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Authors: Bernard Minier

Tags: #Policíaco, #Thriller

El círculo (63 page)

BOOK: El círculo
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Delante de su cara pasó un desfile de pececillos, revestidos de reflejos de plata.

Había algo un poco más allá, entre las algas y el fango, seguramente un electrodoméstico que habían arrojado desde la orilla. La pendiente y el creciente número de detritus indicaban que esta no se hallaba lejos. Hizo batir las aletas para propulsarse hacia allí. Ahora, entre las algas percibía el pálido reflejo de un vidrio y el de un objeto metálico. El corazón se le aceleró, mientras se adueñaba de él una mezcla de excitación y aprensión. Se esforzó por respirar despacio, a pesar de la impaciencia y la curiosidad. Se acercó un poco más y entonces lo vio. El Mercedes gris de Joachim Campos… casi intacto pese al óxido que lo roía. La mitad de la matrícula había desaparecido por efecto de la corrosión, pero aún quedaban una X, una Y, dos ceros y los números correspondientes al departamento 65 claramente identificables.

En el interior había algo.

«Tras el volante».

Lo veía a través del parabrisas, recubierto de una fina película verde y translúcida.

Pálida e inmóvil, encarada al frente, allí estaba la silueta del antiguo conductor de autobús.

Sintió que la sangre se le agitaba demasiado, que respiraba demasiado deprisa. Rodeó el vehículo contorsionándose y con torpes movimientos, se aproximó a la puerta del lado del conductor. Alargó el brazo para accionar la manecilla, previendo que estaría bloqueada, pero contra todo pronóstico, la puerta se abrió con un chirrido sofocado por el agua. No había, sin embargo, suficiente espacio para abrirla del todo; las ruedas estaban hundidas en el suelo y la parte inferior de la puerta rozaba contra el relieve del fondo.

Servaz se asomó al interior y enfocó la figura instalada frente al volante.

Seguía en su sitio, mantenida por lo que quedaba del cinturón de seguridad. En caso contrario, al cabo de unos días los gases habrían hinchado el cadáver, que habría subido por el interior del vehículo hasta quedar flotando junto al techo. El haz de luz reveló detalles que Servaz habría preferido ignorar: la prolongada inmersión había transformado las grasas del cuerpo en adipocera, o grasa de cadáver, una sustancia de tacto parecido al del jabón, confiriendo a Joachim la apariencia de una estatua de cera perfectamente conservada. El proceso de saponificación había detenido la descomposición, manteniéndolo tal cual durante todo ese tiempo. El cuero cabelludo en cambio había desaparecido, de modo que Servaz tenía ante sí una cabeza calva y cerosa, que surgía de lo que quedaba del cuello de la camisa. Más allá de las andrajosas mangas, la epidermis de las manos se había desprendido como si de un par de guantes se tratara, siguiendo una evolución también típica de los cadáveres en inmersión.

Los ojos habían desaparecido, sustituidos por dos negras órbitas. Servaz pensó que el coche había protegido en parte el cadáver de los predadores. Respiraba cada vez más deprisa. Había observado cadáveres con anterioridad, pero nunca a diez metros de profundidad en un lago, aprisionado en el interior de una escafandra. El agua, cada vez más fría, le provocó un escalofrío. La creciente oscuridad, la burbuja de luz y ahora ese cuerpo… Le costaba evacuar el dióxido de carbono, que le infectaba el cerebro, produciéndole una sensación de ahogo.

Después se percató del orificio contiguo a la sien. El proyectil había atravesado la mejilla cerca de la oreja izquierda. Después de examinarlo, Servaz llegó a la conclusión de que el disparo había sido realizado a quemarropa.

De repente, sucedió algo increíble. ¡El cadáver se movió! Servaz sintió que el pánico se apoderaba de él. Los jirones de camisa del torso se agitaron de nuevo y, cuando retrocedía a toda prisa, se golpeó la cabeza con el chasis. Notó que se había enganchado algo al regulador y, por un instante, quedó aterrorizado ante la posibilidad de no disponer de aire. Emitió una nube de burbujas impelido por el pánico y, con la conmoción, soltó la linterna, que bajó despacio hacia el suelo del coche, entre las piernas del muerto, capturando el cadáver, el salpicadero y el techo en su luminoso torbellino.

En ese preciso momento, un minúsculo pececillo surgió de lo que quedaba de camisa y huyó nadando. A Servaz le zumbaban los oídos, le faltaba el aire y el pulso le golpeaba las sienes. Entonces cayó en la cuenta de que había olvidado consultar el manómetro. Alargando el brazo hacia el interior, recogió la linterna de entre los pedales y los zapatos del muerto y la movió en todas direcciones para pedir socorro.

¿Dónde estaba Ziegler?

No tenía el valor de esperar. Movió con vigor las aletas para precipitarse hacia la superficie. Apenas unos metros antes de llegar, se encontró atrapado en una maraña de blancas raíces tentaculares.

