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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (4 page)

BOOK: El clan de la loba
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Elena, maternal, regresó de la cocina al cabo de unos instantes con un delicioso potaje de carne, patatas, garbanzos y col humeante. Anaíd no era niña de potajes, pero recordó que tenía hambre y ni siquiera preguntó quién había cocinado aquel plato tan laborioso ni de dónde habían salido los ingredientes. En la nevera de su casa nunca había col, Selene no soportaba la col.

Las tres se dispusieron a dar buena cuenta de la comida y Anaíd dedujo tres cosas de la conversación cruzada y algo enigmática que mantuvieron Criselda y Elena por encima de su cabeza.

Que Elena estaba embarazada por octava vez, pero que de nuevo era un varón.

Que Criselda no tenía ni idea de cuidar niños, pero pensaba quedarse en su casa, hacerse cargo de ella y averiguar el paradero de Selene.

Y que Criselda había roto y tirado todos los tarros de la cocina incluida su medicina de crecimiento.

Y eso la indignó mucho.

— ¡Llevo cuatro años tomando ese jarabe! Desde que tenía diez y Karen nos advirtió que iba muy atrasada en mi crecimiento...

El asombro de tía Criselda fue mayúsculo.

— ¿Tienes catorce años?

Y su sorpresa, sincera, la indignó más todavía, porque estaba indignada por el atropello.

— ¡Y fíjate en cómo estoy!

Entonces su lía Criselda abrió una boca enorme y le hizo el tipo de pregunta que sólo hacen las tías, las tías indiscretas.

— ¿Y ya tienes la regla?

Anaíd se dio cuenta de que dos pares de ojos la escrutaban atentamente. Su respuesta tenía gran importancia, puesto que la expectativa que se había generado era enorme. No dilató más el misterio, era más que obvio que su naturaleza femenina era un desastre.

— No.

Y las dos mujeres cruzaron una mirada de preocupación. Elena se disculpó con un movimiento de hombros como diciendo «Lo siento, no computaba ese detalle».

— Y dime, Anaíd, ¿tu madre te habló de tomar precauciones? De estar... preparada por si...

Anaíd se ofendió. ¿Por quién la tomaban?

— En mi clase todas mis amigas tienen la regla, sé lo que son una compresa y un tampón. No voy a llorar ni a asustarme, no os preocupéis.

Sin embargo, ni Elena ni Criselda se tranquilizaron por la respuesta de Anaíd. Al contrario, su preocupación aumentó. El lenguaje de los signos de los adultos, cuando había infiltrados incómodos delante, siempre la había fascinado. Desde niña desentrañó, o se propuso desentrañar, muchas de las señales que se enviaban su madre y su abuela y que ella interceptaba. Anaíd tradujo algo así como «Menuda faena nos ha hecho Selene». Pero no pudo comprender su significado. A ella continuaba preocupándole su medicina.

— ¿Y ahora qué tomo? Selene era la única que conocía la fórmula de Karen y ahora Karen está trabajando en un hospital de Tanzania.

Y al acabar de decirlo, Anaíd se preguntó cómo y desde cuándo sabía que Karen había viajado a Tanzania. Había sido algo muy curioso. Una revelación. De pronto lo supo, como supo que Selene estaba viva y como supo también, un año antes, al despertarse bruscamente a las tres de la madrugada, que Deméter había muerto.

— No te preocupes, lo solucionaremos. Criselda te preparará una fórmula con la misma receta, estoy segura de haberla visto por ahí.A pesar de que ese «por ahí» se perdía en la inmensidad del caserón, su espíritu maternal y pragmático bastó para calmar a Anaíd, que no se quedó tranquila del todo hasta comprobar con sus propios ojos que tía Criselda no había arrasado también con su champú especial. Tenía un pelo tan desastroso que, si no se aplicaba el fortalecedor y lo lavaba con su champú de vitaminas, se le caía a puñados.¿Por qué Selene era alta, esbelta y tenía un cabello precioso? Anaíd no se parecía en nada a su madre, a su lado se sentía un buñuelo mal frito. Y a pesar de eso añoraba a Selene. Viéndola tan mundana y segura de sí misma, tan habladora, simpática y extrovertida, se reconfortaba y soñaba en parecerse a ella algún día. Su angustia por la fal-ta del medicamento no era tal, se mezclaba todo, era la angustia por la ausencia de la madre. Tía Criselda la tomó entonces de la mano y la miró al fondo de su retina.— Ahora quiero que me lo expliques todo desde el principio. Explícame todo lo que recuerdes de la noche en que desapareció Selene. Todo.Y susurró ese «todo» tan persuasivamente que Anaíd sintió como si los recuerdos —que ella había borrado para que no la molestasen — aflorasen de golpe.

De uno en uno, obedientes, los recuerdos de Anaíd se pusieron en fila y salieron del fondo de los cajones de su memoria inmediata para que tía Criselda los desempolvara y los estudiara detenidamente.

