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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (13 page)

BOOK: El clan de la loba
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A lo mejor Anaíd habría cambiado de opinión si Marion simplemente la hubiese ignorado como siempre había hecho, pero su propio conjuro había conseguido centrar la atención de Marion en su persona, como si fuese un imán irresistible. En cuanto Anaíd apareció, Marion percibió su presencia, giró la cabeza, clavó sus ojos en ella y volvió a la carga.

—Mirad quién viene, la pequeña Anaíd. ¿Te pedimos un biberón o prefieres una papilla? Anaíd se acercó a Marion.

— ¿No dijiste que tenía granos? 

—Oh, sí, claro... Si ya eres una teenager.

Y ahí fue donde Anaíd arriesgó el todo por el todo. Deslizando su vara sin que se notara por debajo de su manga, se tocó su grano de la nariz y luego rozó levemente la cara de Marion.

— Aunque el mío no tiene ni punto de comparación con los tuyos. ¿Cuántos granos tienes, Marion? ¿Una docena? ¿Dos docenas? ¿Tres docenas?

Y a medida que Anaíd iba profiriendo cifras, la cara y el cuello de Marion iban perdiendo la tersura y se iban cubriendo de espinillas infectadas.

A su alrededor resonaron los gritos y Anaíd, envalentonada, arriesgó más de lo que se había propuesto.

— ¡Jo! Tu novio tampoco se queda atrás —dijo rozando la cara de Roc, que al instante también se cubrió de acné.

Marion no se vio. Pero vio el efecto que su cara causaba en los demás y dio un grito al ver el aspecto de Roe.

— ¡Qué asco! —gritó Marion.

E inmediatamente se dio cuenta de que la misma pinta debía de tener ella, puesto que los que estaban a su lado retiraban la silla y arrugaban la nariz. Se palpó la cara con incredulidad y, al notar las horrorosas protuberancias, se lapo el rostro con las dos manos, escondiéndose avergonzada, y chilló muy fuerte:

— ¡Bruja, más que bruja!

Sólo entonces Anaíd se dio cuenta de lo que había hecho.

Y lo malo era que desconocía el antídoto de su conjuro.

Dio media vuelta y salió huyendo.

Criselda no podía dar crédito a lo que oía en boca de Elena. Anaíd no sólo la había desobedecido ensayando conjuros sin su consentimiento, sino que —peor imposible— había proferido un conjuro de venganza públicamente y había sido acusada de bruja.

La mataría de un disgusto.

— ¿Te has vuelto loca? —le gritó Criselda.

Anaíd había aguantado el chaparrón estoicamente, aunque por dentro estaba hecha papilla. Era un desastre.

— ¿Te das cuenta de que nos estás poniendo en peligro a todas? ¿A ti la primera?

Elena no había perdido los nervios como Criselda, pero estaba preocupada.

— Los conjuros de venganza son impropios de una Ornar.

— Están terminantemente prohibidos. ¿Quién te enseñó a formularlos? —la interrogó Criselda, ya repuesta del susto inicial.

Anaíd no lo sabía. Le había salido de dentro y le había funcionado.

— Yo sólo quería que Marión me invitara a su fiesta —se defendió Anaíd.

— ¿Cómo? ¿Llenándola de granos?

— No, primero formulé un conjuro de seducción para que Marión se fijara en mí, pero se fijó tanto que me insultó delante de todos.

Criselda y Elena, simultáneamente, se llevaron las manos a la cabeza.

— ¡Oh, no!

Anaíd se dio cuenta de que la equivocación venía desde el principio.

— ¿Que hice mal?

— Todo.

— No tienes dos dedos de frente.

— ¿A quién se le ocurre suplir un sentimiento con un conjuro?

— Ninguna bruja puede conseguir amistad o amor con un elixir ni con un conjuro.

— Eso es propio de las Odish.

— ¿Quién te lo enseñó?