Sintiendo que algo le aferraba la pierna, se debatía con furia para liberarse, cuando otro trozo de madera le golpeó violentamente la máscara. Aturdido por el choque, trató de zafarse por la izquierda y después por la derecha pero, de nuevo, topó con duras y rígidas raíces. ¡Las había por doquier! ¡Estaba preso de aquella madeja que había divisado de lejos, a tan solo unos metros de la superficie! Se le debía de haber estropeado la linterna, porque solo veía una sucesión de gris, un poco más claro hacia arriba, muy negro hacia abajo, y el inextricable y oscuro laberinto de raíces en torno a sí. Se dio cuenta de que estaba perdiendo la noción de las cosas, de que no era ya capaz de pensar. No tenía arrojo para retroceder ni para volver a bajar. Tenía que encontrar fuera como fuera la manera de salir hacia arriba.

«¡Ahora!».

De pronto, notó como si alguien le arrancara de la boca la boquilla del regulador. Tanteó, aterrorizado, y localizándolo, tiró hacia sí, pero el regulador seguía enganchado entre unas ramas o unas raíces. Pegó la boca a él y aspiró con avidez el oxígeno. Volvió a debatirse y de nuevo se le escapó el regulador. Algo no encajaba. Si el regulador seguía unido a la botella, ¿cómo podía estar enganchado entre las raíces? Se lo acercó a la boca y, tras respirar otra vez, trató desesperadamente de soltarlo agitándolo. No hubo manera. Cegado por el pánico, oía el crepitar de las burbujas que brotaban a su alrededor, como un síntoma de su pavor.

Resuelto a no quedarse ni un minuto más atrapado en aquella agua, desenganchó las correas de la botella y se revolvió para liberarse del arnés. Luego aspiró por última vez a fondo por la boquilla.

Agarró las raíces, sacudiéndolas hacia todos lados, pero sus fuerzas eran insuficientes en el agua. Pateó con las aletas, tiró y se arqueó. Empujó con las piernas y se produjo un sordo crujido. Se abrió camino hacia arriba, a ciegas. Se introdujo en un exiguo orificio y siguió subiendo… se golpeó… forcejeó… trepó… se revolvió… se golpeó… se soltó… subió… subió… subió…

★ ★ ★

La lluvia llegó por poniente, cual ejército que se abate sobre un territorio. Después de que su heraldo hubiera anunciado su inminencia con violentas ráfagas de viento y relámpagos, se abatió sobre los bosques y las carreteras. No fue una simple lluvia, sino un auténtico diluvio que barrió los tejados y las calles de Marsac, desbordó las alcantarillas y azotó las viejas fachadas antes de proseguir su camino campo a través. Ahogó las colinas, haciéndolas desaparecer bajo su pesado manto líquido, y erizó la superficie del lago cuando la cabeza de Servaz horadó el manto de ramas y detritus que flotaba entre las raíces, cerca de la orilla.

La máscara se le adhería a la cara como una ventosa. Para arrancársela tuvo que estirar con fuerza y le dio la impresión de que las mejillas se le iban a desprender también. Abrió la boca para engullir el aire fresco con grandes y ávidas bocanadas, dejando que la lluvia le resbalara por la lengua. Cuando volvió la cabeza, de nuevo lo invadió el miedo. ¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo habían pasado allá abajo para que ya hubiera anochecido? Oyó que Ziegler emergía del lago a su lado. Enseguida lo cogió por los hombros.

—¿Qué ha pasado? ¡¿Qué ha pasado?!

Sin responder, se puso a mover la cabeza a un lado y a otro, con los ojos muy abiertos y la máscara encima de la frente. La lluvia crepitaba al chocar con el neopreno de su traje. Oyó el estrépito de un trueno cercano y el ruido del aguacero que se descargaba en la superficie del lago.

—¡Por el amor de Dios! —vociferó—. ¿Me ves?

Sin soltarle los hombros, ella miró a su alrededor, buscando la manera de llegar a la orilla y escalar la abrupta pendiente agarrándose a las ramas o a las raíces. Después se volvió hacia él. Miraba hacia todos lados, pero de una manera extraña, sin posar la mirada en ninguna parte y sin mirarla a ella.

—¿Me ves? —repitió él, más fuerte.

—¿Cómo? ¿Cómo?

—¡No veo nada! ¡Estoy ciego!

★ ★ ★

Los observaba, silencioso e invisible como una sombra. Como una sombra entre las sombras. Ellos no se imaginaban que estuviera tan cerca. Ni siquiera imaginaban que pudiera encontrarse por aquellos parajes. Se quitó el gorro negro para sentir el martilleo de la lluvia en el cráneo a través del pelo teñido de rubio y cortado al rape y después se acarició la oscura y chorreante perilla con una sonrisa en los labios y los ojos chispeantes en medio de la penumbra.