«Selene me sirvió un zumo de arándanos, que me chiflan, y me invitó a sentarme en el porche, a su lado, para jugar a nombrar las constelaciones. Lo hacíamos a menudo, pero aquella noche me pilló desprevenida y, mientras yo buscaba desesperadamente Andrómeda y Casiopea, me propuso pasar las vacaciones de verano en Sicilia con una amiga suya, Valeria. Me vendió que tenía un chalé junto al mar en la playa de Taormina, bajo el Etna, y una hija como yo, de mi edad. Y, al rato, me enseñó un billete de avión. Yo no me lo podía creer: Selene lo tenía todo preparado y no me había dicho nada antes. Por eso no reaccioné como ella creía que tenía que reaccionar, no di saltos de alegría ni la besé ni me fui a probar el bikini del año pasado. Sólo le pregunté que cómo se le había ocurrido que a mí me gustaría pasar las vacaciones sola, sin ella, con una familia desconocida y en un país extranjero. Selene se puso muy nerviosa, como si la hubiese contrariado, y bizqueó. Cuando Selene está en apuros bizquea. No quería que yo me diese cuenta de que para ella era muy importante que yo me marchase de casa. Fingió que no le importaba y se sacó de la manga que todo había sido casual y que se le ocurrió esa posibilidad por una llamada de Valeria felicitándola por su personaje Zarco y que fue en ese momento, mientras hablaban por teléfono, cuando se le encendió la bombilla y creyó que comprarme el billete sería una sorpresa bomba para mí. Me dijo que, si yo no quería ir, lo anularía inmediatamente, pero que era una lástima porque Clodia, la hija de Valeria, era muy extrovertida y tenía un montón de amigos y yo necesitaba ver mundo y estar con gente joven, de mi edad. Y entonces le dije que no, un no definitivo. No me daba la gana. Y no lo dije por falta de curiosidad ni porque Sicilia no tuviese atractivos. Al revés, me encantaría visitar el teatro de Siracusa y conocer Palermo, participar en una persecución de la malla, subir al Etna y lanzarme de cabeza al Mediterráneo, pero ni loca, ni borracha, estaba dispuesta a ser el hazmerreír de Clodia y sus amici italiani. Cuantas más virtudes tuviera Clodia, peor. ¿No se daba cuenta de que mi problema era ése? Si me hubiera vendido que Clodia, la pobre, tenía lepra y no podía salir de casa porque se le caían los dedos y las orejas, a lo mejor hubiese aceptado.

Sin embargo Selene creyó que lo hacía para fastidiarla y me dijo que era una irresponsable estúpida que no entendía nada, y me amenazó, me amenazó con... una des-gracia, con una desgracia terrible. Me dijo que si ella faltaba, si ella se veía obligada a marcharse o le sucedía algo..., yo debía estar acompañada. Y me dio tanta rabia que usase una treta tan cochina para salirse con la suya, que me ofusqué y pensé que lo que quería en realidad era quitarme de en medio para estar sola con alguien y que ese alguien debía de ser MUY importante para ella y a lo mejor era el destinatario de todos sus perfumes, sus maquillajes, sus vestidos ajustados y sus noches en la ciudad. Vaya, que me convencí de que Selene tenía un novio que no podía conocerme porque yo no era importante para Selene. 0 porque Selene se avergonzaba de mí. Y por eso me obcequé y me negué a bajar del burro. Juré que nunca iría a Taormina. Y luego hice lo que más fastidiaba a Selene: me levanté, sin abrir la boca, y me largué. Selene me persiguió hasta mi habitación intentando que la mirara a la cara, rogándome que le hablase, obligándome a escucharla para ablandarme, para estudiar mis flaquezas y atacar mis puntos débiles. Pero, por eso mismo, me negué a darle cancha, me metí en la cama, apagué la luz y fingí dormir. Y ya no volví a verla más.

Esa noche, de madrugada, me desperté a causa de un rayo. El resplandor fue tan grande que abrí los ojos de golpe y creí que era de día, que estaba tomando el sol en la playa de Taormina, al lado de una italiana leprosa, y el Etna entraba en erupción. Daba miedo ver el cielo y oír los truenos que hacían retumbar las paredes. Hasta los cuervos parecían asustados y no paraban de volar en círculos ante mi ventana. Lo curioso es que ahora que lo pienso, y recuerdo que lo pensé, parecían más grandes, enormemente de-formados y como si quisiesen refugiarse dentro de casa. Uno de ellos se me quedó mirando fijamente a través del cristal y tenía una mirada inteligente, sentí que me hablaba y que me ordenaba abrir la ventana y... por un momento estuve a punto de abrirla. Luego cerré los ojos e intenté continuar durmiendo a pesar de la tormenta.

No fui a la habitación de Selene para que no se creyese que cedía y que aceptaba su propuesta. Continuaba enfadada y quería demostrarle mi enfado. Por eso no me moví de mi habitación y no me metí en su cama, como otras veces, ni ella me llamó para salir juntas al huerto a danzar bajo la lluvia hasta caer en el barro empapadas y exhaustas, como hacíamos siempre que llovía a cántaros, para desesperación de Deméter que se desgañitaba riñéndonos.

