Authors: Nassim Nicholas Taleb
Mis principios quedaron configurados cuando, a los quince años, fui encarcelado por (presuntamente) atacar a un policía con un trozo puntiagudo de cemento durante unos disturbios estudiantiles; un incidente que tuvo extrañas ramificaciones, ya que en aquel entonces mi abuelo era ministro del Interior y, por tanto, la persona que firmó la orden de aplastar nuestra revuelta. Uno de los alborotadores murió abatido por un policía que presa del miedo, al ser herido con una piedra en la cabeza, empezó a disparar contra nosotros. Recuerdo que estaba en el centro de los disturbios, y que me sentí muy satisfecho cuando me detuvieron, mientras que mis amigos temían por igual la prisión y a sus padres. Atemorizamos al gobierno hasta el punto de que se nos amnistió.
Demostrar la capacidad de actuar según los propios principios, y no ceder ni un milímetro para evitar «ofender» o molestar a los demás, tenía algunas ventalas evidentes. Yo estaba enfurecido y no me importaba lo que mis padres (y mi abuelo) pensaran de mí. Esto hizo que me tuvieran cierto miedo, de modo que no podía permitirme echarme atrás, ni siquiera titubear. Si hubiera ocultado mi participación en los disturbios (como hicieron muchos amigos) y me hubiesen descubierto, en vez de mostrarme abiertamente desafiante, estoy seguro de que me habrían tratado como a una oveja negra. Una cosa es desafiar superficialmente a la autoridad vistiéndose de forma poco convencional —lo que los científicos y economistas llaman «fácil señalización»— y otra es mostrarse dispuesto a llevar las ideas a la acción.
A mi tío paterno no le preocupaban demasiado mis ideas políticas (unas ideas que van y vienen); lo que le desesperaba era que las utilizara como excusa para vestir de cualquier manera. Para él, la falta de elegancia en un familiar cercano era una ofensa mortal.
El conocimiento público de mi detención generó otro beneficio importante: me permitió evitar los habituales signos externos de la rebelión adolescente. Descubrí que es más efectivo comportarse como un buen chico y ser «razonable» si demuestras que quieres ir más allá de la simple verborrea. Te puedes permitir ser compasivo, poco estricto y educado si, alguna que otra vez, cuando menos se espera de ti, pero con plena justificación, demandas a alguien o atacas con fiereza a un enemigo, sólo para demostrar que sabes arreglártelas.
El «paraíso» libanes se esfumó de repente, después de unas cuantas balas y obuses. Pocos meses después de mi episodio carcelario, con cerca de trece siglos de una destacada coexistencia étnica, un Cisne Negro, salido de la nada, transformó el cielo en un infierno. Se inició una terrible guerra civil entre cristianos y musulmanes, incluidos los refugiados palestinos, que se unieron al bando musulmán. Fue algo brutal, ya que los combates se libraban en el centro de las ciudades y la mayor parte de los enfrentamientos tenían lugar en zonas residenciales (mi instituto estaba a sólo unos cientos de metros de la zona de guerra). El conflicto se prolongó más de quince años; no voy a entrar en detalles. Puede que la invención de la artillería pesada y las armas potentes convirtiera lo que en la época de !a espada hubiera sido sólo una situación tensa en una espiral incontrolable de represalias bélicas.
Aparte de la destrucción física (que resultó ser de fácil solución gracias a unos cuantos contratistas motivados, políticos sobornados y accionistas ingenuos), la guerra se llevó gran parte de la corteza de sofisticación que había hecho de las ciudades levantinas un centro permanente de gran refinamiento intelectual durante tres mil años. Los cristianos habían ido abandonando aquella tierra desde los tiempos de los otomanos; los que se fueron a Occidente se bautizaron con nombres occidentales y se fusionaron con la nueva sociedad. Su éxodo se aceleró. La cantidad de personas cultas bajó hasta un nivel crítico. Súbitamente, aquel territorio se convirtió en un vacío. Es difícil recuperarse de la fuga de cerebros, y es posible que parte del antiguo refinamiento se haya perdido para siempre.
La próxima vez que el lector sufra un apagón, aprovéchelo para gozar del cielo estrellado. No lo reconocerá. Durante la guerra, los apagones eran frecuentes en Beirut. Antes de que la gente se comprara sus propios generadores, una parte del cielo estaba despejada por la noche, gracias a la ausencia de contaminación lumínica. Era la parte de la ciudad más alejada de la zona de combate. No existía la televisión, y las personas iban en coche a contemplar la erupción de luces de las batallas nocturnas. Se diría que preferían arriesgarse a que un obús las hiciera saltar por los aires al aburrimiento de toda una noche sin aliciente alguno.
Así que se podían ver las estrellas con toda claridad. En el instituto me habían dicho que se encuentran en un estado llamado de equilibrio, de manera que no teníamos por qué temer que se nos vinieran encima inesperadamente. Para mí, aquello tenía una inquietante semejanza con las historias que nos contaban sobre la «singular estabilidad» de Líbano. La propia idea de un supuesto equilibrio me preocupaba. Miraba las constelaciones del cielo y no sabía qué pensar.
