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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

El circo de los extraños (47 page)

BOOK: El circo de los extraños
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—¿Eso crees? —Sonrió amargamente—. Espera a que metas la pata y Mr. Crepsley acabe por pillarte, y empieces a pedir auxilio, mientras yo te ignoro. ¡Entonces veremos qué clase de amigo crees que soy!

CAPÍTULO 14

La noche del veintidós de Diciembre, Mr. Crepsley actuó.

Evra le descubrió. Yo estaba tomándome un pequeño respiro, descansando los ojos (incluso la vista de un semi-vampiro se resiente tras horas de concentración), cuando de repente Evra dio un salto, alarmado, y me agarró un tobillo.

—¡Se está moviendo!

Pegué un brinco, justo a tiempo para ver al vampiro saltando al tejado del matadero. Forcejeó con una ventana y se coló velozmente en el interior.

—¡Ya está! —gemí, saltando a pie junto y yendo tras él.

—¡Espera un segundo! —dijo Evra—. ¡Voy contigo!

—¡No! —le espeté—. ¡Ya discutimos eso! ¡Me prometiste...!

—No me meteré en medio —dijo Evra—, pero no me quedaré aquí sentado volviéndome loco de angustia. Te esperaré dentro del matadero.

No había tiempo para discutir. Asentí rápidamente, y eché a correr. Evra se apresuró detrás de mí tan rápido como podía.

Me detuve ante la ventana abierta y escuché atentamente cualquier ruido que el vampiro pudiera producir. No oí nada. Evra llegó junto a mí, jadeando por el esfuerzo de la carrera. Franqueé la ventana y Evra me siguió.

Nos encontramos en una larga estancia llena de tuberías. El suelo estaba cubierto de polvo, y las huellas de Mr. Crepsley eran claramente visibles. Seguimos las huellas hasta una puerta, que se abría a un pasillo embaldosado. El polvo que se había pegado a los pies de Mr. Crepsley al cruzar la habitación señalaba ahora su paso sobre las baldosas.

Seguimos el rastro polvoriento a lo largo del pasillo y bajamos un tramo de escaleras. Nos encontrábamos en una parte tranquila del matadero (los empleados se agrupaban cerca del otro extremo) pero nos movimos con cautela de todos modos: no sería bueno que nos pillaran en un momento tan crítico.

El polvo fue haciéndose más imperceptible a cada paso, y temí perder al vampiro. No quería tener que buscarlo a ciegas en el matadero, así que aceleré el paso. Evra también lo hizo.

Al dar la vuelta a una esquina, vi una conocida capa roja y me detuve de inmediato. Retrocedí, fuera del alcance de su vista, arrastrando a Evra conmigo.

“No digas nada”, dije, con un mudo movimiento de labios, y escudriñé con cautela por la esquina para ver qué hacía Mr. Crepsley.

El vampiro estaba metido detrás de unas cajas de cartón apiladas contra una pared. No vi a nadie más, pero podía escuchar unos pasos que se aproximaban.

El hombre gordo apareció por una puerta. Iba silbando y mirando unos papeles en una carpeta que llevaba. Se detuvo ante una gran puerta automática y presionó un botón en la pared. La puerta se abrió hacia arriba con un sonido áspero y rechinante.

El hombre gordo colgó la carpeta en un gancho en la pared cuando entró. Le escuché presionar un botón al otro lado. La puerta se detuvo, chirriando, y luego bajó con la misma lentitud con que se había abierto.

Mr. Crepsley se precipitó hacia allí cuando la puerta se cerraba y se deslizó por debajo.

—Vuelve al cuarto de las tuberías y escóndete —le dije a Evra. Empezó a protestar—. ¡Hazlo! —mascullé—. Te descubriría al volver, si te quedas. Vete y espera. Ya te encontraré si consigo detenerle. Si no... —Tomé sus manos y se las apreté con fuerza—. Ha sido un placer conocerte, Evra Von.

—Ten cuidado, Darren —dijo Evra, y pude ver el miedo en sus ojos. No miedo por sí mismo. Miedo por

—. Buena suerte.

