El cisne negro (14 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

BOOK: El cisne negro
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Para ver un ejemplo de nuestra dependencia biológica de una historia, consideremos este experimento. En primer lugar, lea el lector la frase siguiente:

VALE MÁS PÁJARO EN MANO QUE CIENTO VOLANDO

¿Observa algo raro? Inténtelo de nuevo.
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El científico residente en Sidney Alan Snyder (que tiene acento de Filadelfia) hizo el siguiente descubrimiento. Si se inhibe el hemisferio izquierdo de una persona diestra (técnicamente, se efectúa dirigiendo impulsos magnéticos de baja frecuencia a los lóbulos temporales frontales del lado izquierdo), disminuye el índice de error del sujeto al leer el refrán anterior. Nuestra propensión a imponer significado y conceptos nos bloquea la conciencia de los detalles que componen el concepto. Sin embargo, si anulamos el hemisferio izquierdo de una persona, ésta se convierte en más realista: sabe dibujar mejor y con mayor verosimilitud. Su mente ve mejor los objetos en sí mismos, sin teorías, narrativas ni prejuicio alguno.

¿Por qué resulta difícil evitar la interpretación? Fundamentalmente, porque, como veíamos en la historia del erudito italiano, las funciones del cerebro a menudo operan fuera de nuestra conciencia. Interpretamos de modo muy parecido a como realizamos otras actividades consideradas automáticas y ajenas a nuestro control, como la de respirar.

¿Qué es lo que hace que el no teorizar nos cueste muchísima más energía que el teorizar? En primer lugar, está la impenetrabilidad de la actividad. He dicho que gran parte de ella tiene lugar fuera de nuestra conciencia: si no sabemos que estamos haciendo la inferencia, no podremos detenernos, salvo que estemos en un estado de alerta permanente. Pero si tenemos que estar continuamente al acecho, ¿no nos causa esto fatiga? Pruébelo el lector durante una tarde, y ya me dirá.

Un poco más de dopamina

Además de la historia del intérprete del cerebro izquierdo, contamos con más pruebas fisiológicas de nuestra búsqueda innata de patrones, gracias a nuestro creciente conocimiento del papel de los neurotransmisores, las sustancias químicas que, según se cree, transportan las señales entre las diferentes partes del cerebro. Parece que la percepción de patrones aumenta a medida que lo hace la concentración de dopamina química en el cerebro. La dopamina también regula los humores e introduce un sistema de recompensa interno en el cerebro (no es de extrañar que se encuentre en concentraciones ligeramente superiores en el lado izquierdo del cerebro de las personas diestras que en el lado derecho). Al parecer, una mayor concentración de dopamina disminuye el escepticismo y se traduce en una mayor vulnerabilidad a la detección de patrones; una inyección de L-dopa, sustancia que se emplea en el tratamiento de las personas que padecen Parkinson, puede aumentar esa actividad y disminuir la suspensión del juicio en el paciente. La persona se hace vulnerable a todo tipo de manías, como la astrología, las supersticiones, la economía y la lectura del tarot.

De hecho, mientras escribo estas líneas, hay noticias de una demanda pendiente de resolución presentada por un paciente que reclama a su médico más de 200.000 dólares, la cantidad que presuntamente perdió en el juego. El paciente alega que el tratamiento de su Parkinson lo llevó a frecuentar los casinos, donde hacía apuestas descontroladas. Resulta que uno de los efectos secundarios de la L-dopa es que una cantidad reducida pero importante de pacientes se convierten en jugadores compulsivos. Esta actitud ante el juego se asocia con el hecho de que los pacientes ven lo que ellos creen que son patrones claros en los números aleatorios, lo cual ilustra la relación entre el conocimiento y la aleatoriedad. También demuestra que algunos aspectos de lo que llamamos «conocimiento» (y que yo denomino narrativa) son una enfermedad.

Una vez más, advierto al lector de que no me estoy centrando en la dopamina como la razón de nuestra interpretación exagerada; lo que digo, por el contrario, es que existe una correlación física y neural con ese funcionamiento, y que nuestra mente es en gran medida víctima de nuestra encarnación física. Nuestra mente es como un preso, está cautiva de nuestra biología, a menos que consigamos dar con una ingeniosa escapatoria.

Lo que subrayo es que no tenemos control sobre ese tipo de inferencias. Es posible que el día de mañana alguien descubra otra base química u orgánica de nuestra percepción de los patrones, o contradiga lo que he dicho sobre el intérprete del cerebro izquierdo, demostrando el papel que desempeña una estructura más compleja; pero ello no negaría la idea de que la percepción de la causalidad tiene una base biológica.

La regla de Andrei Nikoláyevich

Hay otra razón, aún más profunda, que explica nuestra inclinación a narrar, y no es psicológica. Tiene que ver con el efecto que el orden produce en la reserva de información y en cualquier sistema de recuperación de la misma, y merece la pena que la explique aquí debido a su relación con lo que yo considero los problemas fundamentales de la teoría de la probabilidad y la información.