Anaíd se había ido achicando, achicando, hasta quedar hecha un ovillo. Entonces comenzó a sollozar. Le dolía ese aluvión de acusaciones que Elena y Criselda vomitaban sobre ella. Nunca las había visto tan indignadas. Lo hacía lodo mal, fatal, y no servía ni para chica, ni para bruja.

Anaíd se regodeaba en sus lágrimas. Se había convertido en una llorona impenitente. El crecimiento conllevaba unas enormes ganas de comer y unas terribles ganas de llorar.

Elena y Criselda callaron y se sentaron junto a ella en silencio. Criselda pasó la mano por su frente y Elena le acarició el cabello. Poco a poco fueron consolando su desespero hasta que cesaron los hipidos.

Anaíd se sorbió los mocos, se frotó los ojos y se secó las mejillas dispuesta a continuar escuchando a sus mayores.

Elena y Criselda retomaron su sermón procurando infundirle un tono amable y didáctico.

— Todo tu poder y tu magia deben estar al servicio del bien común, nunca del bien privado. ¿Lo tendrás presente?

— Una bruja Ornar nunca formula conjuros para su limpio provecho.

— Has cometido dos infracciones gravísimas.

— Tres.

— Un montón.

— Pero equivocarse también enseña.

— Las brujas Omar somos humanas y mortales que convivimos con los humanos y no nos podemos servir de la magia para conseguir el amor, ni la amistad, ni el respeto ni el poder... ni la riqueza.

— Si una Omar se sirve de la ilusión o la maldición para sus propios fines o su propia venganza, es expulsada del clan y de la tribu y privada de sus poderes.

— ¿Lo entiendes?

— Anaíd..., nuestro poder tiene que ser limitado.

— Cocinamos, trabajamos, compramos... Imagina que no hiciésemos ningún esfuerzo para todo eso.

Anaíd iba asintiendo con movimientos de su cabeza y repitiendo sí, sí, sí. Finalmente no pudo más y, con un último sollozo, algo teatral, hizo la pregunta que la torturaba:

— ¿Me estáis diciendo que soy mala?

Elena y Criselda se miraron un poco sorprendidas. Ninguna de las dos había educado a ninguna joven bruja. A lo mejor lo que le había sucedido a Anaíd, su exceso de confianza, su uso incorrecto del poder, les pasaba a todas las muchachas.

Criselda optó por quitar hierro al asunto.

— Anda, vete a dormir y mañana será otro día.

Elena le recordó:

— Y mañana no comentes nada en la escuela. No me ha quedado otro remedio que invitar a Roc, a Marion y a sus amigos a una poción de olvido. Todo lo que ha sucedido en las últimas veinticuatro horas se ha borrado de sus cabezas. Lo siento por los que hayan estudiado para el examen de música.

Anaíd se emocionó.

— ¿Una poción de olvido? ¡Es fantástico! Así podría...

— ¡No! —gritaron al unísono Elena y Criselda.

Anaíd se echó airas y calló.

Tía Criselda añadió:

— En el próximo coven tendrás que pedir perdón por tu desobediencia. Puede que se te imponga algún castigo.

Anaíd calló. No le apetecía en absoluto pedir perdón a Gaya, pero tendría que hacerlo.

Besó a tía Criselda y a Elena y se fue cabizbaja hacia su habitación. En cuanto hubo desaparecido de su vista, las dos mujeres se miraron preocupadas. No les hacía falta explicitar con palabras todo lo que les rondaba por la cabeza.

— Aún no está preparada.

— ¿Lo estará algún día?

— ¿Y si nos hemos equivocado?

— A lo mejor Deméter y Selene tenían una razón de peso para no iniciar a Anaíd en la brujería.

— ¿Y si Anaíd fuera peligrosa?

Estas y otras preguntas pasaron veloces de las cabezas de Criselda a Elena y viceversa.

