Authors: Nassim Nicholas Taleb
La idea de que estamos aquí, que éste es el mejor de todos los mundos posibles, y de que la evolución hizo un gran trabajo parece más bien falaz a la luz del efecto de las pruebas silenciosas. Los locos, los Casanova y quienes se arriesgan ciegamente muchas veces son quienes ganan a corto plazo. Peor aún, en un entorno de Cisne Negro, donde un suceso único pero raro puede llegar a sacudir a una especie después de muchísimo tiempo de salud», los alocados que asumen riesgos también pueden ganar a largo plazo. Retomaré esta idea en la tercera parte, donde expongo que Extremistán empeora el efecto de las pruebas silenciosas.
Pero hay otra manifestación que merece ser considerada.
Quiero permanecer con los pies en el suelo y evitar traer a este debate arrimemos metafóricos elevados o cosmológicos; son muchos los peligros que hay en este planeta y que merecen toda nuestra atención, de ahí que sea una buena idea dejar el filosofar metafisico para más adelante. Pero sería útil echar un vistazo (no más) a lo que se llama el argumento cosmológico antrópico, ya que señala la gravedad de nuestra equivocada interpretación de la estabilidad histórica.
Una ola reciente de filósofos y físicos (y de personas que combinan ambas categorías) han estado analizando el supuesto de la automuestra, que es una generalización a nuestra existencia del principio del sesgo de Casanova.
Pensemos en nuestros destinos. Algunas personas razonan que las probabilidades de que cualquiera de nosotros exista son tan pocas que el hecho de que estemos aquí no se puede atribuir a un accidente del destino. Pensemos en las probabilidades de que los parámetros estén exactamente donde tienen que estar para inducir nuestra existencia (cualquier desviación de la calibración óptima hubiera hecho que nuestro mundo explotara, se desmoronara o simplemente no hubiese llegado a existir). Se dice a menudo que parece que el mundo haya sido construido siguiendo las especificaciones que harían posible nuestra existencia. Según tal tesis, es posible que no fuera resultado de la suerte.
Sin embargo, nuestra presencia en la muestra vicia por completo la contabilización de las probabilidades. Una vez más, la historia de Casanova puede facilitar las cosas, hacerlas mucho más sencillas que en su formulación habitual. Pensemos de nuevo en todos los mundos posibles como si fueran pequeños Casanova que siguieran su propio destino. Aquel que siga vivo y coleando (por accidente) pensará que, dado que es imposible que sea tan afortunado, debe de haber alguna fuerza trascendental que lo guíe y supervise su destino: «Es que, de no ser así, las probabilidades de haber llegado hasta aquí simplemente gracias a la suerte serían muy pocas». Para quien observe a todos los aventureros, las probabilidades de dar con un Casanova no son pocas, al contrario: hay muchos aventureros, y alguien será el afortunado al que le toque la lotería.
El problema que aquí se plantea con el universo y el género humano es que somos los Casanova supervivientes. Cuando uno empieza con muchos Casanova aventureros, es probable que haya un superviviente, y si es uno mismo quien está aquí hablando de ello, es probable que él sea ese superviviente (observemos la «condición»: uno sobrevivió para hablar de ello). Así pues, no podemos seguir computando ingenuamente las probabilidades sin considerar que la condición de que existimos impone unas limitaciones al proceso que nos condujo hasta aquí.
Supongamos que la historia aporta escenarios «inhóspitos» (es decir, no favorables) o «halagüeños» (es decir, favorables). Los escenarios inhóspitos conducen a la extinción. Es evidente que si estoy escribiendo estas líneas es porque la historia aportó un escenario «halagüeño», un escenario que me permitió estar aquí, una ruta histórica en la que mis antepasados evitaron la masacre por parte de muchos invasores que erraban por Levante. Añadamos a ello unos escenarios benéficos, libres de colisiones de meteoritos, guerras nucleares y otras epidemias letales a largo plazo. Pero no tengo por qué fijarme en la humanidad en su conjunto. Cada vez que analizo mi propia biografía, me alarma lo endeble que ha sido mi vida hasta hoy. En cierta ocasión en que regresé a Líbano durante la guerra, a mis dieciocho años, sufrí episodios de extraordinaria fatiga y de gélidos escalofríos, pese al calor del verano. Era la fiebre tifoidea. De no haber sido por el descubrimiento de los antibióticos, sólo unas décadas antes, hoy no estaría aquí. Más adelante, también me «curé» de otra enfermedad grave que habría acabado conmigo, gracias a un tratamiento que depende de otra tecnología médica reciente. Como ser humano que está vivo en la era de Internet, que es capaz de escribir y de llegar a un público, también me he beneficiado de la suerte de la sociedad y de la destacable ausencia de guerras a gran escala en épocas recientes. Además, soy producto de la aparición del género humano, un suceso accidental en sí mismo.
