Su fama como magnate del té, su aspecto llamativo y elegante, el encanto que sabía darle al día cuando algo le importaba, abrieron a Ian rápidamente las puertas de la sociedad que solían permanecer férreamente cerradas a los advenedizos.
Tomaba a las mujeres que le gustaban y ellas se lo ponían fácil. Le encantaban sobre todo las mujeres inglesas casadas de clase alta, porque estaban obligadas a una prudente discreción, igual que él, y podía librarse de ellas cuando se hartaba sin consecuencias desagradables. Era un hábil embaucador y todas se dejaban embaucar gustosamente, cegadas por su porte, por su fortuna. Ian Neville poseía el mayor de los poderes: el poder del dinero, y era absolutamente consciente de tal cosa.
—¡Ah, Sofia, aquí estás! —circuló la voz sonora de sir Henry por encima de las cabezas de las damas y los caballeros presentes, imponiéndose al zumbido de la sociedad locuaz y las agradables melodías del cuarteto de cuerda—. ¿Me permite hacer las presentaciones? Mi esposa, lady Sofia. Imagínate, cariño, este —dijo dando unos golpecitos joviales en el hombro al joven que tenía a su lado— es el hombre de cuyo té te he hablado con tanto entusiasmo. El señor Ian Neville, de Darjeeling. Acabamos de tener una conversación sobre la India, la buena y antigua India de los tiempos de lord Canning...
—Encantada —dijo con un arrullo lady Sofia tendiendo al joven graciosamente su mano derecha, enfundada en un guante de seda hasta el codo.
—Señora mía, es un honor para mí —susurró Ian Neville.
A lady Sofia su voz profunda le recordó el terciopelo púrpura que había encargado por la tarde en Savile Row, y la manera en que le tocó la mano, estampando en el dorso los labios bajo aquel oscuro bigote, desencadenó un placentero estremecimiento en su espalda. Mientras le asaltaba con las habituales preguntas acerca de su bienestar, de la duración de su estancia y de su relación con los demás invitados, examinó al joven con una mirada escrutadora y penetrante. ¿Un plantador? «De ninguna manera —diagnosticó para sí—. Sin duda un caballero que lleva ese negocio del té por afición, para aumentar su fortuna.» En cualquier caso decidió, movida por su aspecto, su porte y su manera de hablar, que merecería sin duda la pena trabar amistad con él y le sonrió con mucha simpatía.
—Venimos algunas veces al año a Londres. ¡En nuestra casa de Cornualles es todo tan tremendamente tranquilo! ¿Ha estado usted alguna vez en Cornualles, señor Neville? ¿No? ¡Oh, debería usted conocer esa región! ¡Ah, señor Neville! ¿Le han presentado ya a mi hija Amelia?
La conversación fue entretenida y volvieron a encontrarse de nuevo esa misma semana en otra reunión social. La información que lady Sofia obtuvo de conocidos comunes fue bastante satisfactoria, así que se citaron para dar un paseo en carruaje y, al día siguiente, revoloteaba una nota por la casa de la Grosvenor Square en la que lady Sofia Claydon, en nombre de toda su familia, expresaba su ilusión por poder dar la bienvenida lo más pronto posible al señor Ian Neville en su casa señorial de Oakesley. Transcurrido un tiempo prudencial, el secretario hindú del señor Neville comunicó que su señor aceptaba con sumo agrado la invitación y preguntaba si resultaba oportuno fijar una fecha para principios de noviembre.
Ian levantó la vista con impaciencia cuando Mohan Tajid entró en el salón del ala reservada para los invitados de la mansión señorial de Oakesley.
—¿Y bien?
Mohan Tajid asintió con la cabeza.
—Me lo han vuelto a confirmar por otras fuentes. Los Claydon están completamente arruinados.
Una sonrisa se deslizó rápidamente por el rostro de Ian.
—Muy bien. —A grandes zancadas se acercó al escritorio y escribió rápidamente una nota que plegó y entregó a Mohan—. Esta nota tiene que salir hoy mismo por mensajero hacia Jennings, en Londres. Veamos si podemos ayudar al honorable coronel en su precaria situación económica. —Hizo un guiño a Mohan, burlón.
—¿Cómo lo llevas? —quiso saber este.
—Estupendamente. La madre y la hija solo aguardan a que me declare, como se suele decir, pero todavía las tendré en vilo uno o dos días. Mohan... —Este se volvió a mirar con la mano ya en el pomo de la puerta—. Deja dicho, por favor, que nos ensillen dos caballos. Me parece que está clareando y me gustaría cabalgar por la playa, por el acantilado. Las vistas desde allí son espectaculares, según me han comentado.
Todas las cosas se revelan por sí mismas
si uno tiene el valor de no negar en la oscuridad
lo que ha visto a la luz del día.
