Authors: Nassim Nicholas Taleb
Hace más de dos mil años, el orador, literato, pensador, estoico, manipulador político y (normalmente) caballero virtuoso romano Marco Tulio Cicerón exponía la historia siguiente. A un tal Diágoras, que no creía en los dioses, le mostraron unas tablillas pintadas en que se representaba a anos fieles que estaban orando y que, luego, sobrevivían a un naufragio. De tal representación se deducía que la oración protege de morir ahogado. Diágoras preguntó: «¿Dónde están las imágenes de quienes oraron y luego se ahogaron?».
Los fieles ahogados, al estar muertos, hubieran tenido muchos problemas para advertir de sus experiencias desde el fondo del mar. Esto puede confundir al observador superficial y llevarle a creer en los milagros.
A este fenómeno lo llamamos el problema de las pruebas silenciosas. La idea es sencilla, pero universal y de mucha fuerza. La mayoría de los pensadores intentan poner en evidencia a quienes los precedieron, mientras -que Cicerón pone en evidencia a casi todos los pensadores empíricos que lo siguieron.
Más tarde, tanto mi héroe de héroes, el ensayista Michel de Montaigne, como el empírico Francis Bacon, trataron el tema en sus obras, y lo aplicaron a la formación de las falsas creencias. «Y tal es el camino de toda superstición, sea en la astrología, los sueños, los agüeros, los juicios divinos o similares», escribía Bacon en su Novum Organum. El problema, evidentemente, es que estas observaciones, a menos que se nos metan en la cabeza de forma sistemática, o se integren en nuestra forma de pensar, se olvidan con rapidez.
Las pruebas silenciosas están presentes en todo lo relacionado con el concepto de historia. Por historia no entiendo únicamente esos libros eruditos pero aburridos que figuran en el apartado de historia (con pinturas del Renacimiento en las cubiertas para atraer al comprador). La historia, repito, es cualquier sucesión de acontecimientos vistos con el efecto de la posteridad.
Esta parcialidad se extiende a la adscripción de factores determinantes en el éxito de las ideas y las religiones, a la ilusión de la destreza en muchas profesiones, al éxito en las ocupaciones artísticas, al debate de naturaleza frente a crianza o educación, a errores en el uso de pruebas ante los tribunales, a las ilusiones sobre la «lógica» de la historia y, naturalmente, de forma mucho más grave, a nuestra percepción de la naturaleza de los sucesos extremos.
Estamos en un aula escuchando a alguien engreído, circunspecto y pesado, con su chaqueta de tweed (camisa blanca, corbata de lunares), que lleva dos horas pontificando sobre las teorías de la historia. El aburrimiento nos paraliza de tal modo que no sabemos de qué demonios está hablando, pero oímos el nombre de figuras importantes: Hegel, Fichte, Marx, Proudhon, Platón, Heródoto, Ibn Jaldún, Toynbee, Spengler, Michelet, Carr, Bloch, Fukuyama, el dichoso Fukuyama, Trukuyama. Parece profundo e informado, y se asegura de que en ningún momento olvidemos que habla desde un punto de vista «posmarxista», «posdialéctico» o postalgo, signifique esto lo que signifique. Luego nos damos cuenta de que gran parte de lo que dice se asienta sobre una simple ilusión óptica. Pero esto no marcará diferencia alguna: está tan versado en lo que dice que, si pusiéramos en entredicho su método, su reacción sería la de bombardearnos aún con más nombres.
Resulta muy fácil evitar mirar al cementerio mientras se urden teorías históricas. Pero este problema no afecta sólo a la historia. Es un problema que afecta a nuestra forma de construir muestras y reunir pruebas en todos ¡os dominios. A esta distorsión la llamaremos sesgo, es decir, la diferencia entre lo que se ve y lo que hay. Por sesgo entiendo el error sistemático que de forma coherente muestra un efecto más positivo, o negativo, del fenómeno, como la báscula que indefectiblemente nos pone unos gramos de más o de menos, o como la cámara de vídeo que nos añade varias tallas. Este sesgo se descubrió durante el siglo pasado en todas las disciplinas, muchas veces para pasar a olvidarlo de inmediato (como la idea de Cicerón). Así como los fieles ahogados no escriben la historia de sus experiencias (para ello es mejor estar vivo), lo mismo ocurre con los perdedores en la historia, sean personas o ideas. Es de notar que los historiadores y eruditos en el campo de las humanidades que tienen que entender las pruebas silenciosas en la mayoría de los casos no disponen de un nombre para ellas v lo he buscado con ahínco). Por lo que a los periodistas se refiere, más vale que lo olvidemos. Son productores industriales de distorsión.
El término «sesgo» también indica la naturaleza potencialmente cuantificable de la condición: es posible que podamos calcular la distorsión y corregirla, teniendo en cuenta para ello tanto a los muertos como a los vivos, en vez de sólo a estos últimos.
