El clan de la loba

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El clan de la loba
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La guerra de las brujas I.

Desde tiempos inmemoriales, los clanes de las brujas Omar han vivido ocultándose de las sanguinarias brujas Odish y esperando la llegada de la elegida por la profecía. Ahora los astros confirman que el tiempo está próximo.

Anaíd, que ha vivido durante sus catorce años de vida apartada en un pueblo del Pirineo, ignora los secretos que atañen a las mujeres de su familia…Hasta que la misteriosa desaparición de su madre, Selene la pelirroja, la enfrenta a una verdad tan escalofriante como increíble y la obliga a recorrer un largo camino cuajado de peligros y descubrimientos.

Maite Carranza

El clan de la loba

Trilogía de la Guerra de las Brujas (I)

ePUB v1.0

Nievesla
11.01.12

Título original: El clan de la loba

Autora:Maite Carranza

>© edebé, 2005

Paseo de San Juan Bosco 62

08017 Barcelona

www.edebe.com

ww.laguerradelasbrujas.com

Dirección editorial: Reina Duarte

Primera edición, Junio 2005

Fecha de publicación: 2005

ISBN:9788423674916

EAN:9788423674916

Editorial: Edebe

Nº Páginas:376

Impreso en España

PROFECÍA DE O

Y un día llegará la elegida, descendiente de Om

Tendrá fuego en el cabello

alas y escamas en la piel

un aullido en la garganta

y muerte en la retina

Cabalgará el sol

y blandirá la luna

Capítulo I: La desaparición de Selene

La niña dormía en su habitación de techos altísimos y paredes encaladas una y mil veces. Una habitación alegre en una casa de pueblo que olía a leña y a leche dulce acabada de hervir. Los postigos de las ventanas estaban pintados de verde y verdes eran también los rombos del kilim que cubría el suelo de madera, los valles de los dibujos que colgaban de las paredes y algunos de los lomos de los libros juveniles que se apiñaban en las estanterías junto a otros muchos rojos, amarillos, anaranjados y azules. Abundancia de colores diseminados con atrevimiento en los cojines, la colcha, las cajas de los puzzles y las babuchas abandonadas bajo la cama. Colores de infancia que ya no se correspondían con la ausencia de muñecas, relegadas al fondo del armario, ni con la seriedad de la mesa de trabajo, ocupada casi enteramente por un Pentium de última generación.

A lo mejor la niña no era tan niña.

Y, aunque aún lo fuera, no sabía que aquella mañana empezaría a dejar de serlo.

El sol se colaba a raudales por las rendijas de las persianas mal cerradas mientras Anaíd, que así se llamaba la niña, se movía inquieta y gritaba en sueños. Un rayo de sol reptó por la colcha, alcanzó trabajosamente su mano, ascendió lento pero tenaz por su cuello, su nariz, su mejilla y, finalmente, al rozar sus párpados cerrados, la despertó.

Anaíd lanzó un grito y abrió los ojos. Estaba confusa. Le faltaba el aliento y extrañaba la intensa luz que invadía su habitación. Se hallaba en ese estadio de duerme-vela que aún no discierne entre el sueño y la realidad.

En su pesadilla, tan vivida, corría y corría bajo la tormenta buscando refugio en el bosque de robles. Entre el fragor de los truenos oía la voz de Selene gritando
«¡detente!»
, pero ella no hacía caso de la advertencia de su madre. A su alrededor, los rayos caían por doquier, a centenares, a miles, deslumbrándola, cegándola, inundando el bosque con una lluvia de fuego hasta que un rayo la alcanzaba y caía fulminada. Anaíd parpadeó y sonrió aliviada. Efectivamente. El culpable de todo había sido un rayo de sol juguetón que se había filtrado por las persianas de su ventana sin pedir permiso.

Ya no quedaba ni rastro de la tormenta eléctrica que la noche anterior había azotado el valle. El fuerte viento había barrido las nubes y los cielos lavados resplandecían como el agua violeta de los lagos.