La historia es opaca. Se ve lo que aparece, no el guión que produce los sucesos, el generador de la historia. Nuestra forma de captar estos sucesos es en buena medida incompleta, ya que no vemos qué hay dentro de la caja, cómo funcionan los mecanismos. Lo que denomino generador de sucesos históricos no equivale a los propios sucesos, del mismo modo que para leer .a mente de los dioses no basta con ser testigos de sus actos. Es muy probable que estemos engañados en lo que a sus intenciones se refiere.
Esta desconexión se asemeja a la diferencia que existe entre la comida que vemos sobre la mesa de un restaurante v el proceso que podamos observar en la cocina. (La última vez que fui a almorzar a cierto restaurante chino de Canal Street, en el centro de Manhattan, vi salir una rata de la cocina.)
La mente humana padece tres trastornos cuando entra en contacto con la historia, lo que yo llamo el
terceto de la opacidad
. Son los siguientes:
Nadie sabe qué pasaa. la ilusión de comprender, o cómo todos pensamos que sabemos lo que pasa en un mundo que es más complicado (o aleatorio) de lo que creemos;
b. la distorsión retrospectiva, o cómo podemos evaluar las cosas sólo después del hecho, como si se reflejaran en un retrovisor (la historia parece más clara y más organizada en los libros que en la realidad empírica); y
c. la valoración exagerada de la información factual y la desventaja de las personas eruditas y con autoridad, en particular cuando crean categorías, cuando «platonifican».
El primer componente del terceto es el vicio de pensar que el mundo en que vivimos es más comprensible, más explicable y, por consiguiente, más predecible de lo que en realidad es.
Los adultos no dejaban de decirme que la guerra, que terminó al cabo de casi diecisiete años, iba a acabar «en cuestión de días». Parecían muy convencidos de sus predicciones sobre la duración de la guerra, como lo evidenciaba la cantidad de personas que se sentaban en las habitaciones de los hoteles y otros cuarteles temporales de Chipre, Grecia, Francia y otros sitios, a esperar que la guerra terminara. Uno de mis tíos me repetía una y otra vez que, treinta años antes, cuando los palestinos ricos huyeron hacia Líbano, pensaban que se trataba de una solución temporal (muchos de aquellos que siguen vivos están aún allí, seis décadas después). Pero cuando le preguntaba si iba a pasar lo mismo con nuestro conflicto, replicaba: «No, claro que no. Este lugar es diferente; siempre ha sido diferente». Al parecer, lo que detectaba en los demás no era aplicable a su caso.
Esta ceguera sobre la duración en los exiliados de mediana edad es una enfermedad muy extendida. Más tarde, cuando decidí evitar la obsesión del exiliado por sus raíces (las raíces del exiliado ahondan demasiado en su personalidad), estudié la literatura del exilio, precisamente para evitar la trampa de una nostalgia obsesiva y corrosiva. Parecía que estos exiliados se habían convertido en prisioneros del recuerdo de unos orígenes idílicos: se sentaban junto a otros prisioneros del pasado y hablaban del viejo país; comían sus platos típicos mientras de fondo se oía su música tradicional. Su mente no dejaba de concebir situaciones contrafactuales, de generar escenarios alternativos que podrían haber acontecido y haber evitado esas rupturas históricas; posibilidades de! estilo «si el sha no hubiese nombrado primer ministro a aquel incompetente., aún estaríamos allí». Era como si la ruptura histórica tuviera una causa específica, y que la catástrofe se hubiese podido evitar eliminando esa causa concreta. Así que yo intentaba sonsacar a toda persona desplazada con quien me encontrara información sobre su conducta durante el exilio. Casi todos actúan de la misma forma.
Se oyen historias interminables de refugiados cubanos con la maleta aún medio hecha, que llegaron a Miami en la década de 1960 huyendo de una situación cuya solución era «cuestión de días», después de que se instalara el régimen de Castro. Y de refugiados iraníes de París y Londres que huyeron de la República islámica de 1978, pensando que su ausencia no sería más que unas breves vacaciones. Algunos, más de veinticinco años después, siguen esperando el regreso. Muchos rusos que abandonaron el país en 1917, como el escritor Vladimir Nabokov, se asentaron en Berlín, tal vez para estar cerca cuando pudieran regresar, lo cual creían que sucedería muy pronto. El propio Nabokov vivió toda su vida en lugares provisionales, tanto en momentos de indigencia como en otros de abundancia y lujo, y acabó sus días en el hotel Montreux Palace, junto al lago de Ginebra.
