Authors: Nassim Nicholas Taleb
No es preciso ser un gran empirista para entenderlo: basta con un sencillo experimento del pensamiento. La industria de gestión de fondos sostiene que algunas personas son extremadamente hábiles, ya que año tras año superan los índices medios de la Bolsa. Identificarán a esas personas como «genios» y nos convencerán de sus destrezas. Mi sistema se basa en formar grupos de inversores escogidos puramente al azar y, mediante una simple simulación por ordenador, demostrar que sería imposible que estos genios no fueran producto de la suerte. Todos los años se despide a los perdedores, y sólo quedan los ganadores, con lo que al final se acaba con ganadores sistemáticos a largo plazo. Puesto que no observamos el cementerio de los inversores fracasados, pensaremos que las cosas son así, y que algunos operadores son considerablemente mejores que otros. Naturalmente, nos darán enseguida una explicación del éxito de los afortunados supervivientes: «Come queso de soja», «Se queda a trabajar hasta las tantas; el otro día la llamé al despacho a las diez de la noche y...». O, por supuesto: «Es perezoso por naturaleza. Las personas con este tipo de pereza saben ver las cosas con más claridad». Mediante el mecanismo del determinismo retrospectivo encontraremos la «causa»; de hecho, necesitamos ver la causa. A estas simulaciones de grupos hipotéticos, a menudo hechas por ordenador, las llamo instrumento de la epistemología computacional. Los experimentos de pensamiento también se pueden realizar en el ordenador. Basta con simular un mundo alternativo, completamente aleatorio, y verificar que se parece a aquel en el que vivimos. No conseguir afortunados millonarios en estos experimentos sería la excepción.
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Recordemos la distinción entre Mediocristán y Extremistán del capítulo 3. Decía que escoger una profesión «escalable» no es una buena idea, simplemente porque en esas profesiones son muy pocos los vencedores. Pues bien, dichas profesiones producen grandes cementerios: el número de actores muertos de hambre es mayor que el de los contables muertos de hambre, aun suponiendo que, como promedio, tengan los mismos ingresos.
La segunda, y peor, variedad del problema de las pruebas silenciosas es la que sigue. Cuando tenía veinte y pocos años y aún leía el periódico, pues creía que la lectura sistemática de la prensa me resultaría útil, di con un artículo que hablaba de la creciente amenaza de la mafia rusa en Estados Unidos, y de su desplazamiento de los tradicionales Louie y Tony en algunos barrios de Brooklyn. El artículo explicaba la dureza y brutalidad de los componentes de esa mafia, resultado de las experiencias en el Gulag, que habían endurecido a sus integrantes. El Gulag era una red de campos de trabajo en Siberia adonde se deportaba a delincuentes y disidentes de forma habitual. Enviar a la gente a Siberia era uno de los métodos de purificación que inicialmente emplearon los regímenes zaristas, y que después continuaron y perfeccionaron los soviéticos. Muchos deportados no sobrevivieron a aquellos campos.
¿Endurecidos por el Gulag? La frase me cayó como algo profundamente viciado (y como una inferencia razonable). Me costó cierto tiempo darme cuenta de su sinsentido, ya que iba envuelta en una superficialidad que la protegía; el siguiente experimento del pensamiento dará una idea de todo ello. Supongamos que somos capaces de encontrar una población grande y diversa de ratas: gordas, delgadas, asquerosas, fuertes, bien proporcionadas, etc. (Las podemos hallar fácilmente en la cocina de los restaurantes de moda de Nueva York.) Con estos miles de ratas formamos un grupo heterogéneo, bien representativo de la población de ratas de Nueva York. Las llevamos a mi laboratorio, en la calle Cincuenta y Nueve Este, y colocamos toda la muestra en un gran tanque. Sometemos a las ratas a niveles de radiación progresivamente mayores (puesto que se supone que se trata de un experimento del pensamiento, me dicen que el proceso no implica crueldad alguna). En cada nivel de radiación, aquellas que son naturalmente más fuertes (y aquí está la clave) sobrevivirán; las que mueran dejarán de pertenecer a la muestra. Poco a poco iremos disponiendo de un grupo de ratas más y más fuertes. Observemos el siguiente hecho fundamental: cada una de las ratas, incluidas las fuertes, será, después de la radiación, más débil que antes.
Un observador que dispusiera de habilidades analíticas, y que probablemente obtuvo excelentes calificaciones en la universidad, se vería inclinado a pensar que el tratamiento de mi laboratorio es un excelente sustituto del gimnasio, un sustituto que se podría generalizar a todos los mamíferos (imaginemos su potencial éxito comercial). La lógica de ese analista sería la siguiente: «¡Oye! Estas ratas son más fuertes que el resto de la población de ratas. ¿Qué es lo que tienen en común? Que todas proceden de ese taller del Cisne Negro de Taleb». Poca gente se sentiría tentada a fijarse en las ratas muertas.
