Authors: Nassim Nicholas Taleb
Señalemos aquí una peculiaridad de nuestro juicio intuitivo: aun en el caso de que viviéramos en Mediocristán, donde los grandes sucesos son raros, seguiríamos infravalorando los extremos: pensaríamos que son incluso más raros. Subestimamos nuestro índice de error incluso con las variables gaussianas. Nuestras intuiciones son submediocristanas. Pero no vivimos en Mediocristán. Los números que previsiblemente calcularemos a diario pertenecen en gran medida a Extremistán, es decir, están dirigidos por la concentración y sometidos a los Cisnes Negros.
No existe una diferencia efectiva entre que yo adivine una variable que no es aleatoria, pero para la que mi información es parcial o deficiente (como el número de amantes que desfilaron por la cama de Catalina II de Rusia), y predecir una variable aleatoria, como el índice de paro de mañana o el mercado de valores del año que viene. En este sentido, adivinar (lo que yo no sé, pero que alguien puede saber) y predecir (lo que aún no ha tenido lugar) son lo mismo.
Para apreciar un poco más la conexión entre adivinar y predecir, supongamos que en vez de intentar calcular el número de amantes de Catalina de Rusia, consideramos las cuestiones menos interesantes pero, para algunos, más importantes del crecimiento de la población para el siglo próximo, los beneficios de la Bolsa, el déficit de la seguridad social, el precio del petróleo, los resultados de la venta de aquella propiedad de nuestro bisabuelo, o las condiciones medioambientales de Brasil dentro de veinte años. O, si somos el editor del libro de Yevguenia Krasnova, tal vez necesitemos hacer una estimación de las posibles ventas futuras. Nos metemos en aguas cenagosas: pensemos simplemente que la mayoría de los profesionales que hacen predicciones también padecen el impedimento mental del que hablábamos antes. Además, a las personas que hacen previsiones profesionalmente a menudo les afectan más esos impedimentos que al resto de la gente.
Tal vez se pregunte el lector cómo afectan a la arrogancia epistémica el aprendizaje, la educación y la experiencia; es decir, qué puntuación sacarían las personas con estudios en la prueba anterior, en comparación con el resto de la población (utilizando como parámetro a Mijail, el taxista). Nos sorprenderá la respuesta: depende de la profesión. Primero voy a hablar de las ventalas que los «informados» tienen sobre el resto de nosotros en la decepcionante actividad de la predicción.
Recuerdo que en una visita a un amigo en un banco inversor de Nueva York, vi a un frenético personaje del tipo «máster del universo» dando vueltas por el vestíbulo, con una serie de auriculares inalámbricos enredados en sus orelas y un micrófono que sobresalía del lado derecho y que me impedía concentrarme en sus labios durante la conversación de veinte segundos que mantuve con él. Le pregunté a mi amigo para qué servía aquel artilugio. «Le gusta mantenerse en contacto con Londres», me dijo. Cuando se es un empleado y, por consiguiente, se depende del juicio de otras personas, el hecho de parecer atareado puede ayudarle a uno a reclamar para sí la responsabilidad de los resultados en un entorno aleatorio. La apariencia de estar absorbido por el trabajo refuerza la percepción de la causalidad, del vínculo que existe entre los resultados y el papel que uno ha desempeñado en ellos. Esto, por supuesto, se aplica aún más a los directores ejecutivos de las grandes empresas, que necesitan pregonar a bombo y platillo la relación entre su «presencia» y su «liderazgo» y los resultados de la empresa. No conozco ningún estudio que investigue qué utilidad tiene que esas personas inviertan su tiempo en conversar y absorber información de poca monta, como tampoco ha habido muchos escritores que hayan tenido el valor de preguntarse por la medida en que la actuación de los directores ejecutivos ha incidido en el éxito de la empresa.
Veamos un efecto importante de la información: el impedimento para el conocimiento.
Aristóteles Onassis, tal vez el primer magnate mediatizado, era famoso por ser rico, y por hacer ostentación de ello. Refugiado griego del sur de Turquía, marchó a Argentina, hizo mucho dinero con la importación de tabaco turco y luego se convirtió en magnate naviero. Fue vilipendiado cuando se casó con Jacqueline Kennedy, viuda del presidente estadounidense John F. Kennedy, lo cual llevó a la desconsolada Maria Callas a enclaustrarse en un piso de París a esperar que le llegara la muerte.
Si se estudia la vida de Onassis, a lo que dediqué parte de mis primeros años de madurez, se observa una interesante regularidad: «trabajar», en el sentido convencional, no era lo suyo. Ni siquiera disponía de mesa de trabajo, y no digamos un despacho. No sólo se dedicaba a hacer tratos y acuerdos, para lo cual no se necesita despacho, sino que también dirigía un imperio naviero, lo cual exige un control diario. Y sin embargo, su principal herramienta era una libreta, que contenía toda la información que necesitaba. Se pasó la vida intentando socializar con ricos y famosos, y a perseguir (y conquistar) mujeres. Normalmente se despertaba a mediodía. SÍ necesitaba consejo legal, citaba a sus abogados en algún club nocturno de París a las dos de la madrugada. Se decía que tenía un encanto irresistible, el cual le ayudó a sacar provecho de la gente.