Las pruebas silenciosas son lo que los sucesos emplean para ocultar su propia aleatoriedad, en especial la del estilo Cisne Negro.
Sir Francis Bacon es un tipo interesante y atractivo en muchos sentidos.
Escondía un carácter bien arraigado, escéptico, no académico, antidogmático y obsesivamente empírico que, para alguien que sea escéptico, no académico, antidogmático y obsesivamente empírico, como este autor, es una cualidad casi imposible de encontrar en el mundo del pensamiento. (Cualquiera puede ser escéptico, cualquier científico puede ser exageradamente empírico; lo difícil de encontrar es el rigor que resulta de la combinación del escepticismo con el empirismo.) El problema es que el empirismo de Bacon pretende que confirmemos, y no lo opuesto; de ahí que planteara el problema de la confirmación, esa repulsiva corroboración que genera al Cisne Negro.
Se nos recuerda a menudo que los fenicios no produjeron ninguna obra literaria, aunque se supone que fueron ellos quienes inventaron el alfabeto. Los comentaristas hablan de su filisteísmo basándose en la ausencia de documentos escritos, y afirman que, ya fuera por raza o por cultura, estaban más interesados en el comercio que en las artes. En consecuencia, la invención fenicia del alfabeto se debió al más bajo propósito de dejar constancia de las transacciones comerciales, y no a la noble meta de la producción literaria. (Recuerdo que en las estanterías de una casa de campo que alquilé en cierta ocasión, encontré un libro de historia, obra de Will y Ariel Durant, en el que se decía que los fenicios eran una «raza de mercaderes». Estuve tentado de echarlo al fuego.) Bueno, pues ahora parece que los fenicios escribieron bastante, pero en un tipo de papiro perecedero que no resistió el efecto biodegradable del tiempo. Muchos de sus manuscritos se perdieron antes de que copistas y escritores se pasaran al pergamino en los siglos ii o ni. Los que no se copiaron en esa época, simplemente desaparecieron.
El olvido de las pruebas silenciosas es endémico en la forma en que estudiamos el talento comparativo, particularmente en las actividades que están plagadas de atributos del estilo «el ganador se lo lleva todo». Es posible que gocemos de lo que vemos, pero no tiene sentido leer demasiado sobre historias de éxito, porque no vemos la imagen en su totalidad.
Recordemos el efecto del «ganador se lo lleva todo» expuesto en el capítulo 3: existe una gran cantidad de personas que se denominan escritores pero que trabajan (sólo «temporalmente») en las relucientes cafeteras de Starbucks. La desigualdad en este campo es mayor que en, digamos, la medicina, pues raramente vemos a médicos sirviendo hamburguesas. De ahí que pueda inferir en gran medida el rendimiento de toda la población de esta última profesión a partir de cualquier muestra que se me presente. Lo mismo ocurre con los fontaneros, los taxistas, las prostitutas y quienes se dedican a profesiones exentas de efectos estelares. Vayamos más allá de!
debate sobre Extremistán y Mediocristán del capítulo 3. La dinámica de la superestrella se basa en que lo que llamamos «patrimonio literario» o «tesoros literarios» es una proporción diminuta de lo que se ha producido de forma acumulativa. Éste es el primer punto. De ahí se puede inferir inmediatamente cómo invalida la identificación del talento: supongamos que atribuimos el éxito del novelista del siglo xix Honoré de Balzac al grado superior de su «realismo», su «perspicacia», su «sensibilidad», su «tratamiento de los personajes», su «capacidad para mantener absorto al lector», etc. Se puede considerar que estas cualidades son «superiores» y que conducen a un rendimiento superior si, y sólo si, quienes carecen de lo que llamamos talento también carecen de estas cualidades. Pero ¿y si hubiera cientos de obras maestras similares que resulta que han desaparecido? Siguiendo mi lógica, si en electo hay muchos manuscritos desaparecidos con atributos semejantes, entonces, lamento decirlo, nuestro ídolo Balzac no tue más que el beneficiario de una suerte desproporcionada en comparación con la de sus iguales. Además, al favorecerle, es posible que cometamos una injusticia con otros.
Lo que quiero decir, y lo repito, no es que Balzac careciera de talento, sino que su talento es menos exclusivo de lo que pensamos. Consideremos simplemente los miles de escritores hoy esfumados de la conciencia: su registro no entra en los análisis. No vemos las toneladas de originales rechazados porque esos autores nunca fueron publicados. Solo The New Yorker rechaza cerca de cien originales al día, de modo que podemos imaginar el número de genios de los que nunca oiremos hablar. En un país como Francia, donde son muchos los que escriben pero, lamentablemente, meros los que leen, los editores literarios respetables aceptan uno de cada diez mil originales que reciben de autores noveles. Pensemos en el número de actores que nunca han pasado una audición, pero que lo hubieran hecho muy bien de haber tenido ese golpe de suerte.
