Authors: Nassim Nicholas Taleb
La misma ilusión de reificación afecta a lo que llamamos desviaciones «medias». Tomemos cualquier serie de precios o valores históricos. Dividámoslos en subsegmentos y midamos su desviación «típica». ¿Sorprendidos? Cada muestra tendrá una desviación «típica» diferente. Entonces, ¿por qué hablamos de desviaciones típicas? Vete a saber.
Señalemos en este punto que, como ocurre con la falacia narrativa, cuando observamos datos pasados y computamos una única correlación o desviación típica, no percibimos tal inestabilidad.
Si empleamos la expresión estadísticamente importante, tengamos cuidado con las ilusiones de las certezas. Lo más probable es que alguien se haya fijado en los errores de su observación y haya supuesto que son gaussianos, lo cual necesita un contexto gaussiano, concretamente Mediocristán, para que sea aceptable.
Para mostrar cuán endémico es el problema del mal uso de lo gaussiano, y cuán peligroso puede ser, consideremos un (aburrido) libro que lleva por título Catastrophe, del juez Richard Posner, escritor prolífico. Posner se lamenta de la equivocada interpretación que los funcionarios hacen de lo aleatorio y recomienda, entre otras cosas, que los responsables del Estado aprendan estadística... de los economistas. Parece que el juez Posner intente fomentar las catástrofes. Sin embargo, pese a ser una de esas personas que debería dedicar más tiempo a leer y menos a escribir, puede ser también un pensador agudo, profundo y original; como ocurre con muchas personas, sencillamente no es consciente de la distinción entre Mediocristán y Extremistán, y cree que la estadística es una «ciencia», nunca un fraude. Si el lector se topa con él, adviértale, por favor, de estas cosas.
Esta monstruosidad llamada campana de Gauss no es cosa de Gauss. Trabajó en ella, pero él era un matemático que se ocupaba de una cuestión teórica, y no formulaba teorías sobre la estructura de la realidad como hacían los científicos de mente estadística. En Apología de un matemático, G. h. Hardy escribía:
Las «auténticas» matemáticas de los «auténticos» matemáticos, las matemáticas de Fermat y Euler, de Gauss, Abel y Riemann, son casi completamente «inútiles» (y así ocurre tanto con las matemáticas «aplicadas « como con las «puras»).
Como ya he dicho, la curva de campana fue principalmente obra de un jugador, Abraham de Moivre (1667-1754), refugiado calvinista francés que pasó la mayor parte de su vida en Londres, y que hablaba un. inglés con mucho acento. Pero es Quételet, y no Gauss, quien figura como uno de los tipos más destructivos de la historia del pensamiento, como veremos a continuación.
A Adolphe Quételet (1796-1874) se le ocurrió la idea de un ser humano físicamente medio,
l'homme moyen
. Nada había de moyen en Quételet, «hombre de grandes pasiones creadoras, un hombre creativo lleno de energía». Escribió poesía y hasta fue coautor de una ópera. El problema básico de Quételet estaba en que era matemático, no científico empírico, pero no lo sabía. Encontró armonía en la curva de campana.
El problema se plantea en dos niveles. Primo, Quételet tenía una idea normativa: hacer que el mundo se ajustara a su media, que para él era lo «normal». Sería fantástico poder ignorar la contribución al total de lo inusual, lo «no normal», el Cisne Negro.
Secondo, había un grave problema empírico asociado. Quételet veía curvas de campana por doquier. Lo cegaban las curvas de campana y, según he visto, una vez más, cuando se nos mete una de esas curvas en cabeza es difícil erradicarla. Más tarde, Frank Ysidro Edgeworth hablaría del «quételismo» para referirse al grave error de ver curvas de campana por todas partes.
Quételet ofreció un producto de primera necesidad para el apetito ideológico de su tiempo. Vivió entre 1796 y 1874, así que pensemos en la lista de sus contemporáneos: Saint-Simon (1760-1825), Pierre-Joseph Proudhon (1809-1865) y Karl Marx (1818-1883), cada uno de los cuales creó una versión distinta del socialismo. Todos lo que vivieron esos tiempos posteriores a la Ilustración añoraban la áurea mediocridad, la media áurea: en la riqueza, en la altura, en el peso, etc. Esa añoranza contiene cierta parte de ilusión mezclada con una buena cantidad de armonía y... platonicidad.
Siempre recuerdo la máxima de mi padre de que in medio stat virtus, «la virtud está en la moderación». Bueno, durante mucho tiempo éste fue el ideal; se llegó a pensar que la mediocridad, en ese sentido, era áurea. Una mediocridad que lo abarcaba todo.