Vayamos más allá de lo anecdótico. Es posible que haya aquí un efecto de «engaño por el azar», que hayamos establecido un vínculo causal entre el éxito de Onassis y su modus operandi. Quizá nunca sepa si Onassis fue una persona hábil o un hombre con suerte, aunque estoy convencido de que su encanto le abrió muchas puertas; pero puedo someter su forma de actuar a un examen riguroso, fijándome para ello en los estudios empíricos sobre el vínculo entre información y comprensión. Así pues, esta afirmación, el conocimiento adicional de las minucias del transcurso diario puede ser inútil, y hasta tóxico, es indirecta pero efectivamente comprobable.
Mostremos a dos grupos de personas una imagen desdibujada de una boca de incendios, lo bastante borrosa como para que no reconozcan de qué se trata. En el primer grupo, aumentaremos lentamente la resolución, en diez pasos. En el segundo, lo haremos más deprisa, en cinco pasos. Detengámonos en el punto en que ambos grupos han visto la misma imagen, y pidámosles que identifiquen qué es. Lo más probable es que los miembros del grupo que vio menos pasos intermedios reconozcan la boca de riego mucho antes. ¿Moraleja? Cuanta más información se nos da, más hipótesis formulamos en el camino, y peores serán. Se percibe más ruido aleatorio y se confunde con información.
El problema es que nuestras ideas son pegajosas: una vez que formulamos una teoría, no somos proclives a cambiar de idea, de ahí que a aquellos que tardan en desarrollar sus teorías les vayan mejor las cosas. Cuando nos formamos nuestras opiniones a partir de pruebas poco sólidas, tenemos dificultades para interpretar la posterior información que contradice tales opiniones, incluso si esta nueva información es claramente más exacta. Aquí intervienen dos mecanismos: el sesgo de la confirmación que veíamos en el capítulo 5, y la perseverancia en la creencia, la tendencia a no cambiar nuestras opiniones. Recordemos que tratamos las ideas como si fueran propiedades, por lo que nos será difícil desprendernos de ellas.
El experimento de la boca de riego se realizó por primera vez en la década de 1960, y desde entonces se ha repetido varias veces. Yo también he estudiado este efecto utilizando las matemáticas de la información: cuantos más conocimientos detallados obtiene uno de la realidad empírica, más verá el ruido (es decir, lo anecdótico) y pensará que se trata de auténtica información. Recordemos que estamos influenciados por lo sensacional. Escuchar las noticias en la radio cada hora es mucho peor para uno que leer un semanario, porque el intervalo más largo permite que la información se filtre un poco.
En 1965 Stuart Oskamp proporcionó a psicólogos clínicos una serie de archivos sucesivos, los cuales contenían cada vez más información sobre los pacientes. La habilidad de los psicólogos para diagnosticar no aumentaba a medida que se iba añadiendo información: simplemente se reafirmaban más en su diagnóstico inicial. Es verdad que no cabe esperar mucho de psicólogos como los de 1965, pero parece que estos resultados se repiten en todas las disciplinas.
Por último, en otro experimento revelador, el psicólogo Paul Slovic pidió a unos corredores de apuestas que escogieran, de entre 88 variables de carreras de caballos pasadas, aquellas que consideraran útiles para computar las probabilidades. Esas variables incluían todo tipo de información estadística sobre resultados anteriores. A los corredores se les facilitaron las diez variables más útiles, y se les pidió que predijeran el resultado de las carreras. Luego les dieron otras diez y se les pidió que hicieran de nuevo sus pronósticos. El aumento en el conjunto de información no se tradujo en una mayor precisión por parte de los corredores; por otro lado, la confianza que tenían en sus previsiones se incrementó notablemente. La información demostró ser tóxica. Me he pasado buena parte de la vida dándole vueltas a la creencia tan extendida entre los medianamente cultivados de que «más es mejor»: más es a veces mejor, pero no siempre. Esta toxicidad del conocimiento aparecerá en nuestra investigación del llamado experto o especialista.