El hecho de que esté aquí es una ocurrencia trascendental de baja probabilidad, pero tiendo a olvidarlo.
Volvamos a las aireadas recetas para hacerse millonario en diez pasos. Una persona de éxito intentará convencernos de que sus logros no pueden ser algo accidental, al igual que el jugador que gana en la ruleta siete veces seguidas nos dirá que las probabilidades de que tal cosa ocurra son de una entre varios millones, de modo que tendremos que pensar que hay en juego alguna intervención trascendental, o aceptar la destreza y perspicacia del jugador a la hora de escoger los números ganadores. Pero si tenemos en cuenta la cantidad de jugadores que hay por ahí, y el número de partidas que se juegan (en total, varios millones de episodios), entonces se hace evidente que estos golpes de suerte son proclives a darse. Y si hablamos de ellos, es porque nos han ocurrido.
El argumento del punto de referencia dice lo siguiente: no hay que computar las probabilidades desde la posición ventajosa del jugador que gana (o del afortunado Casanova, o la siempre recurrente ciudad de Nueva York, o la invencible Cartago), sino desde todos aquellos que empezaron en el grupo. Tomemos de nuevo el ejemplo del jugador. Si nos fijamos en la población de jugadores que empiezan tomados en su conjunto, podemos estar casi seguros de que uno de ellos (aunque de antemano no sabemos cuál) mostrará unos resultados estelares, fruto exclusivo de la suerte. Por ello, desde el punto de referencia del grupo de principiantes, no se trata de nada extraordinario. Pero desde el punto de referencia del ganador (que no tiene en cuenta a los perdedores, y aquí está la clave), una larga sucesión de ganancias parecerá un suceso demasiado extraordinario para que se pueda explicar por la suerte. Observemos que una «historia» no es más que una serie de números a lo largo del tiempo. Los números pueden representar grados de riqueza, salud, peso, cualquier cosa.
Esto en sí mismo debilita en gran manera la idea del «porque» que a menudo postulan los científicos, y de la que casi siempre hacen un mal uso los historiadores. Tenemos que aceptar la falta de nitidez del familiar «porque», por muy intranquilos que nos deje (y no hay duda de que nos deja intranquilos al eliminar la ilusión analgésica de la causalidad). Repito que somos animales que buscan explicaciones, que tienden a pensar que todo tiene una causa identificable y que se agarran a la más destacada como la explicación. Pero es posible que no exista un porque-, es más, muchas veces no hay nada, ni siquiera un espectro de explicaciones posibles. Sin embargo, las pruebas silenciosas ocultan tal hecho. Siempre que está en juego nuestra supervivencia, la propia idea de porque se debilita gravemente. La condición de supervivencia ahoga todas las explicaciones posibles. El «porque» aristotélico no está ahí para dar cuenta de un sólido vínculo entre dos elementos, sino, como veíamos en el capítulo 6, para ocuparse de nuestra debilidad oculta por dar explicaciones.
Apliquemos este razonamiento a la siguiente pregunta: ¿por qué la peste bubónica no acabó con más gente? Se darán infinidad de explicaciones superficiales que implicarán teorías sobre la intensidad de la peste y los «modelos científicos» de la epidemia. Probemos ahora el debilitado argumentó de la causalidad que acabo de subrayar en este capítulo: si la peste bubónica hubiera matado a más personas, los observadores (nosotros) no estaríamos aquí para observar. Así que es posible que no sea necesariamente una propiedad de las enfermedades el que perdonen a los seres humanos. Siempre que esté en juego nuestra supervivencia, no busquemos inmediatamente las causas y los efectos. Puede ocurrir que la principal razón identificable de que sobrevivamos a este tipo de enfermedades nos resulte inaccesible: estamos aquí ya que, al estilo de Casanova, se abrió el escenario «halagüeño»; y si parece tan difícil entenderlo es porque tenemos el cerebro excesivamente lavado por las ideas de la causalidad, y creemos que es más inteligente decir porque que aceptar el azar.
Mi mayor problema con el sistema educativo está precisamente en que obliga a los estudiantes a sacar explicaciones de todas las materias, y los avergüenza cuando suspenden el juicio al proclamar: «No lo sé». ¿Por qué acabó la Guerra Fría? ¿Por qué los persas perdieron la batalla de Salamina? ¿Por qué Aníbal sufrió ataques en su retaguardia? ¿Por qué Casanova se recuperaba de los reveses? En cada uno de estos ejemplos, tomamos una condición, la supervivencia, y buscamos explicaciones, en vez de darle la vuelta a la argumentación y afirmar que supeditado a tal supervivencia, uno no puede leer tanto en el proceso, y que en su lugar debería aprender a invocar cierto grado de aleatoriedad (la aleatoriedad es lo que no sabemos; invocarla significa reconocer la propia ignorancia). No es sólo el profesor de universidad quien nos imbuye malas costumbres. En el capítulo 6 exponía que los periódicos tienen que llenar sus textos de vínculos causales para que el lector disfrute de la narración. Pero seamos sinceros y digamos nuestro «porque» con mucha moderación; intentemos limitarnos a situaciones en las que el porqué» derive de experimentos, no de la historia que mira hacia atrás.