Pero Quételet llevó la idea a un nivel distinto. Reuniendo estadísticas, empezó a crear estándares de «medias». El tamaño del pecho, la altura, el peso de los niños al nacer..., pocas cosas escapaban a sus estándares. Descubrió que las desviaciones de la norma se hacían exponencialmente más raras a medida que aumentaba la magnitud de la desviación. Luego, después de concebir la idea de las características físicas de l'homme moyen, monsieur Quételet pasó a los temas sociales. L'homme moyen tenía sus hábitos, su consumo, sus métodos.
A través de su constructo de l'homme moyen physique y l'homme moyen moral, el hombre medio física y moralmente, Quételet creó un rango de desviación desde el promedio que sitúa a todas las personas a la izquierda o a la derecha del centro y, realmente, castiga a quienes se encuentran ocupando el extremo derecho o el izquierdo de la curva de campana estadística. Se convirtieron en anormales. Es evidente que esto inspiró a Marx, quien cita a Quételet y su idea de hombre normal medio: «Se deben minimizar las desviaciones societales en lo que se refiere, por ejemplo, a la distribución de la riqueza», escribe en Das Kapital.
Hay que dar cierto crédito a la clase científica dominante en los tiempos de Quételet: al principio no aceptó la argumentación de éste. Augustin Cournot, filósofo, matemático y economista, para empezar, no creía que se pudiera establecer un ser humano estándar sobre una base puramente cuantitativa. Tal estándar dependería del atributo en consideración. Una medición en un ámbito puede diferir de la que se realice en otro ámbito. ¿Cuál deberá ser la estándar? L'homme moyen sería un monstruo, decía Cournot. Explicaré este punto como sigue.
Suponiendo que haya algo de deseable en el hecho de ser un hombre medio, éste deberá tener una especialidad no concretada para la que esté mejor dotado que otras personas (no puede ser promedio en todo). El pianista tocaría, como promedio, mejor el piano, pero estaría por detrás de la norma en, por ejemplo, montar a caballo. El dibujante tendría mejores destrezas para dibujar, y así sucesivamente. La idea de un hombre considerado promedio es diferente de la de un hombre que está en la media en todo lo que hace. De hecho, un ser humano exactamente medio debería ser mitad macho y mitad hembra. Quételet se olvidó de este punto.
Un aspecto mucho más inquietante de lo dicho es que, en la época de Quételet, el nombre que se daba a la distribución gaussiana era la loi des erreurs, la ley de los errores, ya que una de su primeras aplicaciones fue la distribución de los errores en las mediciones astronómicas. ¿Se siente el lector tan preocupado como yo? La divergencia de la media (aquí también de la mediana) se trataba precisamente como un error. No es de extrañar que a Marx le encantaran las ideas de Quételet.
Este concepto despegó con rapidez. Se confundía el debería con el es, y éste, con el visto bueno de la ciencia. La idea del hombre medio está incardinada en la cultura que asistía al nacimiento de la clase media europea, la emergente cultura posnapoleónica del comerciante, reacia a la riqueza excesiva y al esplendor cultural. De hecho, se presume que el sueño de una sociedad con unos resultados comprimidos se corresponde con las aspiraciones de un ser humano racional que se enfrenta a la lotería genética. Si uno tuviera que escoger una sociedad en la que nacer en su próxima vida, sin saber qué resultados le esperaban, se da por supuesto que no lo echaría a la suerte; preferiría vivir en una sociedad en la que no hubiera resultados divergentes.
Un efecto gracioso de la glorificación de la mediocridad fue la creación en Francia de un partido político llamado «poujadismo», que aglutinaba inicialmente un movimiento de comerciantes de ultramarinos. Era el cálido apiñamiento de los medio favorecidos, que confiaban en ver cómo el universo se reducía a su rango (un ejemplo de revolución no proletaria). Tenía la mentalidad del comerciante de ultramarinos, y se servía de herramientas matemáticas. ¿Es que Gauss proporcionó las matemáticas a los tenderos?
El propio Poincaré recelaba de lo gaussiano. Imagino que, cuando le expusieron este y otros planteamientos similares, se sintió intranquilo. Pensemos que, en sus inicios, lo gaussiano estaba dirigido a medir los errores astronómicos, y que las ideas de Poincaré acerca de la modelación de la mecánica celeste inspiraban un sentimiento de profunda incertidumbre.
Poincaré escribió que uno de sus amigos, un anónimo «físico eminente», se le quejaba de que los físicos tendieran a utilizar la campana de Gauss porque pensaban que los matemáticos la consideraban una necesidad matemática; los matemáticos la empleaban porque creían que los físicos pensaban que era un hecho empírico.
Permítame el lector que en este punto afirme que, salvo en lo que a la mentalidad del tendero se refiere, creo de veras en el valor de lo medio y de la mediocridad: ¿qué humanista no desea minimizar la discrepancia entre los seres humanos? Nada hay más repugnante que el desconsiderado ideal del superhombre. Mi auténtico problema es epistemológico. La realidad no es Mediocristán, por eso deberíamos aprender a vivir con ella.