A continuación, tendámosle la siguiente trampa al New York Times. Soltemos estas ratas supervivientes en la ciudad de Nueva York e informemos al corresponsal jefe de roedores sobre el noticioso trastorno en la jerarquía de la población de ratas de la ciudad. El corresponsal escribirá un artículo extenso (y analítico) sobre la dinámica social de las ratas de Nueva York , que incluirá el siguiente pasaje: «Esas ratas son ahora unas bravuconas entre sus semejantes. Son las que, literalmente, dirigen el cotarro. Endurecidas por su experiencia en el laboratorio del elusivo (aunque amable) estadístico, filósofo y operador de Bolsa doctor Taleb, las ratas...».
El sesgo tiene un atributo despiadado: se puede ocultar mejor cuando su impacto es mayor. Debido a la invisibilidad de las ratas muertas, cuanto más letales sean los riesgos menos visibles serán, ya que es probable que las ratas heridas de gravedad sean eliminadas de la prueba. Cuanto más nocivo sea el tratamiento mayor será la diferencia entre las ratas supervivientes y el resto, y más nos confundirá el efecto del endurecimiento. Para que haya tal diferencia entre el efecto auténtico (debilitamiento) y el observado (endurecimiento) es preciso que exista uno de los dos ingredientes siguientes: a) un grado de desigualdad en la fuerza, o la diversidad, del grupo base, o b) una disparidad, o diversidad, en algún punto del tratamiento. Aquí, la diversidad tiene que ver con el grado de incertidumbre inherente al proceso.
Podemos seguir con esta argumentación: tiene tal universalidad que, una vez que le cogemos el gusto, es difícil ver la realidad de nuevo con los mismos ojos. Es evidente que elimina de nuestras observaciones su poder realista. Voy a enumerar unos cuantos casos más para ilustrar la debilidad de nuestra maquinaria deductiva.
La estabilidad del proceso. Tomemos el número de especies que hoy consideramos extintas. Durante mucho tiempo, los científicos consideraron que tal número era el que implicaba el análisis de los fósiles que han llegado hasta nosotros, Pero este número ignora el cementerio silencioso de las especies que llegaron y se fueron sin dejar rastro en forma de fósil; los fósiles que hemos conseguido encontrar corresponden a una proporción menor de todas las especies que surgieron y desaparecieron. Esto implica que nuestra biodiversidad fue mucho rica de lo que parecía en un primer análisis. Una consecuencia más inquietante es que la tasa de extinción de las especies puede ser muy superior a la que manejábamos: cerca del 99,5 % de las especies que han pasado por la Tierra están hoy extinguidas, porcentaje que los científicos han seguido aumentando a lo largo de los años. La vida es mucho más frágil de lo que creíamos. Pero esto no significa que los seres humanos debamos sentirnos culpables de las extinciones que nos rodean; como tampoco significa que debamos actuar para detenerlas: las especies aparecían y desaparecían antes de que empezáramos a arruinar el medio ambiente. No tenemos que sentirnos moralmente responsables de cada una de las especies en peligro de extinción.
¿Compensa el delito? La prensa habla de los delincuentes que caen en manos de la policía. En el New York Times no hay ninguna sección en la que se recojan las historias de quienes cometieron delitos pero a los que no se ha logrado detener. Lo mismo ocurre con el fraude fiscal, los sobornos al gobierno, la trata de blancas, el envenenamiento de cónyuges acaudalados (con sustancias que no tienen nombre y no se pueden detectar) y el tráfico de drogas.
Además, nuestra representación del delincuente estándar se podría basar en las propiedades de los menos inteligentes que fueron detenidos.
Una vez que damos con la idea de las pruebas silenciosas, muchas de las cosas que nos rodean y que previamente estaban ocultas empiezan a manifestarse. Después de darle vueltas a esta idea durante unos años, estoy convencido de que la formación y la educación nos pueden ayudar a evitar sus escollos.
¿Qué tienen en común las expresiones «el cuerpo del nadador» y «la suerte del que empieza»? ¿Qué es lo que parecen compartir con el concepto de historia?
Entre los jugadores existe la creencia de que los novatos casi siempre tienen suerte. «Luego las cosas empeoran, pero los jugadores tienen siempre suerte en sus inicios», oímos decir. Efectivamente, se ha demostrado que tal afirmación es verdadera: los investigadores confirman que los jugadores tienen unos inicios afortunados (lo mismo se puede decir de los especuladores en Bolsa). ¿Significa esto que todos deberíamos convertirnos en jugadores durante una temporada, aprovechar la amabilidad que la dama de la fortuna muestra con los que empiezan, y luego parar?