El primer problema es que cuesta obtener la información.

El segundo problema es que también cuesta almacenará información, como la propiedad inmobiliaria en Nueva York. Cuanto más ordenada, menos aleatoria, más conforme a patrones y narrada sea una serie de palabras o símbolos, más fácil es almacenarla en la propia mente o volcarla en un libro para que algún día la puedan leer nuestros nietos.

Por último, cuesta manipular y recuperar la información.

Con tantas células cerebrales —cien mil millones (y se siguen contando)—, el almacén debe ser muy grande, de modo que posiblemente los problemas no se planteen por falta de espacio de almacenamiento, sino que simplemente se trata de problemas de indexación. Nuestra memoria consciente, o de trabajo, la que usamos para leer estas líneas y extraer su significado, es considerablemente más pequeña que el almacén. Consideremos que nuestra memoria de trabajo tiene problemas para retener un simple número de teléfono de más de siete dígitos. Cambiemos un poco las imágenes y pensemos que nuestra conciencia es una mesa de lectura de la Biblioteca del Congreso: no importa cuántos libros contenga la biblioteca y que sea capaz de recuperar, pues el tamaño de nuestra mesa impone ciertas limitaciones de procesado. La compresión es esencial para la actuación del trabajo consciente.

Pensemos en una serie de palabras unidas para formar un libro de quinientas páginas. Si las palabras están escogidas al azar, tornadas del diccionario de forma totalmente impredecible, no podremos resumir, transferir ni reducir las dimensiones de ese libro sin perder algo importante de él. En nuestro próximo viaje a Siberia, necesitaremos llevarnos cien mil palabras para transmitir el mensaje exacto de unas cien mil palabras aleatorias. Ahora pensemos en lo contrario: un libro lleno de la siguiente frase repetida una y otra vez: «El presidente de {póngase aquí el nombre de la empresa en la que trabajemos\ es un tipo con suerte que resultó que estaba en el sitio adecuado en el momento preciso, y que se atribuye el éxito de su empresa, sin hacer concesión alguna a la suerte»; una frase que se repite diez veces por página, a lo largo de 500 páginas. Todo el libro se puede sintetizar con exactitud, como acabo de hacerlo yo, en 37 palabras (de entre 100.000); de este grano podría germinar una reproducción de la frase con total fidelidad. Si encontramos el patrón, la lógica de la serie, ya no tendremos que memorizarlo. Simplemente almacenamos el patrón. Y, como podemos ver aquí, un patrón es obviamente más compacto que la información pura y desnuda. Miramos dentro del libro y encontramos una regla. Siguiendo estos principios fue como el probabilista Andrei Nikoláyevich definió el grado de aleatoriedad, lo cual se denomina «complejidad de Kolmogórov».

Nosotros, los miembros de la variedad humana de los primates, estamos ávidos de reglas porque necesitamos reducir la dimensión de las cosas para que nos puedan caber en la cabeza. O, mejor, y lamentablemente, para que las podamos meter a empujones en nuestra cabeza. Cuanto más aleatoria es la información, mayor es la dimensionalidad y, por consiguiente, más difícil de resumir. Cuanto más se resume, más orden se pone y menor es lo aleatorio. De aquí que la misma condición que nos hace simplificar nos empuja a pensar que el mundo es menos aleatorio de lo que realmente es.

Y el Cisne Negro es lo que excluimos de la simplificación.

Tanto las iniciativas artísticas como científicas son producto de nuestra necesidad de reducir las dimensiones e imponer cierto orden en las cosas. Pensemos en el mundo que nos rodea, lleno de billones de detalles. Si intentemos describirlo nos veremos tentados a entrelazar lo que digamos, una novela, una historia, un mito, un cuento, todos cumplen la misma

función; nos ahorran la complejidad del mundo y nos protegen de su aleatoriedad. Los mitos ponen orden en el desorden de la percepción humana y en lo que se percibe como «caos de la experiencia humana».
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De hecho, muchos trastornos psicológicos graves van acompañados del sentimiento de pérdida de control del propio entorno, de la capacidad de «entenderlo».

Aquí nos afecta una vez más la platonicidad, Resulta interesante que el propio deseo de orden se aplique a los objetivos científicos: lo que sucede es que, a diferencia del arte, el objetivo (declarado) de la ciencia es llegar a la verdad, y no el de proporcionarnos una sensación de organización ni el de hacer que nos sintamos mejor. Tendemos a usar el conocimiento como terapia.