En todos estos errores de previsión había, claro está, un poco más de ilusión que de realidad, la ceguera de la esperanza, pero también un problema de conocimiento. Era evidente que la dinámica del conflicto libanés había sido imprevisible; sin embargo, el razonamiento de las personas, cuando analizaban los acontecimientos, mostraba una constante: casi todos los que se preocupaban parecían convencidos de que entendían lo que pasaba. Día tras día conocían sucesos que quedaban completamente fuera de lo previsto, pero aquellas personas no podían imaginar que no los habían previsto. Gran parte de lo que sucedió se habría considerado una auténtica locura respecto al pasado. Pero no parecía tan disparatado después de que ocurriera lo que ocurrió. Esta verosimilitud retrospectiva produce una disminución de la rareza y el carácter concebible del suceso. Más tarde, observé esa misma ilusión de comprender en el éxito de los negocios y mercados financieros.
Más adelante, cuando proyectaba de nuevo en mi memoria aquellos tiempos de guerra, al tiempo que formulaba mis ideas sobre la percepción de los sucesos aleatorios, desarrollé la imperiosa percepción de que nuestra mente es una magnífica máquina de explicación, capaz de dar sentido a casi todo, hábil para ensartar explicaciones para todo tipo de fenómenos, y generalmente incapaz de aceptar la idea de la impredecibilidad. Esos sucesos eran inexplicables, pero las personas inteligentes pensaban que podían aportar explicaciones convincentes, a posteriori. Además, cuanto más inteligente era la persona, más sólida parecía la explicación. Lo que resulta más inquietante es que todas estas creencias y versiones parecían ser lógicamente coherentes, sin visos de incongruencia alguna.
Abandoné aquel lugar llamado Líbano siendo aún adolescente, pero puesto que allí permanecía una gran cantidad de amigos y familiares, regresaba a menudo de visita, en especial durante los conflictos bélicos. La guerra no era continua: había períodos de enfrentamientos que soluciones «permanentes» interrumpían. Me sentía más próximo a mis raíces en épocas de conflicto y experimentaba la necesidad imperiosa de regresar y mostrar mi apoyo a los que había dejado atrás, que a menudo se sentían deprimidos por la partida de los demás; envidiaban a los amigos de los buenos tiempos, que disfrutaban de seguridad económica y personal, y podían regresar sólo de vacaciones durante aquellos períodos de calma. Yo me sentía incapaz de leer o escribir cuando estaba fuera de Líbano, mientras mis compatriotas morían; en cambio, paradójicamente, me afectaban menos ¡os sucesos y me sentía con más ánimo para perseguir mis intereses intelectuales sin sentimiento de culpa cuando estaba en Líbano. Lo interesante era que las personas se divertían mucho durante la guerra y desarrollaron un gusto mayor aún por el lujo, lo cual hacía que las visitas, pese a la guerra, fueran muy atractivas.
Había algunas preguntas difíciles. ¿Cómo podían haber vaticinado que aquellos que parecían ser modelo de tolerancia se convertirían, de la noche a la mañana, en unos bárbaros sin escrúpulos? ¿Por qué el cambio era tan drástico? Al principio pensaba que quizá la guerra libanesa era realmente imposible de predecir, a diferencia de otros conflictos, y que los levantinos eran una raza demasiado compleja para poder entenderla. Después, poco a poco, y a medida que consideraba los grandes acontecimientos de la historia, me di cuenta de que la regularidad de éstos no es una característica local.
El Levante ha sido una especie de productor en masa de sucesos trascendentales que nadie vio cómo se aproximaban. ¿Quién predijo el auge del cristianismo como religión dominante en la cuenca mediterránea y, más adelante, en el mundo occidental? Los cronistas romanos de aquella época ni siquiera citaban la nueva religión; a los historiadores de la cristiandad les asombra la ausencia de menciones contemporáneas de aquellos tiempos. Al parecer, algunos peces gordos asumieron las ideas de un judío aparentemente herético con la suficiente seriedad para pensar que iba a dejar rastro en la posteridad. Sólo disponemos de una única referencia contemporánea a Jesús de Nazaret —en La guerra de los judíos, de Flavio Josefo—, que bien pudo haber añadido más tarde algún devoto copista. ¿Y la religión competidora que surgió siete siglos después? ¿Quién predijo que una serie de jinetes iban a extender su imperio y la ley islámica desde el subcontinente indio hasta España en tan sólo unos años? Más que el auge de la cristiandad, el fenómeno que conllevaba mayor impredecibilidad era la expansión del islamismo (la tercera edición, por decirlo de algún modo); a muchos historiadores les ha sorprendido la contundencia del cambio. George Duby, por ejemplo, manifestó su sorpresa por la rapidez con que casi diez siglos de helenismo levantino fueron borrados «con un solo golpe de espada». Un posterior titular de la misma cátedra en el Collège de France, Paul Veyne, comparaba con toda autoridad la difusión de las religiones a los «éxitos de ventas», una comparación que indica impredecibilidad. Estos tipos de discontinuidades en la cronología de los acontecimientos no hacían de la historia una profesión fácil: el análisis aplicado y minucioso del pasado no nos dice gran cosa sobre el espíritu de la historia; sólo nos crea la ilusión de que la comprendemos.