Estando cerca Anaíd no se atrevían a hablar de ella en voz alta. Comenzaban a sospechar que sus poderes no eran ni mucho menos los que la niña había confesado.

Capítulo XI: Los espíritus obedientes

Anaíd se metió en la cama deprimida. Si se había le¬vantado de buena mañana creyendo ser la perso¬na más poderosa del mundo, capaz de conseguir lo que quisiese por las buenas o por las malas, ahora en cam¬bio estaba convencida de que era la chica más miserable, egoísta y sinvergüenza que poblaba el planeta Tierra.

Dio mil vueltas sin conseguir pegar ojo. Ahuecó la almohada de plumas, probó a conciliar el sueño recostada del lado derecho, cambió al lado izquierdo, probó a tapar¬se, pero al sentir calor se retiró la colcha y se destapó un brazo, luego un pie, el otro, y volvió a sentir frío de nue¬vo. Se hartó definitivamente, encendió la luz y saltó de la cama.

Ya no estaba deprimida. Estaba enfadada, enfadadísima con el mundo entero. Su vida era una verdadera por¬quería y todo avanzaba al revés, hacia atrás. Lo cual que¬ría decir que hacía una semana era mucho más desgraciada que hacía un mes y así paulatinamente.

Sobre el kilim turco, junto a su cama, estaba sentada la alucinación del caballero con yelmo y armadura, que se echó a un lado para que Anaíd, con el impulso que lleva¬ba, no le pisase.

La dama de las cortinas esbozó una sonrisa burlona por el susto que se había pegado el caballero.

Anaíd no se inmutó. Las dos alucinaciones formaban parte de su imaginario, eran invenciones suyas que habían surgido desde que tenía poderes. Ni la asustaban ni la in-comodaban. Acudían algunas noches, en silencio, y toma¬ban posesión de sus dominios preferidos. El caballero, re¬costado en su alfombra de algodón de vivos colores, y la dama, medio oculta tras las cortinas. Con los primeros ra¬yos del sol desaparecían.

Esa noche, sin embargo, Anaíd necesitaba pelea, fue¬se consigo misma o con alguien.

Primero lo intentó consigo misma. Se miró al espejo y se sacó la lengua. No se gustaba nada, nada, nada. Era un engendro. A medio camino entre una niña esmirriada y una joven granuda. Preferir por preferir, se prefería antes de crecer. Antes era una enana. Pero ahora, ¿en qué se ha¬bía convertido? Ahora era un monstruo. Una bruja capaz de detener una mosca en pleno vuelo, hablar con los lobos, cubrir una bonita cara de granos pestilentes y preferir que la invitasen a una fiesta de cumpleaños antes que pensar en su madre y en la mejor forma de ayudarla.

Era una rencorosa que no perdonaba que su madre no hablase de ella a su novio.

Era una vengativa porque le dolía el engaño de Selene de ocultarle sus amoríos con Max.

Lo cierto era que le escocía la regañina de sus mayores y estaba muerta de miedo ante la empresa que ella mis¬ma había propuesto. Había dado un paso adelante sin sa¬ber hacia dónde tendría que continuar. Se había ofrecido a buscar a Selene y rescatarla de las manos de las Odish a la brava, por chulería. Pero...

¿Cómo sabría dónde estaba Selene?

¿Y si la encontraba qué haría?

¿Y si Selene no quería ser encontrada?

¿Y si los conjuros no le funcionaban y los que le sa¬lían estaban prohibidos por las Omar?

Por eso se había ido por la tangente soñando en ser invitada a la fiesta de Marion.

Puro escapismo.

¿Cómo había podido ser tan superficial?

¿Cómo había podido tener deseos de ir a una fiesta superficial, con gente superficial, cuando su madre estaba prisionera, probablemente estaba siendo torturada y ella, solamente ella, la quería lo suficiente como para sacarla del atolladero y salvarla?

La única explicación posible es que era una chica su¬perficial, sin sentimientos y muerta de miedo. Además de fea, claro.