—No la necesito —dije valerosamente, y saqué mi cuchillo—. Ya tengo esto. —Volví a apretar sus manos, huí por el pasillo y me lancé bajo la puerta, que acabó de cerrarse tras de mí, dejándome encerrado con el hombre gordo y el vampiro.

* * *

La estancia estaba llena de reses muertas, colgando del techo en ganchos de acero. Era un refrigerador, que mantenía fresca la carne.

El hedor de la sangre era nauseabundo. Sabía que sólo eran animales, pero no podía evitar imaginar que eran personas.

Las luces del techo brillaban de un modo increíble, así que debía moverme con sumo cuidado: una sombra extraviada podía significar mi fin. El suelo estaba resbaladizo (¿de agua? ¿de sangre?), así que debía mirar bien dónde pisaba.

Los cuerpos desprendían extraños destellos rosáceos, resultado de la combinación de la brillante luz y la sangre. ¡Te entraban ganas de ser vegetariano en un lugar como éste!

Tras unos segundos sin ver más que animales muertos, descubrí a Mr. Crepsley y al hombre gordo. Los seguí, manteniendo su paso.

El hombre gordo se detuvo y examinó uno de los cadáveres. Debía de tener frío, porque se sopló las manos para calentarlas, a pesar de llevar guantes. Dio una palmada al animal muerto cuando terminó de examinarlo (el gancho chirrió estremecedoramente cuando la carroña osciló atrás y adelante) y comenzó a silbar la misma melodía de antes.

Echó a andar de nuevo.

Acorté la distancia que había entre Mr. Crepsley y yo (no quería quedarme demasiado rezagado) cuando repentinamente el hombre gordo se agachó para observar algo en el suelo. Me detuve y empecé a retroceder, temeroso de que descubriera mis pies, y entonces advertí que Mr. Crepsley avanzaba sigilosamente hacia el humano agazapado.

Maldije entre dientes y corrí. Si Mr. Crepsley hubiera puesto atención, me habría oído, pero estaba totalmente pendiente del hombre que tenía delante.

Me detuve a pocos pasos del vampiro y saqué mi cuchillo oxidado. Ése habría sido el momento perfecto para atacar (allí estaba el vampiro, de pie, concentrado en el humano, ignorante de mi presencia, un objetivo ideal) pero no pude. Mr. Crepsley tendría que dar el primer paso. Me negaba a pensar lo peor de él hasta que le viera atacar. Como Evra había dicho, si le mataba, luego no podría devolverle la vida. No era momento para cometer errores.

Los segundos transcurrieron como horas mientras el hombre gordo estaba allí, agachado, estudiando lo que quiera que fuese que había atraído su atención. Finalmente se encogió de hombros y se alzó de nuevo. Escuché el siseo de Mr. Crepsley y vi cómo se tensaba su cuerpo. Levanté el cuchillo.

El hombre gordo debió oír algo, porque alzó la vista (hacia el lugar incorrecto; debería haber mirado a sus espaldas) un instante antes de que Mr. Crepsley saltara.

Yo había previsto su movimiento, pero aún así, no estaba preparado. Si hubiese arremetido al mismo tiempo que el vampiro, habría podido clavarle el cuchillo donde me proponía: en la garganta. Había dudado sólo durante un instante, y mi objetivo se me había escurrido.

Di un chillido mientras saltaba sobre él, gritando desaforadamente, en parte para distraerle de su ataque, en parte por el horror que me embargaba ante lo que iba a hacer.

El grito hizo que Mr. Crepsley se volviera de repente. Sus ojos se abrieron incrédulos. Al dejar de mirar al frente, chocó torpemente con el hombre gordo y los dos rodaron por el suelo.

Caí sobre Mr. Crepsley acuchillándole. La hoja alcanzó el brazo izquierdo del vampiro, clavándose profundamente en la carne. Rugió de dolor y trató de alejarse de mí. Le empujé contra el suelo (se encontraba en una postura difícil, y su peso y su fuerza no le servían de nada) y mi brazo descendió, empuñando el cuchillo con todas mis fuerzas, trazando un largo arco mortal.

