Authors: Nassim Nicholas Taleb
Leamos ahora a cualquiera de los pensadores clásicos que tengan algo práctico que decir sobre el tema del azar, como Cicerón, y nos encontraremos con algo distinto: una idea de la probabilidad que es siempre confusa, como debe ser, ya que esa confusión es la propia naturaleza de la incertidumbre. La probabilidad es un arte; es hija del escepticismo, no una herramienta para personas que llevan la calculadora colgada del cinturón para satisfacer su deseo de producir cálculos y certezas deslumbrantes. Antes de que el pensamiento occidental se ahogara en su mentalidad «científica», lo que con arrogancia se llama la Ilustración, las personas preparaban su cerebro para que pensara, no para que computara. En un bello tratado del que ya nadie se acuerda, Disertación sobre la búsqueda de la verdad, publicado en 1673, el polemista Simón Foucher exponía su predilección psicológica por las certezas. Nos enseña el arte de dudar, cómo posicionarnos entre la duda y la creencia. «Uno tiene que salir de la duda para producir ciencia —dice—; pero pocas personas tienen en cuenta la importancia de no salir de ella prematuramente. [...] Es un hecho que uno sale de la duda sin darse cuenta.» Y además advierte: «Somos proclives al dogma desde que habitábamos en el seno materno».
Debido al error de la confirmación de que hablábamos en el capítulo 5, usamos el ejemplo de los juegos, qué teoría de la probabilidad acertó en el rastreo, y sostenemos que se trata de un caso general. Además, del mismo modo que tendemos a subestimar el papel de la suerte en la vida en general, tendemos a sobreestimarlo en los juegos de azar.
Quería gritar: «Este edificio está dentro del redil platónico; la vida se halla fuera de él».
Me sorprendí un tanto al descubrir que el edificio se encontraba también fuera del redil platónico.
La gestión del riesgo del casino, aparte de establecer sus normas de juego, estaba destinada a reducir las pérdidas que ocasionaban los tramposos. No es necesario saber mucho sobre la teoría de la probabilidad para entender que el casino estaba lo suficientemente diversificado en las diferentes mesas como para no tener que preocuparse de la posibilidad de recibir un golpe por parte de un jugador de suerte extrema (el argumento de la diversificación que lleva a la curva de campana, como veremos en el capítulo 15). Todo lo que tenían que hacer era controlar las «ballenas», esos jugadores empedernidos traídos de Manila o Hong Kong a cargo del propio casino; las ballenas pueden manejar varios millones de dólares en una racha de juego. Libres de tramposos, la actuación de los jugadores individuales sería el equivalente a una gota en un cubo, haciendo que el conjunto se mantuviera muy estable.
Prometí no hablar de ninguno de los detalles del sofisticado sistema de vigilancia del casino; todo lo que se me permite decir es que me sentí transportado a una película de James Bond: me preguntaba si el casino era una imitación de las películas, o al revés. Pero, pese a tanta sofisticación, sus riesgos no tenían nada que ver con lo que se puede prever sabiendo que se trata de un casino. Y es que resultó que las cuatro mayores pérdidas que el casino sufrió o apenas pudo evitar quedaban completamente fuera de sus sofisticados métodos.
Primera. Perdieron unos cien millones de dólares cuando un tigre mutiló a un insustituible actor de su principal espectáculo (el espectáculo, Siegfried & Roy, había sido una importante atracción en Las Vegas). El artista había criado al tigre, que incluso había llegado a dormir en su habitación; hasta entonces, nadie sospechaba que el fuerte animal fuera a revolverse contra su amo. Al analizar los posibles escenarios, el casino llegó a pensar en que el animal saltara sobre el público, pero a nadie se le ocurrió cómo podían asegurar lo que iba a suceder.
Segunda. Un contratista contrariado resultó herido durante la construcción de un anejo al hotel. Se sintió tan ofendido por el acuerdo que le propusieron que intentó dinamitar el casino. Su plan era colocar explosivos alrededor de las columnas del sótano. El intento, por supuesto, fue abortado (de lo contrario, para emplear los argumentos del capítulo 8, no hubiéramos estado allí); pero me entraban escalofríos sólo de pensar que pudiera estar sentado sobre una pila de dinamita.
Tercera. Los casinos deben cumplimentar un impreso en el que el Servicio Interno de Ingresos documenta los beneficios de un jugador cuando superan una determinada cantidad. El empleado que se suponía que llevaba a correos dichos impresos los escondía en unas calas debajo de su mesa, por razones totalmente inexplicables. Así lo hizo durante años sin que nadie se diera cuenta. El hecho de que el empleado se abstuviera de remitir los documentos era realmente imposible de predecir. El fraude (y la negligencia) fiscal es un delito grave, por lo que el casino se enfrentaba a la pérdida del permiso de juego o al oneroso coste económico de un cierre temporal. Evidentemente, la cosa terminó con que el casino pagó una multa enorme (cuyo importe no se hizo público), que fue la forma más afortunada de solucionar el problema.
