acto seguido, se voló la tapa de los sesos.

Tobías Bingham empezó a oír voces y sus parientes lo encerraron en un sanatorio; según el diagnóstico, no había esperanzas de una mejoría.

Algunos
sahibs
se enzarzaron en una disputa en un
lal bazaar
de Calcuta. Samuel Greenwood, conocido por su mala leche y sus ataques de rabia, comenzó a disparar a diestro y siniestro cegado por la furia. Mató a tres de las chicas y, por desgracia, también a su superior, razón por la cual fue condenado a muerte.

Solo se le pudo imputar a Ian el duelo en el que luchó cara a cara con Edward Fox, pero hubo suficientes testigos que confirmaron ante el tribunal que este le había atosigado tanto que no le había quedado más remedio que aceptar el desafío. Salió absuelto con una multa irrisoria y recibió grandes muestras susurradas de respeto.

Ya solo quedaba el coronel, que, entretanto, se había jubilado con el título de sir Henry Claydon y vivía cómodamente en la finca de su familia en Cornualles. Él... y uno de los cabos, el hombre que tuvo una participación notable en el interrogatorio de Kala Nandi; un hombre que sabía borrar tan hábilmente su rastro como Ian y a quien este había ido pisando los talones para perderle de nuevo el rastro.

Aunque Ian no se situaba siempre en primer plano de la acción, organizaba las cosas de tal manera que estaba presente cuando su víctima recibía el golpe de gracia y asumía el riesgo de que algunas situaciones conllevaran una escalada y se complicaran mucho más de lo planeado originalmente. Sabía que se trataba de un juego arriesgado y que un golpe de azar podía llevarlo a la ruina; sin embargo, ni siquiera esto parecía afectarle demasiado.

Ian disfrutaba de la vida mientras bailaba sobre la cuerda floja, porque podía permitírselo. Tientsin había sido un magnífico maestro; en Calcuta y en Londres se disputaban el té de Shikhara y los mayoristas de la Mincing Lane pujaban entre sí hasta alcanzar sumas vertiginosas para asegurarse algunas de aquellas cajas de madera tan poco llamativas. A la casa en Shikhara con el personal doméstico correspondiente siguieron una en Londres, en la elegante Grosvenor Square, y otra en Calcuta, algunos carruajes, un vagón de ferrocarril propio y, por último, el
Kalika
, construido en los astilleros londinenses con los últimos avances técnicos. A Mohan le entraba en ocasiones un vértigo en toda regla a la vista del ritmo con el que Ian avanzaba desde la primera cosecha en abril de 1873.

Sacó provecho del veloz desarrollo técnico de su época: el ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo. Iba de una parte a otra del mundo: de Shikhara a Calcuta, de Calcuta a Surya Mahal, de Surya Mahal a Jaipur o Bombay, de allí a Londres y de regreso nuevamente a la India. Pero allí donde iba Ian, Mohan lo seguía como una sombra.

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