No llegué a darle el golpe de gracia. Porque alguien se interpuso en la trayectoria de mi brazo. Alguien que descendió flotando. Alguien que había saltado desde lo alto. Alguien que chilló cuando le herí, y se alejó de mí rodando tan rápido como pudo.

Olvidando por un momento al vampiro, miré por encima del hombro a la figura que rodaba. Se podría decir que era un hombre, pero no me fue posible verlo con más claridad hasta que dejó de moverse y se puso de pie.

Cuando se alzó y me miró, me encontré deseando que hubiera seguido rodando hasta salir de la estancia.

Tenía una apariencia temible. Era un hombre alto, grueso e hinchado, vestido de blanco de la cabeza a los tobillos; un traje de un blanco inmaculado, que sólo arruinaban unas manchas de suciedad y sangre después de haber rodado por el suelo.

Contrastando totalmente con su traje blanco estaban su piel, su pelo, sus ojos, sus labios y uñas. La piel estaba llena de manchas púrpura. El resto era de un rojo oscuro y vibrante, como si estuviera empapado de sangre.

No sabía quién o qué era ese ser, pero no me cupo duda alguna de que era diabólico. Todo en él lo proclamaba; el modo en que permanecía en pie, el desprecio con que nos miraba, la forma enloquecida en que danzaban sus antinaturales ojos rojos, y cómo sus labios de color rubí se separaban dejando al descubierto sus afilados y amenazadores dientes.

Escuché a Mr. Crepsley lanzar un juramento mientras intentaba incorporarse. Antes de que lo lograra, el hombre de blanco corrió hacia mí, bramando, a una velocidad que ningún ser humano habría podido desarrollar. Me embistió con la cabeza baja, casi reventando mi estómago, dejándome sin aire.

Caí hacia atrás, sobre Mr. Crepsley, volviendo a tirarle al suelo sin querer.

La criatura de blanco chilló, vaciló un momento como si meditara un ataque, y luego agarró una de las carroñas colgantes y la arrastró consigo. Saltó hacia arriba y se aferró al alféizar de una ventana (al principio, había observado que la ventana recorría toda la estancia a lo alto), rompió los cristales, y se deslizó fuera.

Mr. Crepsley maldijo de nuevo y me apartó a empujones de su camino. Subió sobre una res y saltó a alféizar tras el hombre de la piel púrpura, haciendo una mueca de dolor por el dolor de su brazo herido. Colgó de allí por un instante, escuchando atentamente. Luego bajó la cabeza y sus hombros se hundieron.

El humano gordo (que no dejaba de balbucear como un bebé) se puso de rodillas y comenzó a huir a gatas. Mr. Crepsley se dio cuenta, y, tras una última y desesperada mirada a través de la ventana, se dejó caer al suelo y se aproximó velozmente al hombre, que intentaba incorporarse.

Contemplé con impotencia cómo Mr. Crepsley tiraba del humano y le miraba a la cara: si se proponía matar al hombre, ya no había nada que yo pudiera hacer para detenerle. Sentía como si un carnero hubiera embestido contra mis costillas. Me dolía respirar. Me resultaba imposible moverme.

Pero Mr. Crepsley no pensaba matarlo. Todo lo que hizo fue exhalar su gas en el rostro del hombre, que lo aspiró y se desplomó en el suelo, inconsciente.

Entonces Mr. Crepsley se giró y vino hacia mí, con una furia en sus ojos que nunca antes había visto. Empecé a temer por mi vida. Me agarró y me sacudió como a un muñeco.

—¡Idiota! —rugió—. ¡¿Por qué has interferido, estúpido imbécil?! ¡¿Te das cuenta de lo que has hecho?! ¡¿Te das cuenta...?!

—Yo estaba... intentando... detener... —resollé—. Yo pensé...