La respuesta es no. Se trata de la misma ilusión óptica: quienes empiezan con el juego quizá tengan suerte o quizá no (puesto que el casino juega con ventaja, un número ligeramente superior no tendrá suerte). Los afortunados seguirán jugando, pues creerán que han sido escogidos por el destino; los otros, desanimados, dejarán de hacerlo y no destacarán en la muestra. Probablemente, y según su forma de ser, se dedicarán a la observación de aves, el Scrable, la piratería u otros pasatiempos. Quienes sigan jugando recordarán que en sus inicios la suerte les fue favorable. Los que abandonen, por definición, dejarán de formar parte de la comunidad de jugadores. Esto explícala suerte del principiante.
Hay una analogía en lo que en el habla común se llama un «cuerpo de nadador», que, para vergüenza mía, hizo que cometiera un error hace unos años (pese a mi especialidad en esta materia, no me di cuenta de que me engañaban). Cuando preguntaba por ahí sobre la elegancia física en términos comparativos de los diferentes tipos de deportistas, solían decirme que los atletas parecen anoréxicos; los ciclistas, de trasero caído; y los levantadores de peso, inseguros y un tanto primitivos. Deduje que me convenía dedicar cierto tiempo a tragar cloro en la piscina de la Universidad de Nueva York para conseguir aquellos «músculos alargados». Dejemos de lado ahora la causalidad. Supongamos que la varianza genética de una persona determina una forma dada del cuerpo. Los que nacen con la tendencia a desarrollar el cuerpo del nadador llegan a ser mejores nadadores. Son aquellos que en nuestra muestra entran y salen de la piscina. Pero hubieran tenido prácticamente el mismo aspecto si se hubiesen dedicado a la halterofilia. Es un hecho que un determinado músculo crece siempre de la misma forma, tanto si se toman esteroides como si se escalan muros en el gimnasio.
Katrina, el devastador huracán que asoló Nueva Orleans en 2005, hizo que multitud de políticos aparecieran en televisión para cumplir con su función de tales. Impresionados por las imágenes de la devastación y de las airadas víctimas que se habían quedado sin hogar, prometieron «reconstruir» la zona. Era muy noble por su parte hacer algo humanitario, destacar sobre nuestro abyecto egoísmo.
¿Prometían acaso que iban a hacerlo con su propio dinero? No. Era con dinero público. Pensemos que esos fondos iban a ser detraídos de algún otro lugar, como en el dicho: «Coger de Pedro para dárselo a Pablo». Ese algún otro lugar estará menos mediatizado. Podría ser la investigación sobre el cáncer con fondos privados, o los próximos esfuerzos para frenar la diabetes. Parece que son pocos los que prestan atención a los pacientes de cáncer sumidos en un estado de depresión que la televisión no muestra. Estos pacientes de cáncer no sólo no votan (para las próximas elecciones ya habrán muerto), sino que no aparecen ante nuestro sistema emocional. Todos los días mueren más personas de cáncer que víctimas registró el huracán Katrina", son quienes más necesitan de nosotros: no sólo nuestra ayuda económica, sino nuestra atención y amabilidad. Y es posible que sea de ellos de quienes se tome el dinero; quizás indirectamente, o tal vez directamente. El dinero (público o privado) que se quite a la investigación puede ser el responsable de la muerte de esos pacientes, perpetrando así un crimen que puede quedar en el silencio.
Una ramificación de tal idea sitúa nuestra toma de decisiones bajo una nube de posibilidades. Vemos las consecuencias obvias y visibles, no las invisibles y menos obvias. Sin embargo, esas consecuencias que no se ven pueden ser —¡no!, normalmente son— más significativas.
Frédéric Bastiat fue un humanista decimonónico de una variedad extraña, uno de esos raros pensadores independientes, cuya independencia llega hasta el punto de ser desconocido en su propio país, Francia, ya que sus ideas iban en contra de la ortodoxia política francesa (comparte con otro de mis pensadores favoritos, Pierre Bayle, el hecho de ser desconocido en su país y en su propia lengua). Pero en Estados Unidos cuenta con gran número de seguidores.
En su ensayo «Lo que se ve y lo que no se ve», Bastiat expone la siguiente idea: podemos ver lo que hacen los gobiernos y, por consiguiente, cantar sus alabanzas; pero no vemos la alternativa. Sin embargo ésta existe, sólo que es menos evidente y permanece oculta.
Recordemos la falacia de la confirmación: los gobiernos saben muy bien cómo decirnos lo que hacen, pero no lo que no hacen. De hecho, se dedican a lo que podría denominarse una falsa «filantropía», la actividad de ayudar a las personas de forma visible y sensacionalista, sin tener en cuenta el oculto cementerio de las consecuencias invisibles. Bastiat inspiró a los libertarios al atacar los argumentos habituales que demostraban los beneficios de los gobiernos. Pero sus ideas se pueden generalizar y aplicar tanto a la derecha como a la izquierda.