Una mejor forma de morir

Para comprender el poder de la narración, fijémonos en la afirmación siguiente: «El rey murió y la reina murió». Comparémosla con: «El rey murió y, luego, la reina murió de pena». Este ejercicio, que expuso el novelista E. M. Forster, demuestra la distinción entre la mera sucesión de información y una trama. Pero observemos el problema que aquí se plantea: aunque en la segunda afirmación añadimos información, redujimos efectivamente la dimensión del total. La segunda frase es, en cierto sentido, mucho más ligera de llevar y mucho más fácil de recordar; ahora tenemos una sola secuencia de información en Jugar de dos. Como la podemos recordar con menos esfuerzo, también la podemos vender a los demás, es decir, comerciar mejor con ella como una idea empaquetada. Ésta es, en pocas palabras, la definición y función de una narración.

Para ver cómo la narración puede conducir a un error en la valoración de las probabilidades, hagamos el siguiente experimento. Demos a alguien una historia policíaca bien escrita, por ejemplo, una novela de Agatha Christie con unos cuantos personajes que nos hacen sospechar, con razón, que son culpables. Ahora preguntemos al sujeto de nuestro experimento por las probabilidades que hay de que cada uno de los personajes sea el culpable. A menos que anote los porcentajes para llevar un recuento exacto, deberían sumar bastante más del 100 % (hasta un 200 % en una buena novela). Cuanto mejor sea el autor de la novela, mayor será la cantidad de probabilidades.

Recuerdo de las cosas no tan pasadas

Nuestra tendencia a percibir —a imponer— la narratividad y la causalidad es síntoma de la misma enfermedad: la reducción de la dimensión. Además, al igual que la causalidad, la narratividad tiene una dimensión cronológica y conduce a la percepción del flujo del tiempo. La causalidad hace que el tiempo avance en un único sentido, y lo mismo hace la narratividad.

Pero la memoria y la flecha del tiempo se pueden mezclar. La narratividad puede afectar muchísimo al recuerdo de los sucesos pasados, y lo hace del modo siguiente: tenderemos a recordar con mayor facilidad aquellos hechos de nuestro pasado que encajen en una narración, mientras que tendemos a olvidar otros que no parece que desempeñen un papel causal en esa narración. Imaginemos que recordamos los sucesos en nuestra memoria sabedores de la respuesta de qué ocurrió a continuación. Cuando se resuelve un problema, es literalmente imposible ignorar la información posterior. Esta simple incapacidad de recordar no ya la auténtica secuencia de los sucesos, sino una secuencia reconstruida, hará que, a posteriori, parezca que la historia sea mucho más explicable de lo que en realidad era o es.

El saber popular sostiene que la memoria es como un dispositivo de grabación en serie, como el disquete del ordenador. En realidad, la memoria es dinámica —no estática—, como un periódico en el que, gracias al poder de la información posterior, se registren continuamente nuevos textos (o versiones nuevas del mismo texto). (Con una perspicacia digna de mención, el poeta parisino del siglo xix Charles Baudelaire comparaba nuestra memoria con un palimpsesto, un tipo de pergamino en el que se pueden borrar textos antiguos y escribir sobre ellos documentos nuevos.)

La memoria se parece más a una máquina de revisión dinámica interesada: recordamos la última vez que recordamos el suceso y, sin darnos cuenta, en cada recuerdo posterior cambiamos la historia.

Así pues, empujamos los recuerdos a lo largo de vías causales, revisándolos involuntaria e inconscientemente. No dejamos de renarrar sucesos pasados a la luz de lo que nuestro pensamiento ilumina, haciendo que tenga sentido después de acaecidos esos sucesos.

Mediante un proceso llamado reverberación, un recuerdo se corresponde con el fortalecimiento de las conexiones mentales, lo cual sucede gracias al incremento de la actividad cerebral en un determinado sector del cerebro: cuanta mayor sea la actividad, más nítido será el recuerdo. Puede que pensemos que la memoria es algo fijo, constante y conectado; nada más lelos de la verdad. Lo que se asimile según la información obtenida posteriormente se recordará de forma más vivida. Por otra parte, inventamos algunos de nuestros recuerdos, un tema delicado en los tribunales de justicia, pues se ha demostrado que mucha gente inventa historias de malos tratos en la infancia a fuerza de escuchar teorías.

La narración del loco

Contamos con demasiadas formas posibles de interpretar en nuestro favor los sucesos pasados.

Consideremos la conducta de los paranoicos. He tenido el privilegio de trabajar con colegas que padecen trastornos paranoicos ocultos y que de vez en cuando asoman. Cuando la persona es muy inteligente, nos puede dejar atónitos con las interpretaciones más rocambolescas, aunque completamente verosímiles, de la observación más inocua. Si les digo: «Me temo que...», refiriéndome a un estado indeseable del mundo, es posible que me interpreten literalmente y piensen que tengo miedo de verdad, lo cual origina un episodio de terror en la persona paranoica. Alguien que padezca este trastorno puede obtener el más insignificante de los detalles y elaborar una teoría precisa y coherente sobre por qué existe una conspiración contra él. Y si reunimos, pongamos por caso, a diez paranoicos, todos en el mismo estado de delirio episódico, los diez darán interpretaciones distintas, aunque coherentes, de los sucesos.

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