El cisne negro (5 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

BOOK: El cisne negro
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La historia y las sociedades no gatean: avanzan a saltos. Van de fisura en fisura, con pocas vibraciones intermedias. Sin embargo, nos gusta (como a los historiadores) creer en lo impredecible, en la pequeña progresión incrementai.

Para mí supuso un gran golpe, una creencia que nunca me ha abandonado desde entonces, que no seamos más que una gran máquina que mira hacia atrás, v que los seres humanos sepamos engañarnos con tanta facilidad. Con cada año que pasa, aumenta mi creencia en esta distorsión.

Querido diario: de la historia en sentido inverso

Los sucesos se nos presentan de forma distorsionada. Pensemos en la naturaleza de la información: de los millones, quizá miles de millones, de pequeños hechos que acaecen antes de que se produzca un suceso, resulta que sólo algunos serán después relevantes para nuestra comprensión de lo sucedido. Dado que nuestra memoria es limitada y está filtrada, tenderemos a recordar aquellos datos que posteriormente coincidan con los hechos, a menos que seamos como Funes el memorioso, el protagonista del relato de Jorge Luis Borges, que no se olvida de nada y parece condenado a vivir con la carga que supone la acumulación de información no procesada. (No consigue vivir mucho tiempo.)

Mi primer encuentro con la distorsión retrospectiva se produjo como sigue. Durante mi infancia fui un lector voraz, aunque nada sistemático; me pasé la primera parte de la guerra en un sótano, sumergiendo cuerpo y alma en todo tipo de libros. La escuela estaba cerrada y llovían obuses mortales. Vivir en un sótano es terriblemente aburrido. Al principio lo que más me preocupaba era cómo combatir el aburrimiento y qué libro leer cuando acabara el que estuviese leyendo,
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 aunque estar obligado a leer por carecer de otras actividades no supone el mismo placer que leer por propia voluntad. Quería ser filósofo (y estoy aún en ello), así que pensaba que tenía que hacer una inversión y obligarme a estudiar las ideas de los demás. Las circunstancias me motivaron a estudiar versiones teóricas y generales de guerras y conflictos, intentando penetrar en las entrañas de la historia, introducirme en los mecanismos de esa gran máquina que genera los acontecimientos.

Podrá parecer extraño, pero el libro que me influyó no fue escrito por alguien dedicado a la empresa del pensamiento, sino por un periodista: Mi diario en Berlín: notas secretas de un corresponsal extranjero, 1934-1941, de William Shirer. Este era corresponsal de radio, famoso por su libro Auge y caída del Tercer Reicb. Me pareció que su Diario ofrecía una perspectiva fuera de lo habitual. Yo había leído las obras de Hegel, Marx, Toynbee, Aron y Fiebre (o libros sobre ellos), sobre la filosofía de la historia y sus propiedades, y pensaba que tenía una vaga idea del concepto de dialéctica, en la medida en que había algo que entender en esas teorías. No capté gran cosa, excepto que la historia tenía cierta lógica y que los sucesos evolucionaban a través de ¡a contradicción (o los opuestos), de tal forma que elevaban la humanidad a formas superiores de sociedad (o algo así). Esto me parecía muy similar a las teorías que había oído acerca de la guerra de Líbano. Hoy, cuando alguien me hace la ridícula pregunta de qué libros «configuraron mí pensamiento», sorprendo al público al decir que ese libro me enseñó (de forma inadvertida) la mayor parte de lo que sé y pienso sobre la filosofía y la historia; y, como veremos, también sobre la ciencia, pues aprendí la diferencia que existe entre los procesos que van hacia delante y los que van hacia atrás.

¿Por qué? Sencillamente, porque en aquel diario se describían los sucesos mientras tenían lugar, no después. Yo estaba en un sótano, con la historia que se estaba desarrollando sobre mi cabeza (el estallido de los obuses me mantenía despierto toda la noche). Era un adolescente que asistía al entierro de sus compañeros de clase. Experimentaba un desarrollo de la historia que nada tenía de teórico, y estaba leyendo sobre alguien que experimentaba la historia a medida que avanzaba. Me esforzaba por producir mentalmente una representación tipo película del futuro, y me percataba de que no era tan fácil. Me daba cuenta de que si escribía sobre los acontecimientos más adelante, parecerían más... históricos. Había una diferencia entre el antes y el después.

Supuestamente, Shirer escribía su diario sin que supiera qué iba a suceder a continuación, cuando la información de que disponía no estaba corrompida por los posteriores resultados. Algunos comentarios resultaban muy ilustradores, en particular los que se referían a la creencia de los franceses de que Hitler era un fenómeno transitorio, lo cual explicaba la falta de preparación de aquéllos y la rápida capitulación posterior. En ningún momento se pensó que fuera posible el grado de devastación que llegó a producirse.