La lista de personas que van por el mundo con la curva de campana pegada a la cabeza, gracias a su pureza platónica, es increíblemente larga.
Sir Francis Galton, primo de Charles Darwin y nieto de Erasmus Darwin, tal vez fue, junto con su primo, uno de los últimos caballeros científicos independientes; una categoría que también incluyó a lord Cavendish, lord Kelvin, Ludwig Wittgenstein (a su manera) y, en cierta medida, a nuestro superfilósofo Bertrand Russell. Aunque John Maynard Keynes no estaba exactamente en esa categoría, su pensamiento es la personificación de ella. Galton vivió en la época victoriana, cuando los herederos y las personas de buen vivir podían, entre otras cosas como montar a caballo o cazar, llegar a ser pensadores, científicos o (en el caso de los menos dotados) políticos. Fue una época que ofrece motivos para la nostalgia: la autenticidad de quien se dedicaba a la ciencia por la ciencia misma, sin unas motivaciones profesionales directas.
Lamentablemente, entregarse a la ciencia por amor al conocimiento no significa que uno haya tomado la dirección correcta. Después de encontrar y absorber la distribución «normal», Galton se enamoró de ella. Se decía que había exclamado que si los griegos la hubieran conocido, la hubiesen deificado. Es posible que su entusiasmo haya contribuido a la prevalencia del uso de lo gaussiano.
Galton no tuvo la suerte de contar con bagaje matemático alguno, pero tenía una rara obsesión por la medición. Desconocía la ley de los grandes números, pero la redescubrió a partir de los propios datos. Construyó el quincunx, una máquina parecida al flipper, que demuestra el desarrollo de la curva de campana y de la cual hablaré unos párrafos más adelante. Es verdad que Galton aplicó la curva de campana a campos como el de la genética y el de la herencia, en los que su uso estaba justificado. Pero su entusiasmo contribuyó a llevar los métodos estadísticos nacientes a los temas sociales.
Hablemos ahora de la magnitud de los daños. Si nos ocupamos de la inferencia cualitativa, como en psicología o medicina, buscando respuestas de «sí o no», a las que no pueden aplicarse las magnitudes, entonces podemos presumir que estamos en Mediocristán sin graves problemas. El impacto de lo improbable no puede ser muy grande: se tiene cáncer o no, se está embarazada o no, etc. Los grados de mortalidad o de embarazo no son relevantes (a menos que se trate de una epidemia). Pero si de lo que se trata es de totales, donde las magnitudes sí importan, como los ingresos, nuestra riqueza, los beneficios de una cartera de valores, o las ventas de un libro, entonces tendremos un problema y obtendremos la distribución equivocada si usamos la campana de Gauss, pues no pertenece a este campo. Un solo número puede desbaratar todas nuestras medias; una sola pérdida puede acabar con todo un siglo de ganancias. Ya no podemos decir: «Es una excepción». La afirmación: «Bueno, puedo perder dinero» no es informativa a menos que asignemos una cantidad a esa pérdida. Podemos perder todo nuestro patrimonio, o sólo una fracción de nuestros ingresos diarios; hay una diferencia.
Esto explica por qué la psicología empírica y sus ideas sobre la naturaleza humana, que he expuesto en apartados anteriores, mantienen su robustez ante el error de utilizar la curva de campana; además son afortunadas, ya que la mayor parte de sus variables permiten la aplicación de la estadística gaussiana convencional. Al medir cuántas personas de una muestra tienen un sesgo, o cometen un error, estos estudios normalmente buscan un resultado de sí o no. Ninguna observación particular podrá, por sí misma, trastocar sus hallazgos generales.
A continuación voy a pasar a una exposición sui generis de la idea de la curva de campana.
Imaginemos una máquina
flipper
como la que representa la figura 8. Lanzamos 32 bolas dando por supuesto que se trata de un tablero bien equilibrado, de modo que la bola tenga las mismas probabilidades de caer a la derecha o a la izquierda cuando la golpee el taco. El resultado que esperamos es que muchas bolas caigan en las columnas del centro, y que su número disminuirá a medida que vayamos pasando a las columnas más alejadas de aquél.
A continuación, imaginemos lo que en alemán se llama un Gedanken, un experimento de pensamiento. Un hombre tira al aire una moneda y, después de cada lanzamiento, da un paso a la izquierda o a la derecha, según salga cara o cruz. A esto se le llama «andar aleatorio», pero no necesariamente tiene que ver con andar. Sería lo mismo si, en vez de dar un paso a la izquierda o a la derecha, ganáramos o perdiéramos un dólar según el caso, y lleváramos la cuenta de la cantidad acumulada que tenemos en el bolsillo.