C
OVENTRY
P
ATMORE
—Y allí se encontraron ustedes aquel día de noviembre —dijo Mohan Tajid concluyendo su narración.
Todo quedó en silencio cuando calló, en un silencio sepulcral. Incluso las nubes del monzón, que empapaban cálidamente la brisa de la noche con una humedad concentrada, parecieron contener por unos instantes su soplo, los rayos y los truenos cesaron por un momento.
Mohan se quedó mirando todavía un rato la habitación envuelta en la luz crepuscular, sumido en sus recuerdos, antes de dirigir la mirada a Helena. Abrazándose las rodillas, con la cara medio escondida detrás, miraba fijamente al frente en silencio. Estaba como paralizada, incapaz de mover un solo dedo. Se sentía mal, mal por todo el sufrimiento, por toda la crueldad del relato de Mohan, entumecida por el horror inabarcable y, además, se agitaba en su interior un torbellino de imágenes, de palabras, de impresiones, de ideas. Por fin alzó la cabeza.
—¿Por qué me ha contado usted todas estas cosas?
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Mohan.
—¿A quién iba a contárselas sino a usted? —La sonrisa desapareció como la luna tras una nube oscura—. Usted... —Carraspeó—. Me preguntó una vez por qué se casó él con usted. Aquel día no supe darle una respuesta. Creo que sentía curiosidad y, sin querer, despertó en él al cazador. Con el tiempo entendí que Ian tenía la esperanza de que usted ahuyentara los demonios que lo acosan. Yo mismo albergué esa esperanza durante mucho tiempo. Me... me duele que no hayamos sido todos lo suficientemente fuertes como para ganar esta batalla. Él la ama —añadió—. Eso lo sé.
Helena no se movió, tan solo miraba fijamente al frente.
—Tal vez eso no siempre es suficiente —murmuró ella finalmente.
—No se quedará usted aquí, ¿verdad?
Helena permaneció callada unos instantes escuchando en su interior, y la tormenta se fue abriendo camino dentro de ella, haciendo aflorar un desasosiego febril, el impulso de dejar atrás todo lo que había vivido, todo lo que había escuchado aquella noche.
—No —dijo, con un temblor en la voz que ocultaba una firme resolución, de granito—. Tengo que irme. —Miró a Mohan a los ojos, pidiéndole perdón en silencio, y él asintió con la cabeza.
—Entonces no quiero retenerla por más tiempo. —Se levantó—. Voy a despertar a uno de los mozos y a pedirle que ensille dos caballos y la acompañe.
—No. —Helena se puso en pie de un salto.
—Entonces la llevaré yo mismo a Darjeeling.
Helena sacudió la cabeza con un miedo atroz en su mirada, y Mohan sonrió alegremente.
—No se preocupe, solo es por su protección, no para vigilarla a usted. —Se puso serio y, con un deje de tristeza amarga, añadió—: Él no irá a buscarla. Es demasiado orgulloso para hacer tal cosa.
—No. Tengo que... tengo que estar sola. —Helena se esforzaba por aclarar, tartamudeando, lo que sentía.
Mohan la miró inquisitivo y a continuación asintió con la cabeza.
—Regreso enseguida.
Helena oyó sus pasos alejándose mientras despertaba a Yasmina, que se había quedado dormida apoyada en el armazón de la cama, probablemente en algún momento de aquellas largas horas en las que Mohan Tajid había hablado sin interrupción en el idioma de los
sahibs
, en el idioma del que ella solo entendía unas pocas palabras.
Acababan de guardar la última prenda de vestir en las alforjas cuando Mohan volvió a entrar en la habitación y le ofreció a Helena un pequeño revólver.
—Tenga esto... para el peor de los casos.
Ella lo miró perpleja y, paciente, Mohan le explicó:
—Así se quita el seguro, apunte y apriete el gatillo, así. Y así se vuelve a poner el seguro. Me sentiría mucho mejor si se lo lleva usted —añadió con énfasis.
—Gracias. —Helena se guardó titubeando el revólver con el seguro puesto en la pretina de sus pantalones y se calzó las botas altas de montar.
Mohan le alcanzó el chal de pashmina rojo, que, con los nervios de la partida, había pasado inadvertido entre las demás prendas de vestir. Helena se quedó mirándolo fijamente, como si lo viera por primera vez, y de pronto sintió una sensación de asfixia en la garganta.
—¿Por qué no trató usted de disuadirle?
Mohan sabía a qué se refería, y bajó la vista.