Hasta el momento no hemos cuestionado la autoridad de los profesionales implicados, sino su capacidad para medir las fronteras de sus propios conocimientos. La arrogancia epistémica no excluye las destrezas. El fontanero casi siempre sabrá más de fontanería que el terco ensayista y operador matemático. El cirujano experto en hernias raramente sabrá menos de hernias que quien se dedique a la danza del vientre. Pero, por otro lado, sus probabilidades serán poco precisas; y ahí está lo inquietante: es posible que uno sepa mucho más sobre esa situación que el propio experto. Digan lo que digan, merece la pena cuestionar el índice de error del procedimiento del experto. No pongamos en entredicho su procedimiento, sólo su confianza. (Como alguien a quien la clase médica llevó al desánimo total, aprendí a ser cauteloso, y recomiendo a todo el mundo que lo sea: si entras en la consulta del médico con un síntoma, no escuches sus probabilidades de que no sea un cáncer.)
Separaré los dos casos de la forma que sigue. El caso suave: la arrogancia en la presencia de (cierta) competencia; y el caso grave: la arrogancia mezclada con la incompetencia (el traje vacío, o el farsante). Hay algunas profesiones en las que uno sabe más que los expertos, que son, lamentablemente, personas por cuyas opiniones pagamos, en vez de que sean ellas quienes nos paguen por escucharlas. ¿Cuáles?
Existe una bibliografía muy amplia sobre el llamado problema del experto, en la cual se realizan pruebas empíricas a especialistas para verificar su actuación. Pero parece que al principio resulta confusa. Por un lado, algunos investigadores que tratan de desacreditar a los expertos, como Paul Meehl y Robyn Dawes, demuestran que el «experto» es lo más parecido al fraude: no rinde mejor que el ordenador que utilice un único sistema métrico, pues su intuición se entromete en el camino y le ciega. (Como ejemplo de ordenador que usa un único sistema métrico, la ratio de activos líquidos sobre la deuda funciona mejor que la mayoría de los analistas de crédito.) Por otro lado, hay una abundante literatura en que se demuestra que muchas personas pueden ganar al ordenador gracias a la intuición. ¿Quién tiene razón?
Debe de haber disciplinas que tengan auténticos expertos. Hagamos las siguientes preguntas: ¿quién prefiere el lector que le practique una operación en el cerebro, un periodista científico o un cirujano cerebral titulado? ¿Y de quién preferiría escuchar una previsión económica, de alguien doctorado en economía por alguna institución «prominente» como la Wharton School, o de un periodista económico? La respuesta a la primera pregunta es empíricamente obvia, pero no ocurre lo mismo con la segunda, Ya somos capaces de ver la diferencia entre el «saber cómo» y el «saber qué». Los antiguos griegos distinguían entre techné y epistemé. La escuela empírica de medicina de Menodoto de Nicomedia y Heráclides de Tarento quería que sus practicantes se mantuvieran lo más cerca posible de la techné (es decir, el oficio), y lelos de la epistemé (es decir, el «conocimiento», la «ciencia»).
El psicólogo James Shanteau emprendió la tarea de averiguar qué disciplinas tienen expertos y cuáles no. Observemos aquí el problema de la confirmación: si queremos demostrar que no hay expertos, entonces debemos ser capaces de encontrar una profesión en la que los expertos sean inútiles. Y podemos demostrar lo contrario del mismo modo. Pero hay una regularidad: tenemos profesiones en que los expertos desempeñan un papel, y otras donde no hay pruebas de la existencia de destrezas. ¿Cuál es cuál?
Expertos que tienden a ser expertos son los tasadores de ganado, los astrónomos, los pilotos de prueba, los tasadores del suelo, los maestros de ajedrez, los físicos, los matemáticos (cuando se ocupan de problemas matemáticos, no de problemas empíricos), los contables, los inspectores de granos, los intérpretes de fotografías, los analistas de seguros (que se ocupan de las estadísticas al estilo curva de campana).
Expertos que tienden a ser... no expertos son los agentes de Bolsa, los psicólogos clínicos, los psiquiatras, los responsables de admisión en las universidades, los jueces, los concejales, los selectores de personal, los analistas de inteligencia (la actuación de la CIA, pese a sus costes, es lastimosa). Añadiré los siguientes resultados de mi propio examen de la bibliografía: los economistas, los analistas financieros, los profesores de economía, los politólogos, los «expertos en riesgo», el personal del Banco para Acuerdos Internacionales, los insignes miembros de la Asociación Internacional de Ingenieros de las Finanzas y los consejeros económicos personales.
Es decir, las cosas que se mueven, y que por consiguiente requieren ciertos conocimientos, no suelen tener expertos, mientras que las que no se mueven al parecer cuentan con algunos expertos. En otras palabras, las profesiones que se ocupan del futuro y basan sus estudios en el pasado no repetible tienen un problema de expertos (con la excepción del tiempo climático y los negocios que impliquen procesos físicos a corto plazo, no procesos socioeconómicos). No estoy diciendo que quien se ocupa del futuro no ofrece nunca información valiosa (como señalaba antes, los periódicos pueden predecir el horario de los teatros bastante bien), sino que aquellos que no ofrecen un valor añadido tangible generalmente se ocupan del futuro.