Al día siguiente Selene no estaba en su cama y su ventana estaba abierta. Pensé que estaría en la ducha o en la cocina. Pero no. No estaba en ninguna parte. No faltaba nada, ni sus zapatillas, ni su libro, ni su cepillo de dientes, ni su pasador del pelo, sólo ella. Tampoco había signos de lucha ni de violencia, no había sangre en el suelo ni cabellos en la almohada. Todo estaba intacto, como si durante el sueño Selene se hubiese esfumado, como si hubiese salido volando por la ventana y en cualquier momento pudiese regresar a dormir a su cama.

Yo no toqué nada, lo dejé lodo tal cual lo había dejado ella, pero esa mañana exploré palmo a palmo el bosque con miedo de encontrar el cuerpo de mi madre alcanzado por un rayo.

Sólo encontré una loba muerta y de repente supe que Selene estaba viva. Aunque no supe por qué lo sabía.»

PROFECÍA DE ODI

Ella destacará entre todas,

será reina u sucumbirá a la tentación.

Disputarán su favor y le ofrecerán su cetro,

cetro de destrucción para las Odish,

cetro de tinieblas vara las Omar.

El dictado del corazón de la elegida propiciará la verdad.

La una triunfará sobre las otras.

Definitivamente

Capítulo III: Selene

Selene, recostada sobre el camastro de paja, respiraba lenta y acompasadamente. Permanecía inmóvil, aletargada. No quería malgastar fuerzas inútilmente puesto que no había comido ni bebido nada en tres días.

Las moscas verdes revoloteaban sobre el cubo de los excrementos y algunas de ellas se posaban sobre su frente y sus mejillas, pero Selene no las ahuyentaba y permanecía con los ojos entrecerrados, los labios exangües, el pulso lento y el rostro frío. Si bien su cuerpo se encontraba ahí, su espíritu flotaba muy lejos del minúsculo zulo, cegado a la luz, de apenas cinco metros cuadrados. El control absoluto que ejercía sobre su cuerpo le impedía sentir hambre, frío, sed, asco. Hasta su olfato se había acostumbrado al intenso olor de orines que le revolvió el estómago al llegar.

Posiblemente, si nada hubiera alterado el aislamiento, Selene hubiera continuado ajena a su entorno, pero al oír los pasos que se acercaban supo que no podría continuar anestesiando sus sentidos. De nuevo vio las paredes rezumando humedad, los piojos y las chinches saltando por doquier, las cucarachas trepando por los minúsculos barrotes de su camastro y los hocicos de las ratas temblando al olisquear su angustia. Y al bajar la guardia arrugó su nariz con asco: acababa de percibir con claridad el olor a sangre, sudor y miedo impregnando las paredes y la suciedad del jergón amarillento, salpicado de manchas parduscas, donde se recostaba. Todo el esfuerzo de contención y autocontrol que había estado practicando durante ese tiempo se esfumó ante la expectativa de que la puerta se abriera y de que por ese hueco se colase la esperanza de un mundo cálido, luminoso y limpio. Selene, prisionera, se sintió al límite de sus fuerzas y tuvo la flaqueza de permitirse el deseo imperioso de huir del calabozo al precio que fuera.

La puerta se abrió sin necesidad de llaves y Selene, dominándose, se irguió tan alta como era, alisó las arrugas de su liviano camisón y desenredó con los dedos la espesa cabellera rojiza que caía sobre sus hombros desnudos en un intento por recuperar su dignidad.

— Vaya, vaya —musitó la visitante mirándola fijamente — Eres más hermosa de lo que imaginaba. Selene, con la expresión marmórea y el rostro severo como una máscara, permaneció impermeable a las palabras amables de su carcelera.

— Y tu fortaleza resulta admirable. No has pedido agua, comida, ni abrigo, no has gemido ni llorado, ni te has comunicado con nadie.

Selene la miró altivamente.

— ¿Qué creías?

— Sinceramente. Creía que utilizarías tu magia.

Selene se rió.

— La reservo para cosas más importantes.

La visitante se situó frente a su prisionera y clavó su mirada en ella. Era tan alta como Selene, tal vez más joven y sin lugar a dudas tan bella como la exótica pelirroja, aunque se trataba de una belleza clásica, de rostro ovalado, ojos negros y almendrados, cabellos de azabache y piel nívea, blanquecina, casi translúcida. Su piel era tan fascinante que Selene se entretuvo en repasar la huella de las venas azuladas de su pulso que vibraban al ritmo de sus latidos. Cascadas de sangre ansiosas de lluvia.

Selene sostuvo su mirada con fiereza. Los ojos de la desconocida, dos brasas de carbón incandescente, acuchillaban su carne y herían su cerebro, pero Selene, a pesar de la debilidad del ayuno, no desfalleció.

La visitante abandonó su juego antes de que Selene parpadeara ni diera muestras de flaqueza. Simplemente se cansó.

— Eres poderosa. La primera Omar que resiste mi mirada.

Selene esbozó una sonrisa irónica.

— Salma, supongo.

— Supones bien.

Selene midió sus palabras y las sazonó con la rabia justa.

—Nuestro comienzo no ha sido muy prometedor. Me engañaste.

Salma disimuló su sorpresa.

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