Los había seguido hasta aquella capilla abandonada y en ruinas donde tenían, por lo visto, la costumbre de reunirse. Oculto entre las matas, por la ventana desprovista ya de vitral, los había escuchado perorar mientras aspiraban por turnos el humo de la pipa de agua. Debía reconocer que eran mucho más interesantes que la mayoría de sus semejantes, todos esos jóvenes primates semianalfabetos. Ahora comprendía mejor por qué Martin se había convertido en la persona que era. En aquel sitio formaban adultos francamente prometedores. Imaginó una escuela del crimen que hubiera formado con esa estrategia a sus estudiantes. Él habría podido impartir clases allí, se dijo al tiempo que se ensanchaba su sonrisa.

Agachado bajo la lluvia entre las matas, observó cómo los jóvenes salían de la capilla y emprendían el camino de regreso hacia el instituto a través del bosque, protegidos con impermeables. A continuación entró tranquilamente en el pequeño edificio abandonado. El Cristo y los demás signos de culto habían desaparecido hacía mucho. El suelo estaba cubierto de latas de cerveza, botellas de Coca-cola vacías, envoltorios de barritas de cereales y páginas de revistas llenas de anuncios, groseros símbolos de aquella otra religión, dominante y estéril, dedicada al consumo de masas.

Aun careciendo de fe, Hirtmann debía reconocer que ciertas religiones, como la cristiana y la musulmana en especial, habían superado a todas las demás en materia de suplicios y de ferocidad. Él mismo se habría visto manejando los sabios instrumentos imaginados por algunos genios medievales, sus semejantes, que por aquel entonces tuvieron a su disposición las condiciones para expresar su talento. Él habría predicado con la misma elocuencia que había empleado en las salas de audiencias para poner a la sombra a individuos sobre cuya inocencia pesaba un mínimo de duda. Por el momento, se disponía a actuar como juez y verdugo. Iba a actualizar a su manera la vieja broma del cazador cazado.

Al principio había creído que el usurpador, la persona que había osado ocupar su lugar y hacerse pasar por él, se encontraba entre aquellos jóvenes, pero tras escucharlos e indagar un poco, había comprendido que no era así. Entonces se había hecho cargo de la cruel ironía de la situación. «Pobre Martin…». Había sufrido ya tanto… Por primera vez en su vida tal vez, Hirtmann se sentía conmovido por un impulso de compasión y de camaradería que casi le hacía aflorar lágrimas a los ojos. Él mismo se extrañaba de que Martin pudiera producir ese efecto en él. Se trataba de una deliciosa y maravillosa sorpresa. «Martin, mi amigo, mi hermano…», pensó. Iba a castigar con dureza a la culpable, ya que su crimen era doble puesto que había dos víctimas. Le iba a hacer pagar su crimen de lesa majestad por un lado y su traición por el otro. Le iba a infligir un castigo que quedaría grabado a fuego en su cuerpo y en su cerebro.

45
HOSPITAL

—Hemorragia retinal —diagnosticó el médico—. Según la ley de Boyle Mariotte, Pl x VI = P2 x V2, la variación de la presión comporta una variación en los volúmenes gaseosos. Como todos los gases, el aire contenido en su máscara ha acusado los cambios de presión. Bajo el efecto de esta, se ha comprimido al bajar y se ha dilatado al subir. Usted ha sufrido un accidente barotraumático, un traumatismo ocasionado por cambios demasiado bruscos de presión atmosférica. No sé qué habrá sucedido allá abajo, pero la pérdida total de la visión binocular es algo poco frecuente, aunque solo sea transitoria. De todas formas, no se preocupe, que no se va a quedar ciego.

«Estupendo —pensó Servaz—. ¿Y no me lo podía decir antes, imbécil?».

Le horripilaba la voz grave y pausada del médico, cargada de suficiencia. Era probable que, de haber podido ver el resto de su persona, le hubiera inspirado la misma reacción.

—La evolución de la hemorragia puede durar cierto tiempo —siguió pontificando el doctor—. La mácula, la zona de la visión central, ha quedado afectada. Lamento decirle que no existe un tratamiento específico para eso. Únicamente podemos incidir sobre la causa y, como en este caso la causa ha desaparecido, solo nos queda esperar a que las cosas vuelvan a su cauce por sí solas. Es posible, no obstante, que debamos recurrir a una ablación quirúrgica a fin de que pueda recuperar por completo la vista. Eso ya se verá. Mientras tanto, lo vamos a mantener en observación y usted deberá conservar esa venda en los ojos. Es necesario, sobre todo, que no se la intente quitar.

Asintió con una mueca. De todas maneras, no podía hacer mucho más, porque no veía nada.

—Parece que usted no hace las cosas a medias —bromeó el médico.

Le dieron ganas de contestar algo mordaz, pero curiosamente, aquella frase lo tranquilizó, sin duda a causa de la ligereza del tono empleado por el médico.

—Bueno, volveré dentro de un rato. Descanse.

—Tiene razón —dijo Ziegler cuando se hubo alejado—. No haces las cosas a medias.

Por su voz, adivinó que estaba sonriendo y dedujo que también a ella le habían dado un pronóstico tranquilizador.

—Dime lo que te ha dicho.

—Lo mismo que a ti. Puede tardar varias horas o varios días. Si hay necesidad, te operarán, pero vas a recuperar la vista, Martin.

—Fantástico.

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