—A veces tenemos que seguir una llamada más potente y de mayor alcance que la voluntad de nuestro pequeño y efímero yo. Winston fue mi amigo íntimo, Ian es su hijo, que recorre la senda de Shiva según la tradición de sus antepasados
kshatriya
. Mi padre, el rajá, quizá tuviera razón y la sangre mixta de sus venas será su perdición. Ian estará siempre desgarrado, a caballo entre ambos mundos. Puede que fuera un mal presagio ponerle dos nombres. —Titubeó brevemente—. Yo solo tenía dos opciones: dejarle recorrer ese camino a solas o seguir la llamada de Visnú y asistirle en su recorrido. Esto último me pareció lo correcto y me decidí por esta opción. —Mohan se quedó mirando fijamente a Helena.
—¿Usted lo ama?
Había formulado la pregunta en un tono susurrante, pero Helena tuvo la sensación de que había sido un grito. Un rayo inflamó el cielo y poco después estalló un trueno. Helena se estremeció, tragó saliva y sintió un ardor en las comisuras de los ojos.
—Ya no lo sé. —Cuando recogió el chal le temblaba la mano tanto como la voz.
Tenía una extraña sensación de irrealidad mientras descendían por la amplia escalera en aquella luz nocturna, en el silencio de la noche; cada paso le costaba, pero, al mismo tiempo, se sentía impelida a continuar. «Sal de aquí, vete...», resonaba en su mente.
Fuera, en la brisa cálida y vaporosa, esperaba uno de los mozos de cuadra, con ojitos de sueño, sujetando por las riendas a
Shaktí
, que escarbaba intranquila con las pezuñas, agitada a esa hora tan poco habitual para salir a cabalgar. Se dejó colocar la carga pacientemente encima y Helena se volvió a mirar a Mohan.
—Adiós, Mohan. Y gracias por todo.
Él sonrió.
—Nunca diga adiós. Siempre puede haber un reencuentro, si no en esta quizás en una vida próxima. —Juntó las palmas de las manos y se inclinó en una reverencia—. Que los dioses le sean propicios y sobre todo que Visnú mantenga su mano encima de usted. —Tras una pequeña pausa, añadió en voz baja—: Desearía que no se fuera. Allí donde usted está, está la vida; todo será triste aquí sin usted.
Helena sintió el impulso de abrazarlo en señal de despedida, pero se contuvo por temor a derramarse en lágrimas. Puso el pie en el estribo, y entonces se detuvo.
—El león... —murmuró sin querer, mirando perpleja a Mohan Tajid, perpleja por el raro pensamiento que de pronto le parecía tan importante—. ¿Qué sucedió con el león y la hija del rey que tenían la marca de nacimiento en la frente? El cuento que Mira Devi contó cuando... —añadió apresuradamente cuando le pareció que Mohan no entendía. Pero sí que había entendido, y sacudió la cabeza.
—No lo sé. Supongo que fueron felices después de tener que superar algunos obstáculos —dijo inclinando la cabeza con una sonrisa—. Los cuentos siempre tienen un final feliz.
Helena miraba fijamente hacia la oscuridad con la garganta oprimida.
«Los cuentos sí, pero no la vida...»
Asintió con una sonrisa débil y montó. Le habría gustado decir algo más, pero no pudo. Chasqueó la lengua oprimiendo con los talones los costados de
Shaktí
y la yegua blanca se puso a trotar alegremente.
Helena percibió las miradas a su espalda: la de preocupación de Mohan, la de admiración de Yasmina y del mozo de cuadras. Iba a volverse una vez más, una sola vez, la última, para ver Shikhara, las ventanas iluminadas, el resplandor del farol en la puerta de entrada, pero de lejos le llegó la voz suave de Mohan diciendo: «Nunca mires atrás, nunca...»
El vigilante abrió un ala del portón de entrada de hierro forjado y le dirigió un saludo amable, al que Helena respondió con un gesto breve de cabeza. A continuación tiró de las riendas y subió al galope la colina adentrándose en la noche.
Mohan Tajid abrió la puerta del dormitorio de Ian suavemente y sin llamar. Se estaban apagando ya las brasas de la chimenea y, con la luz mortecina que entraba en el cuarto desde el vestíbulo, se adivinaban los contornos. Vio el perfil de Ian, de pie, delante de la puerta que daba al balcón, mirando fijamente la oscuridad.
—Se ha marchado. —Cerró la puerta y la oscuridad llenó toda la habitación. Distinguía débilmente la camisa blanca de Ian, una mancha inmóvil de luz en aquella penumbra.
—Se lo has contado —llegó hasta él la voz de Ian al cabo de un rato.
—Sí. Todo. —Mohan hizo una pequeña pausa antes de añadir—: Tendrías que haberlo hecho tú, y hace un montón de tiempo ya.
—Tal vez. —La mancha blanca se movió, y Mohan oyó el chasquido de una cerilla, vio el resplandor, la llamita que iluminó un instante el rostro de Ian cuando este encendió el cigarrillo, un rostro rígido como una máscara, antes de apagarse. Mohan oyó cómo Ian aspiraba profundamente el humo y decía con voz ronca—: Pero eso ya no importa ahora.