— ¡Cobarde! —se insultó Anaíd delante del espejo.

Y en el mismo espejo vio reflejada la silueta de la da¬ma que, a sus espaldas, se reía por debajo de la nariz. Anaíd no pudo aguantarse.

— ¿De qué te ríes? —le espetó.

Esperaba que no dijese nada y continuase riéndose. Era más que evidente que se reía de ella. Anaíd era tan des¬graciada que hasta sus propias pesadillas se reían de ella en sus narices, como Marion, como Roc y su pandilla. Pero la dama la sorprendió señalando al caballero y gritando go¬zosa:

— Me río de él. ¡Él es el cobarde!

El caballero se sonrojó, pero no respondió. Anaíd se desconcertó.

— ¿Ah sí? ¿Y por qué es un cobarde?

— ¿Me lo preguntas a mí? —sondeó la dama.

— Sí, a ti.

La dama dio un respingo, encantada de poder expli¬carse.

— Ahí donde lo ves, dejó plantado a su ejército en el desfiladero, dio media vuelta y salió corriendo.

Anaíd no se esperaba una acusación tan fundamen¬tada. ¿Con quién estaba hablando?

— ¿Qué ejército?

— El del conde Ataúlfo que intentó defender el valle ante la acometida de las huestes de al-Mansur.

Anaíd se estaba quedando muy sorprendida. En la es¬cuela de Urt había estudiado ese episodio negro de la his¬toria de los valles. Cuando el malvado al-Mansur-Bi-Lälh penetró a sangre y fuego por el desfiladero arrasando las aldeas y los pueblos a su paso. Y todo por culpa del ejér¬cito cristiano que acudió a defenderlo pero que salió hu¬yendo ante el empuje de las tropas sarracenas y la visión de sus afiladas cimitarras.

¿Le estaba tomando el pelo su propia alucinación?

Anaíd se dirigió al caballero, que parecía especial¬mente cariacontecido, pero que no decía esta boca es mía.

— ¿Es verdad lo que dice esa dama?

El caballero levantó cautelosamente la cabeza y mi-m) a Anaíd.

— ¿Te diriges a mí?

— Sí.

— Oh, hermosa niña, cuánto te agradezco que me ha¬gas el honor de interpelarme. No sabes cuánto deseaba poder hablar y acabar así con el mutismo de mil diecisiete anos. Aburre, sinceramente aburre.

— ¿Es cierto lo que ha dicho la dama?

El caballero compungido afirmó con la cabeza.

— Desgraciadamente sí. Mi padre el vizconde me me¬lló ni un buen brete dándome el mando tan joven y sin experiencia. Al primer alarido del ejército sarraceno se me heló la sangre en las venas. Debí de salir corriendo y no re¬cuerdo nada más hasta que caí muerto.

Ahí Anaíd sí que se quedó boquiabierta.

— ¿Te mataron?

— En efecto, bella niña, la cobardía no me libró de la muerte. Una flecha perdida me sacó de este mundo y la mal¬dición de mi padre me retuvo en él condenándome a vagar por la tierra que eché a perder.

Y con un gesto vago abarcó a su alrededor.

Anaíd le señaló incrédula.

— ¿Entonces eres un... espíritu?

— Un espíritu errante, mi hermosa interlocutora. A quien tú puedes ayudar si te muestras generosa.

Anaíd no daba crédito.

— ¿Yo?

— ¿Puedo hablar?

Era la voz de la dama, un poco impaciente y un po¬co celosa del caballero que le había robado el protagonis¬mo.

Anaíd le concedió la palabra.

— Mi dulce niña, tú nos puedes ver, tú nos puedes es¬cuchar y tú nos puedes pedir. A cambio, naturalmente, estás obligada a darnos.

Anaíd computó rápidamente.

— Os puedo pedir ¿qué? Y estoy obligada a daros ¿qué?

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