Mr. Crepsley acercó su rostro al mío y gruñó:

—¡Ha escapado! ¡Por culpa de tu maldita intromisión, un asesino loco se ha marchado impune! ¡Era mi oportunidad de detenerle y tú... tú...!

No pudo decir más: la rabia entorpecía su lengua. Me tiró al suelo, se dio la vuelta y cayó de rodillas, maldiciendo y gimiendo (a ratos casi parecía llorar) con manifiesta indignación.

Mis ojos pasaron del vampiro al humano dormido y a la ventana rota, y comprendí (no había que ser un genio para figurárselo) que había cometido un terrible (y quizá fatal) error.

CAPÍTULO 15

Hubo un largo y crispado silencio, donde los minutos transcurrieron lentamente. Palpé mis costillas... y ninguna estaba rota. Me incorporé y apreté los dientes cuando mis entrañas llamearon de dolor. Me sentiría así durante días.

Me acerqué a Mr. Crepsley, aclarándome la garganta.

—¿Quién
era
? —pregunté.

Me miró y meneó la cabeza.

—¡Idiota! —gruñó—. ¿Qué estabas haciendo aquí?

—Intentar evitar que lo matara —dije, señalando al hombre gordo. Mr. Crepsley me clavó la mirada—. Oí lo de esas seis personas muertas en las noticias —expliqué—. Pensé que usted era el asesino. Le seguí...

—¿Tú pensaste que
yo
era un asesino? —rugió. Asentí sombríamente—. ¡Eres aún más tonto de lo que pensaba! ¿Tan poca fe tienes en mí que...?

—¿Y qué otra cosa se supone que debía pensar? —grité—. Usted nunca me cuenta nada. Desaparecía cada noche en la ciudad, sin decir a dónde iba ni lo que hacía. ¿Qué se supone que debía pensar cuando oí que habían encontrado a seis personas sin una gota de sangre en sus cuerpos?

Mr. Crepsley me miró fijamente, pensativo. Al final asintió cansadamente.

—Tienes razón —suspiró—. Uno debe demostrar confianza para recibirla a cambio. Deseaba ahorrarte los detalles sangrientos en este asunto. No debí hacerlo. Es culpa mía.

—Está bien —dije, conmovido por su repentina mansedumbre—. Supongo que yo tampoco debí haberle seguido.

Mr. Crepsley miró el cuchillo.

—¿Pretendías matarme? —preguntó.

—Sí —admití, avergonzado.

Para mi sorpresa, soltó una seca carcajada.

—Eres un joven temerario, señor Shan. Pero ya lo sabía cuando te tomé como asistente. —Se levantó y se examinó el corte del brazo—. Supongo que debería estar agradecido de no haber salido peor parado.

—¿Está usted bien? —pregunté.

—Viviré —dijo, frotando su saliva sobre el corte, para que sanara.

Miré hacia la ventana rota.

—¿Quién
era
? —pregunté otra vez.

—La cuestión no es ‘quién’ —dijo Mr. Crepsley—, sino ‘qué’. Es un
vampanez
. Su nombre es Murlough.

—¿Qué es un vampanez?

—Es una larga historia, y ahora no tenemos tiempo. Mas tarde, te...

—No —dije, firmemente—. Casi le mato esta noche porque no sabía lo que hacía. Dígamelo
ahora
, para que no haya más malentendidos.

Mr. Crepsley vaciló, y luego asintió.

—Muy bien —dijo—. Supongo que este lugar es tan bueno como cualquier otro. No creo que nos molesten. Pero no podemos permitirnos perder tiempo. Debo pensar en lo que supone este desagradable giro de los acontecimientos y trazar un nuevo plan. Seré breve. Trata de no hacerme preguntas innecesarias.

—Lo intentaré —prometí.

—Los vampanezes son... —Buscó las palabras—. Antiguamente, en las noches, muchos vampiros daban caza a los humanos, y se alimentaban de ellos como las personas se alimentan de los animales. No era inusual que los vampiros dejaran secas a un par de personas por semana. Por aquel entonces, decidimos que aquello era inaceptable, así que se establecieron leyes que prohibían matar sin necesidad.

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