¿Y esa luz tan intensa? ¿Tan tarde era? ¡Qué extraño! ¿Cómo es que Selene no la había despertado todavía para ir a la escuela?

Saltó de la cama y reprimió un escalofrío al poner los pies desnudos sobre el kilim. Se vistió, como de costumbre, sin dedicar a su atuendo más de un segundo, y se lanzó en busca de su reloj, ¡las nueve! ¡Era tardísimo! Ya había perdido la primera hora de clase. ¿Y su madre? ¿Cómo es que Selene aún no estaba levantada? ¿Le habría ocurrido algo? Siempre la despertaba a las ocho.

— ¿Selene? Musitó Anaíd empujando la puerta de la habitación contigua y reprimiendo la angustia de su pesadilla que comenzaba a invadirla de nuevo.

— ¿Selene?

Repitió incrédula al comprobar que en la habitación no había nadie excepto ella y el aire gélido del norte que entraba por la ventana abierta de par en par.

— ¡Selene!

Exclamó enfadada como hacía siempre que su madre le gastaba una broma pesada. Pero esa vez Selene no apareció tras la cortina, riendo con su risa atolondrada, ni echándose sobre ella para rodar juntas sobre la cama medio deshecha.

Anaíd respiró profundamente una vez, dos, y lamentó que el viento hubiera barrido el perfume a jazmín que impregnaba la habitación de Selene y que tanto le gustaba. Luego cerró la ventana temblando. Había nevado. A pesar de estar avanzado el mes de mayo y de apuntar ya los primeros brotes primaverales, esa noche había nevado. El campanario de pizarra negra de la ermita de Urt, en lontananza, amanecía espolvoreado de blanco como un pastel de nata. Pensó que era una mala premonición por tratarse de un año bisiesto y cruzó los dedos como le había enseñado a hacer Deméter.

— ¿Selene? —repitió de nuevo Anaíd en la cocina.

Pero allí todo estaba intacto, tal y como lo habían dejado la noche anterior después de la discusión, antes de la tormenta y la pesadilla. Anaíd fisgoneó meticulosamente. Ni un rastro de taza de café tomada a hurtadillas, ni una galleta mordisqueada, ni un vaso de agua bebido a deshora. Selene no había puesto los pies la cocina. Segurísimo.

— ¡Selene! —insistió Anaíd gritando cada vez más nerviosa.

Y su voz resonó en la era, en el porche y llegó hasta el viejo pajar que hacía las veces de garaje. Y allí Anaíd se detuvo unos instantes, justo en el lindar de la destartalada puerta de madera, esforzándose en acostumbrar sus ojos a la penumbra del interior. El viejo coche estaba inmóvil, cubierto de polvo y con las llaves en el contacto. Sin él Selene no podía haber ido muy lejos. Urt quedaba alejado de todas partes y a medio camino de todos sitios. Era necesario coger el coche para ir a la ciudad, a la estación de trenes, a las pistas de esquí, a la montaña, a los lagos y hasta al supermercado de las afueras. Entonces..., si no había cogido el coche...

Anaíd comenzó a urdir una sospecha. Regresó al caserón y lo revolvió a conciencia. Efectivamente, las pertenencias de Selene estaban intactas. Su madre no podía haber salido de casa sin abrigo, sin bolso, sin llaves y sin zapatos.

Anaíd, cada vez más alterada, iba acumulando más y más certezas que la remitían a la ansiedad que sintió la mañana de la muerte de su abuela Deméter. Era absurdo, pero todo parecía indicar que Selene se había esfumado con lo puesto, sin una miserable horquilla de su cabello, semi-desnuda y descalza.

Con el corazón latiéndole desacompasadamente arrancó literalmente su grueso anorak de plumas del perchero de la entrada y, poniéndoselo de cualquier manera, se cercioró de que las llaves estuviesen en el bolsillo, cerró la puerta tras de sí y salió a la carrera. En la callejuela, el viento helado se colaba silbando y zigzagueando por el estrecho corredor que dejaban las casas de gruesos muros construidas a resguardo del norte.