Cuarta. Hubo una avalancha de otros sucesos peligrosos, como el secuestro de la hija del propietario del casino, quien, para reunir el dinero del rescate, tuvo que violar las leyes del juego y recurrir a los fondos del casino.
Conclusión: Un cálculo rápido demuestra que el valor en dólares de esos Cisnes Negros, los golpes ajenos al modelo y los golpes potenciales que acabo de esbozar, multiplica casi por mil los riesgos que se ajustan a un modelo. El casino gastó cientos de millones de dólares en la teoría del juego y la vigilancia de alta tecnología, pero los grandes riesgos surgieron del exterior de sus modelos.
Así es; y sin embargo el resto del mundo sigue aprendiendo sobre la incertidumbre y la probabilidad basándose en los ejemplos del juego.
Todos los temas de la primera parte son, en realidad, uno solo. Se puede pensar en un tema durante mucho tiempo, hasta el punto de quedar poseído por él. De algún modo, tenemos muchas ideas, pero no parece que estén explícitamente relacionadas; la lógica que las vincula se nos sigue ocultando. Pero en el fondo sabemos que todas ellas son la misma idea. Entretanto, los que Nietzsche llama Bildungsphilisters,
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o zafios doctos, obreros de la empresa del pensamiento, nos dicen que nos dispersamos entre diversos campos; y nosotros replicamos, en vano, que esas disciplinas son artificiales y arbitrarias. Luego les decimos que somos conductores de limusinas, y nos dejan solos; nos sentimos mejor porque no nos identificamos con ellos, y por tanto ya no tienen que amputarnos ninguna parte para caber en el lecho de Procusto de las disciplinas. Por último, un empujoncito y vemos que todo era un único problema.
Cierta tarde me encontraba en un cóctel en Múnich, en el piso de un antiguo historiador del arte que tenía en su biblioteca más libros de arte de los que yo imaginaba que existían. Estaba de pie saboreando un excelente Riesling en la esquina anglohablante del piso que se había formado espontáneamente, con la esperanza de alcanzar un estado en que pudiera empezar a hablar en mi personal alemán de imitación. Uno de los pensadores más perspicaces que conozco, el emprendedor informático Yossi Vardi, me dio pie a que resumiera «mi idea» mientras me sustentaba sobre una pierna. No era muy conveniente apoyarse en una sola pierna después de unos vasos de aromático Riesling, así que no conseguí improvisar. Al día siguiente sentí la experiencia de quien reacciona demasiado tarde. Salté de la cama con la siguiente idea: lo superficial y lo platónico emergen de forma natural a la superficie. Se trata de una simple extensión del problema del conocimiento. Es, sencillamente, que un lado de la biblioteca de Eco, aquel que nunca vernos, tiene la propiedad de ser ignorado. Y es también el problema de la prueba silenciosa. Es la razón de que no veamos los Cisnes Negros: nos preocupamos por lo que ha sucedido, no por lo que pudiera ocurrir pero no ocurrió. Ahí está la razón de que platonifiquemos, vinculando los esquemas conocidos con los conocimientos bien organizados, hasta el punto de estar ciegos ante la realidad. Ahí está la razón de que nos traguemos el problema de la inducción, de que confirmemos. Ahí está la razón de que quienes «estudian» y van bien en los estudios tengan tendencia a sentir debilidad por la falacia lúdica.
Y ahí está la razón de que tengamos Cisnes Negros y nunca aprendamos del hecho de que ocurran, porque los que no ocurrieron eran demasiado abstractos. Gracias a Vardi hoy pertenezco al club de las personas de idea única.
Nos encantan lo tangible, la confirmación, lo palmario, lo real, lo visible, lo concreto, lo conocido, lo visto, lo vivido, lo visual, lo social, lo arraigado, lo que está cargado de sentimientos, lo destacado, lo estereotipado, lo enternecedor, lo teatral, lo romántico, lo superficial, lo oficial, la verborrea que suena a erudición, el pomposo economista gaussiano, las estupideces matematizadas, la pompa, la Académie Française, la Harvard Business School, el Premio Nobel, los trajes oscuros del hombre de negocios con camisa blanca y corbata de Ferragamo, el discurso emotivo, lo escabroso. Y sobre todo, somos partidarios de lo narrado.
Por desgracia, en la edición actual del género humano no estamos fabricados para entender asuntos abstractos: necesitamos el contexto. La aleatoriedad y la incertidumbre son abstracciones. Respetamos lo que ha ocurrido, al tiempo que ignoramos lo que pudiera haber ocurrido. En otras palabras, somos superficiales por naturaleza, pero no lo sabemos. Esto no supone un problema psicológico, procede de la principal propiedad de la información. Es más difícil ver el lado oscuro de la luna; arrojar luz sobre él requiere energía. De la misma forma, arrojar luz sobre lo no visto tiene su coste en esfuerzos, tanto computacionales como mentales.