La próxima vez que el lector visite a un francés acomodado, probablemente se fijará en los pesados libros de la colección Bibliothèque de la Pléiade, cuyo propietario nunca, casi nunca, va a leer, en gran medida por su incómodo tamaño y peso. Ser miembro de la Pléiade significa serlo del canon literario. Sus libros son caros, y tienen ese distintivo olor del finísimo papel biblia, que comprime el equivalente a quinientas páginas en un libro de bolsillo de los que se encuentran en los centros comerciales. Se supone que contribuyen a maximizar el número de obras maestras por cada metro cuadrado parisino. El editor Gallimard ha sido extremadamente selectivo en su elección de autores para la Pléiade: sólo unos pocos autores han ingresado en ella en vida, como el esteta y aventurero André Malraux. Ahí están Dickens, Dostoyevski, Hugo, Stendhal, junto a Mallarmé, Sartre, Camus y... Balzac. Pero si uno sigue las propias ideas de Balzac, que analizaré a continuación, convendrá en que no hay una justificación definitiva para tal corpus oficial.
Balzac esbozó todo el tema de las pruebas silenciosas en su novela Las ilusiones perdidas. Lucien de Rubempré (alias de Lucien Chardon), el mísero genio provinciano, «sube» a París para iniciar una carrera literaria. Se nos dice que tiene talento, aunque en realidad es la clase semiaristocrática de Angulema quien le dice que posee talento. Pero es difícil averiguar si su talento reside en su apostura o en la calidad literaria de sus obras, o incluso si tal calidad literaria es visible o, como parece que se pregunta Balzac, si tiene algo de auténtico. El éxito se presenta con cinismo, como producto de artimañas, de la promoción o el afortunado surgimiento del interés por razones completamente externas a las propias obras. Lucien descubre la existencia del inmenso cementerio en el que habitan los que Balzac denomina «ruiseñores».
Le dijeron a Lucien que los libreros llamaban «ruiseñores» a aquellas obras que
permanecían en los estantes, en las solitarias profundidades de sus tiendas.
Balzac nos expone el lamentable estado de la literatura de la época, cuando el manuscrito de Lucien es rechazado por un editor que nunca lo leyó; más adelante, cuando Lucien cuenta ya con cierta reputación, el mismo manuscrito es aceptado por otro editor que tampoco lo ha leído. La obra en sí era algo secundario.
En otro ejemplo de pruebas silenciosas, los personajes de Las ilusiones perdidas no paran de lamentar que las cosas ya no sean como antes, dando a entender que la imparcialidad literaria imperaba en tiempos pasados, como si antes no existiera ese cementerio. No saben reconocer los ruiseñores entre las obras de los antiguos. Señalemos que, hace casi dos siglos, las personas tenían una opinión idealizada de su propio pasado, del mismo modo que tenemos una opinión idealizada de lo que hoy es pasado.
Ya he mencionado antes que para entender los éxitos y analizar qué los causó, debemos estudiar los rasgos presentes en los fracasos. A continuación voy a ocuparme de una versión más general de este tema.
Muchos estudios sobre millonarios destinados a entender las destrezas que se requieren para convertirse en una celebridad siguen la metodología que expongo a continuación. Toman una población de personajes, gente de grandes títulos y fantásticas ocupaciones, y estudian sus cualidades. Se fijan en lo que tienen en común esos peces gordos: coraje, saber correr riesgos, optimismo, etc.; y de ahí deducen que tales rasgos, sobre todo el de correr riesgos, ayudan a alcanzar el éxito
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. Probablemente nos llevaríamos la misma impresión con la lectura de autobiografías, escritas por el correspondiente negro, de jefes ejecutivos de grandes empresas, o si asistiéramos a sus presentaciones ante aduladores alumnos de másteres en dirección de empresas.
Ahora echemos una mirada al cementerio. Resulta difícil hacerlo, porque no parece que las personas que fracasan escriban sus memorias y, si lo .hicieran, los editores que conozco no tendrían ni el detalle de devolverles la llamada (o de responder a un correo electrónico). Los lectores no pagarían 26,95 dólares por la historia de un fracaso, aunque los convenciéramos de que contiene muchos más trucos útiles que una historia de éxito.* .la propia idea de biografía se asienta en la adscripción arbitraria de una relación causal entre unos rasgos especificados y los consiguientes sucesos. .Ahora consideremos el cementerio. La tumba de los fracasados estará llena de personas que compartieron los siguientes rasgos: coraje, saber correr riesgos, optimismo, etc.; justo los mismos rasgos que identifican a la portación de millonarios. Puede haber algunas diferencias en las destrezas, pero lo que realmente separa a unos de otros es, en su mayor parte, un único factor: la suerte. Pura suerte.