Urt, de casas de piedra y tejados de pizarra, se alzaba en la cabecera del valle de Istaín, a pie de Pirineos, rodeado de altas cimas e ibones helados. En su plaza, orientada al este para recibir en su altar el primer rayo de sol, se levantaba la iglesia románica. En lo alto, dominando el valle y la entrada del desfiladero, se erguía el torreón en ruinas, habitado por cuervos y murciélagos. Antiguamente, el vigía permanecía alerta día y noche con una única tarea, mantener viva la antorcha destinada a prender la fogata al divisar al enemigo. La torre vigía de Urt era la torre madre de los valles, su señal se divisaba desde seis poblaciones distintas y cuenta la leyenda que la fogata de Urt detuvo el avance implacable de las huestes sarracenas a través de los valles pirenaicos, allá por el siglo VIII, en una hazaña ignorada y anónima. Anaíd se mantuvo al abrigo del viento hasta que franqueó las ruinas de las viejas murallas de Urt. Una vez a campo descubierto, recibió el azote del norte en pleno rostro. Dos gruesos lagrimones le resbalaron mejillas abajo, pero no se arredró y, enfrentándose al vendaval, tomó el camino del bosque sin detenerse ni una sola vez.

El viejo robledal aparecía de buena mañana con un aspecto lastimoso. Ramas desgajadas, troncos centenarios carbonizados, hojas caídas, matorrales chamuscados... Aquí y allá la tormenta había dejado heridas que sólo el tiempo se encargaría de cicatrizar. Anaíd, con la ayuda de un bastón, desbrozaba palmo a palmo el manto grisáceo y fangoso que cubría el suelo. Temía dar con lo que buscaba. Lo temía tanto que lo negaba una y otra vez. Pero así y todo, y a pesar de su pánico, hacía su trabajo concienzudamente. Se había propuesto recorrer el bosque de punta a punta, revisando palmo a palmo todos sus rincones.

Buscaba el cuerpo de Selene.

Anaíd nunca podría olvidar la mañana en que desapareció Deméter ni la noche que precedió a su muerte. Deméter, su abuela, había muerto en el bosque durante una noche de tormenta hacía poco menos de un año, al regresar de atender su último parto. Era comadrona. Al recordarlo, Anaíd todavía notaba el sabor salado de las lágrimas que lloró por ella.

Esa mañana, tras una aparatosa tormenta, el día había amanecido cubierto por una neblina descolorida. Selene estaba inquieta porque Deméter no había dormido en su cama, y Anaíd sintió un miedo abstracto, inconcreto. Selene no dejó que la acompañara al bosque, quiso ir sola, y al regresar, aterida de frío y con los ojos cubiertos por una telaraña de dolor, no podía articular las pocas palabras que necesitaba para comunicarle la muerte de su abuela. Pero no hizo falta porque Anaíd ya lo sabía. Había notado el gusto agrio de la muerte subiendo por su garganta nada más despertar. Selene, a duras penas, le explicó que ella misma había encontrado el cuerpo de Deméter en el bosque. Luego calló. Selene, de natural tan parlanchina, enmudeció y no respondió a una sola de las preguntas de Anaíd.

Durante los días siguientes la casa se llenó de familiares lejanas venidas de todas las partes del mundo. Recibieron centenares de cartas, de llamadas telefónicas, de e-mails, pero nadie aventuraba nada. Por fin dijeron que había sido un rayo y la médica forense, una especialista que voló desde Atenas, así lo certificó. Sin embargo Anaíd no pudo besarla antes de meterla en su ataúd, pues su cuerpo estaba carbonizado, irreconocible.

En el pueblo se habló largamente del rayo que alcanzó a la abuela de Anaíd esa noche de tormenta eléctrica, aunque nadie se explicó nunca, ni siquiera Anaíd, qué hacía Deméter en el robledal a osas horas de la noche. Su coche fue hallado en la carretera, apareado junio a la cuneta del camino forestal, con la ventanilla de la puerta del conductor abierta, los faros de posición encendidos y el intermitente parpadeando con terquedad.

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