A lo largo de la historia se han establecido muchas distinciones entre formas superiores e inferiores de seres humanos. Para los antiguos griegos, existían ellos y los bárbaros, aquellos pueblos del Norte que emitían frases extrañas que a los áticos les sonaban como chillidos de animales. Para un inglés, una forma superior de vida era la del gentleman; contrariamente a la definición actual, la vida del gentleman discurría en la inactividad y se ajustaba a un código de conducta que incluía, además de los buenos modales, evitar el trabajo más allá de lo que una cómoda subsistencia exigiera. Los neoyorquinos diferencian entre quienes tienen un apartado de correos en Manhattan y quienes tienen una dirección de Brooklyn o, peor aún, de Queens. Para el primer Nietzsche, estaba lo apolíneo frente a lo dionisíaco; para el Nietzsche más conocido, estaba el Ubermensch, algo que sus lectores interpretan de un modo que los define. Para un estoico moderno, un individuo superior suscribe un sistema noble de virtud que determina la elegancia de su comportamiento y la capacidad de separar los resultados de los esfuerzos. Todas estas distinciones tienen como objetivo alargar la distancia que media entre nosotros y nuestros parientes entre los primates. (Sigo insistiendo en que, cuando se trata de la toma de decisiones, la distancia entre nosotros y esos primos nuestros cubiertos de pelo es mucho más corta de lo que pensamos.)
Si buscamos un método sencillo que nos lleve a una forma de vida superior, tan alejada del animal como podamos conseguir, es posible que tengamos que «desnarrar», es decir, apagar el televisor, reducir al mínimo el tiempo dedicado a la lectura de la prensa e ignorar los blogs. Tendremos que entrenar nuestras habilidades para que controlen nuestras decisiones; separar un tanto el sistema 1 (el sistema heurístico o experiencial) de los importantes. Entrenarnos para distinguir la diferencia entre lo sensacional y lo empírico. Este aislamiento de la toxicidad del mundo tendrá un beneficio adicional: mejorará nuestro bienestar. Tengamos también en cuenta cuán superficiales somos con la probabilidad, la madre de todas las ideas abstractas. No hay que hacer mucho más para comprender mejor lo que nos rodea. Ante todo, evitemos el «tunelaje».
Asentemos aquí el puente que nos llevará al próximo punto que vamos a tratar. La ceguera platónica que he ilustrado con la historia del casino tiene otra manifestación: el centrarse. Saber centrarse es una gran virtud para quien se dedique a reparar relojes, para el cirujano cerebral o para el jugador de ajedrez. Pero lo último que hay que hacer cuando nos enfrentamos a la incertidumbre es «centrarnos» (debemos dejar que sea la incertidumbre la que se centre, no nosotros). Eso nos convierte en imbéciles y, como veremos en el apartado siguiente, se traduce en problemas de predicción. La predicción, no la narración, es la auténtica prueba de nuestra comprensión del mundo.
Cuando pido a la gente que me digan tres tecnologías que se hayan aplicado recientemente y que hayan producido el mayor impacto en nuestro mundo, normalmente citan el ordenador, Internet y el rayo láser. Ninguna de las tres estaba prevista ni planeada; tampoco Rieron apreciadas en el momento de su descubrimiento, y siguieron sin ser apreciadas hasta mucho después de sus primeros usos. Eran consiguientes. Eran Cisnes Negros. Evidentemente, tenemos la ilusión retrospectiva de su participación en algún plan maestro. Uno puede crear sus propias listas con resultados similares, ya sea con acontecimientos políticos, guerras o epidemias intelectuales.
Cabría esperar que nuestro registro de la predicción fuera horrible: el mundo es mucho, pero que mucho más complicado de lo que pensamos, lo cual no es ningún problema, excepto cuando la mayoría de nosotros no lo sabe. Cuando miramos al futuro, tendemos a «tunelar», comportándonos como de costumbre, sin tener en cuenta los Cisnes Negros, cuando de hecho no hay nada de usual en lo que al futuro se refiere. No es una categoría platónica.
Hemos visto lo bien que narramos hacia atrás, lo bien que inventamos historias que nos convencen de que comprendemos el pasado. Para muchos, el conocimiento tiene el notable poder de producir confianza, en vez de una aptitud que se pueda medir. Otro problema: el hecho de centrarse en lo regular (inconsiguiente), la platonificación que lleva a prever «según lo razonable».
Me parece escandaloso que, pese a los antecedentes empíricos, sigamos proyectando en el futuro como si supiéramos hacerlo a la perfección, empleando herramientas y métodos que excluyen los sucesos raros. La predicción está firmemente institucionalizada en nuestro mundo. Nos dejamos llevar por quienes nos ayudan a navegar, sea el adivino, el «prolijo» (y aburrido) académico o los funcionarios que usan unas matemáticas falsas.