Nuestra memoria es altamente inestable, de ahí que el diario ofrezca unos hechos indelebles registrados de forma más o menos inmediata; así que nos permite fijar una percepción no revisada y, más adelante, estudiar los sucesos en su propio contexto. Una vez más, lo importante era el supuesto método de la descripción del suceso, no su ejecución. De hecho, es probable que Shirer y sus editores hicieran algunas trampas, ya que el libro se publicó en 1941 y, según me han dicho, a los editores les interesan textos dirigidos al público en general, más que imágenes fidedignas de lo que el autor pensara, unas imágenes racheadas de distorsiones retrospectivas. (Cuando hablo de «trampas», me refiero a eliminar, en el momento de la publicación, elementos que no fueron relevantes rara lo que ocurrió, mejorando así aquellos que puedan interesar al público. En efecto, el proceso de edición puede ser gravemente distorsionar::. en especial cuando al escritor se le asigna lo que se llama un «buen corrector».) Pese a todo, el encuentro con el libro de Shirer afinó mi intuición sobre el funcionamiento de la historia. Se diría que las personas que vivieron los inicios de la Segunda Guerra Mundial tuvieron el presentimiento de que se estaba produciendo algo de capital importancia. En absoluto.
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De ese modo el diario de Shirer se convirtió en un programa de formación sobre la dinámica de la incertidumbre. Yo quería ser filósofo, aunque en aquellos momentos no sabía qué hacen los filósofos profesionales para ganarse la vida. Tal idea me llevó a la aventura (o, mejor dicho, a la práctica aventurada) de la incertidumbre, así como al interés matemático y científico.

Educación en un taxi

Voy a introducir el tercer elemento del terceto, la maldición del aprendizaje, como sigue. Yo observaba atentamente a mi abuelo, que fue ministro de Defensa y, más tarde, ministro del Interior y viceprimer ministro al comienzo de la guerra, antes de que se eclipsara su relevancia política. A pesar de su posición, parecía que no sabía lo que iba a suceder más de lo que pudiera saberlo su chófer, Mijaíl). Pero éste, a diferencia de mi abuelo, solía repetir «¡Dios sabrá!» como máximo comentario de los acontecimientos, elevando así a las alturas la tarea de comprender.

Yo observaba que personas muy inteligentes e informadas no tenían ventaja alguna sobre los taxistas en sus predicciones, pero había una diferencia crucial. Los taxistas no pensaban que comprendieran las cosas mejor que las personas con estudios; ellos no eran los especialistas, y lo sabían. Nadie sabía nada, pero los pensadores de élite estaban convencidos de que sabían más que los demás porque eran pensadores reputados, y cuando se es miembro de la élite, automáticamente se sabe más que los que no son tal.

No sólo el conocimiento puede tener un valor dudoso, sino también la información. Llegó a mis oídos que casi todo el mundo estaba familiarizado hasta el mínimo detalle con los acontecimientos que se producían. El solapamiento entre los periódicos era tal que, cuanto más leía uno, menos se informaba. Pero todo el mundo tenía tantas ganas de conocer lo que ocurría, que leían cualquier documento recién impreso y escuchaban todas las emisoras de radio, como si la gran respuesta les fuera a ser revelada en el boletín de noticias siguiente. La gente se convirtió en enciclopedias de quién se había reunido con quién y qué político había dicho qué a qué otro político (y con qué tono de voz: «¿Se mostró más amable de lo habitual»?). Pero no sirvió de nada.