Quiero señalar aquí que no estoy diciendo que las causas no existen.: no empleemos este argumento para evitar aprender de la historia. Todo lo que digo es que no es tan sencillo-, sospechemos del «porque» y manejémoslo con cuidado, particularmente en las situaciones en que sospechemos que existen pruebas silenciosas.
Hemos visto diversas variedades de pruebas silenciosas que causan deformaciones en nuestra percepción de la realidad empírica, haciendo que parezca más explicable (y más estable) de lo que verdaderamente es. Además del error de la confirmación y de la falacia narrativa, las manifestaciones de las pruebas silenciosas distorsionan aún más el papel y la importancia de los Cisnes Negros. De hecho, unas veces provocan una valoración exagerada (por ejemplo, con el éxito literario), y otras una infravaloración (la estabilidad de la historia, la estabilidad de nuestra especie humana).
Decía antes que es posible que nuestro sistema perceptivo no reaccione ante aquello que no está ante nuestras propias narices, o ante aquello que no excita nuestra atención emocional. Estamos hechos para ser superficiales, para prestar atención a lo que vemos y no prestarla a lo que no llega con viveza a nuestra mente. Libramos una doble guerra contra las pruebas silenciosas. La parte inconsciente de nuestro mecanismo inferencial (y existe uno) ignorará el cementerio, aun en el caso de que seamos intelectualmente conscientes de la necesidad de tenerlo en cuenta. Lo que no se ve no se siente: albergamos un desdén natural, hasta físico, por lo abstracto.
En el capítulo siguiente ilustraremos todo esto con más detalle.
Tony el Gordo es uno de los amigos de Nero que más irrita a Yevguenia Krasnova. Tal vez sería más correcto que lo definiéramos como «Tony el de la horizontalidad en entredicho», ya que objetivamente no padece tanto sobrepeso como su apodo indica; ocurre simplemente que la forma de su cuerpo hace que cualquier cosa que vista parezca que le queda muy ajustada. Sólo lleva trajes hechos a medida, muchos de ellos encargados en Roma, pero se diría que los compra por Internet. Tiene las manos gruesas, los dedos velludos, lleva pulsera de oro y apesta a caramelos de regaliz, que devora en cantidades industriales, como sustituto de su antigua afición al tabaco. No le suele importar que la gente lo llame Tony el Gordo, pero prefiere que lo llamen simplemente Tony. Nero, más educado, lo llama «Tony de Brooklyn», por su acento y su forma de pensar al estilo de Brooklyn, aunque es una de las personas prósperas de Brooklyn que se mudó a Nueva Jersey hace veinte años.
Tony es alguien que no pasa desapercibido. Afortunado y de carácter alegre, es también muy sociable. Su único problema visible parece ser su peso y la lata constante que le dan su propia familia y unos primos lejanos, que no dejan de advertirle de que puede sufrir un infarto prematuro. Al carecer, no hay nada que funcione: Tony frecuenta una granja de Arizona rara no comer, perder unos kilos, y luego recuperarlos casi todos en su ¿siento de primera en el vuelo de regreso. Hay que destacar que su autocontrol y disciplina personal, por otro lado admirables, no consiguen incidir en su cintura.
Empezó de simple empleado en un banco de Nueva York a principios de la década de 1980, en el departamento de cartas de crédito. Llevaba papeles de un sitio a otro y realizaba tareas pesadas y repetitivas. Después pasó a conceder pequeños préstamos a empresas y descubrió el juego de cómo conseguir financiación de los grandes bancos, cómo funciona su burocracia y qué es lo que les gusta ver sobre el papel. Sin dejar de ser un empleado, empezó a adquirir propiedades en proceso de bancarrota, que compraba a instituciones financieras. Su mayor perspicacia es que los empleados de banco que te venden una casa que no es suya simplemente no se preocupan tanto de ella como los propietarios. Tony aprendió muy pronto a hablar con ellos y a ingeniárselas. Más adelante, también aprendió a comprar y vender gasolineras con dinero que le prestaban pequeños banqueros del barrio.
Tony posee la notable costumbre de intentar hacer dinero sin esfuerzo, sólo como entretenimiento, sin presiones, sin trabajo de oficina ni reuniones, fusionando sus tratos con su vida privada. Su lema es: «Descubre quién es el idiota». Obviamente, a menudo lo son los bancos. «Los empleados no se preocupan de nada.» Encontrar a esos imbéciles es para él coser y cantar. Quien se diera una vuelta por la manzana con Tony se sentiría considerablemente más informado sobre el mundo tras haber acudido a él.