los grupos

Durante la guerra libanesa también observé que los periodistas no solían compartir las mismas opiniones, sino el mismo esquema de análisis. Asignaban la misma importancia a los mismos conjuntos de circunstancias y dividían la realidad en las mismas categorías; una vez más, la manifestación de la platonicidad, el deseo de dividir la realidad en piezas nítidas. Lo que Robert Frisk llama «periodismo de hotel» aumentaba aún más el contagio mental. Mientras en el periodismo anterior Líbano formaba parte de Levante, es decir, del Mediterráneo occidental, ahora se convertía de repente en parte de Oriente Próximo, como si alguien hubiera conseguido acercarlo a las arenas de Arabia Saudí. La isla de Chipre, a unos noventa kilómetros de mi pueblo, situado en el norte de Líbano, y casi con el mismo tipo de alimentación, iglesias y costumbres, de súbito pasó a formar parte de Europa (por supuesto, los ciudadanos de ambas partes quedaron posteriormente condicionados). Si antes se había establecido una distinción entre mediterráneo y no mediterráneo (es decir, entre el aceite de oliva y la mantequilla), en la década de 1970 la distinción se estableció súbitamente entre europeo y no europeo. El islamismo era la cuña que separaba a ambos, de ahí que uno no sepa dónde situar en esta historia a los nativos cristianos (o judíos) que hablaban árabe. Los seres humanos necesitamos la categorización, pero ésta se hace patológica cuando se entiende que la categoría es definitiva, impidiendo así que los individuos consideren las borrosas fronteras de la misma, y no digamos que puedan revisar sus categorías. El contagio era el culpable. Si se escogieran cien periodistas independientes capaces de ver los factores aislados entre sí, nos encontraríamos con cien opiniones diferentes. Pero al hacer que esas personas informaran hombro con hombro, en marcha cerrada, la dimensionalidad de la opinión se vio reducida considerablemente: coincidían en las ideas y utilizaban los mismos temas como causas. Por ejemplo, para alejarnos un momento de Líbano, hoy día todos los periodistas se refieren a los «convulsos años ochenta», dando por supuesto que hubo algo particularmente distintivo en esa década. Y cuando apareció la llamada burbuja de Internet a finales de la década de 1990, los periodistas coincidían en que índices disparatados habían determinado la calidad de empresas que no tenían valor alguno y a las que todo el mundo deseaba todos los males.
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Si el lector quiere entender a qué me refiero cuando hablo de la arbitrariedad de las categorías, considere la situación de la política polarizada. La próxima vez que un marciano visite la Tierra, intente el lector explicarle por qué quienes están a favor del aborto también se oponen a la pena de muerte. O intente explicarle por qué se supone que quienes aceptan el aborto están a favor de los impuestos elevados pero en contra de un ejército fuerte. ¿Por qué quienes prefieren la libertad sexual tienen que estar en contra de la libertad económica individual?

Me di cuenta de lo absurdo de los grupos cuando era muy joven. Por algún ridículo vaivén de los acontecimientos en aquella guerra civil que sufría mi país, los cristianos se convirtieron en adeptos del mercado libre y e! capitalismo —es decir, de lo que un periodista llamaría «la derecha»— y los islamistas se hicieron socialistas, por lo que contaron con el apoyo de los regímenes comunistas (Pravda, el órgano del régimen comunista, los llamaba «luchadores contra la opresión», aunque posteriormente, cuando los rusos invadieron Afganistán, fueron los estadounidenses quienes trataron de asociarse con Bin Laden y sus acólitos musulmanes).

La mejor forma de demostrar el carácter arbitrario de estas categorías, y el efecto de contagio que producen, es recordar con qué frecuencia esos grupos cambian por completo a lo largo de la historia. No hay duda de que la actual alianza entre los fundamentalistas cristianos y el lobby israelí sería incomprensible para un intelectual del siglo xix: los cristianos eran antisemitas, y los musulmanes protegían a los judíos, a quienes preferían sobre los cristianos; los libertarios eran de izquierdas. Lo que me resulta interesante como probabilista que soy es que un determinado suceso aleatorio hace que un grupo que inicialmente apoya un determinado tema se alíe con otro grupo que apoya otro tema, causando así que ambos asuntos se fusionen y unifiquen... hasta que se produce la sorpresa de la separación.

El hecho de categorizar siempre produce una reducción de la auténtica complejidad. Es una manifestación del generador del Cisne Negro, esa platonicidad inquebrantable que definía en el prólogo. Cualquier reducción del mundo que nos rodea puede tener unas consecuencias explosivas, ya que descarta algunas fuentes de incertidumbre, y nos empuja a malinterpretar el tejido del mundo. Por ejemplo, podemos pensar que el islamismo radical (y sus valores) son nuestros aliados contra la amenaza del comunismo, y de este modo podemos contribuir a que se desarrollen, hasta que estrellan dos aviones en el centro de Manhattan.

Pocos años después del inicio de la guerra libanesa, mientras estudiaba en la Wharton School, a mis veintidós años, di con la idea de los mercados eficientes, según la cual no hay forma de obtener beneficios de la compraventa de valores, ya que éstos incorporan automáticamente toda la información disponible. Por consiguiente, la información pública puede resultar inútil, en particular para el hombre de negocios, ya que los precios «incluyen» toda esa información, y las noticias compartidas con millones de personas no dan beneficio alguno. Es probable que uno o más de los cientos de millones de lectores de esa información hayan comprado el valor, haciendo así que el precio suba. Así pues, dejé de leer la prensa y de ver la televisión, lo cual liberaba una cantidad considerable de tiempo (pongamos que una hora o más al día, tiempo suficiente para leer más de cien libros adicionales al año, lo cual, al cabo de veinte años, supone una cantidad muy considerable). Pero esta argumentación no fue la única razón de que proponga en este libro dejar de lado la prensa, pues luego veremos los beneficios que conlleva evitar la toxicidad de la información. Al principio fue una muy buena excusa para evitar tener que mantenerme al día sobre las menudencias del mundo de los negocios, un mundo nada elegante, soso, pedante, codicioso, ajeno a lo intelectual, egoísta y aburrido.

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