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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (9 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—¿Qué le pareció lo de Malm y todo lo demás?

—Estaba furioso. Disparatado y hablando a gritos.

—¿Vas a ir a verle?

—Sí, eso creo.

Melander le empujó por encima de la mesa los papeles del informe.

—Llévate esto contigo, y entonces... entonces quizá se tranquilice.

Rönn se quedó silencioso un momento. Luego dijo:

—¿Querrás contribuir con diez coronas para comprar algunas flores?

Melander fingió no haberle oído.

—Cinco entonces —apuntó Rönn un minuto después.

Melander continuó ocupado con su pipa.

—Cinco —dijo Rönn obstinadamente.

Sin el menor cambio de expresión, Melander sacó su monedero, miró su contenido, cogiéndolo de modo que Rönn no pudiera ver su interior, y finalmente dijo:

—¿Puedes cambiar un billete de diez coronas?

—Supongo que sí.

Melander miró inexpresivamente a Rönn. Luego sacó un billete de diez coronas y lo puso sobre el archivador. Rönn se embolsó el dinero, cogió los papeles y se dirigió hacia la puerta.

—Einar —dijo Melander.

—¿Qué hay?

—¿Dónde vas a comprar las flores?

—No lo sé.

—No vayas al puesto que está junto al hospital. Allí siempre acaban estafándote.

Rönn se fue. Melander miró su reloj y escribió:

Caso cerrado. No es necesario continuar las investigaciones. Miércoles, 13 de marzo, 1968, a las 14. 30 horas.

Sacó el papel de la máquina de escribir, cogió su estilográfica y completó el informe con su firma totalmente ilegible. Era pequeña y enredada, y Kollberg solía decir que parecían tres mosquitos muertos del verano anterior. Luego puso el informe en la cesta de las cartas para que hicieran una copia, enderezó un sujetapapeles, cogió otra pipa y empezó a hurgar en ella.

Melander era muy minucioso en sus informes. Los redactaba a su manera, asegurándose de que todo constase en el papel. Era parte de su sistema. Era más fácil recordar los detalles si se habían formulado desde un principio de un modo claro y lúcido. Al escribirlos, nunca olvidaba nada que hubiera visto. Por otra parte, lo cierto era que generalmente no solía olvidarse nunca de nada.

El incendio de Sköldgatan le había mantenido ocupado exactamente durante cinco días, desde el viernes por la tarde hasta hacía dos minutos. Como no tenía ninguna obligación de trabajar los sábados ni los domingos, confiaba en disfrutar ahora de cuatro días seguidos libres. Hammar estaba ya de acuerdo, siempre que no ocurriese algo imprevisto. ¿Era demasiado pronto para ir a su
cottage
de verano en Värmado? No demasiado. Él podía empezar a pintar el interior, mientras su mujer cubría las estanterías con papel de forrar. El
cottage
era la niña de sus ojos. Lo había heredado de su padre, que había sido también policía, un sargento en Nacka para ser más precisos, y la única dificultad consistía en que él no tenía ningún hijo a quien dejarlo a su vez. Por otra parte, la falta de hijos era una decisión enteramente voluntaria, a la que habían llegado él y su mujer en parte por comodidad y en parte como consecuencia de un cuidadoso planning financiero. En aquel tiempo, era imposible prever que los sueldos de los policías subirían tan rápidamente; además, siempre había sido consciente del riesgo que su profesión implicaba, y actuaba de acuerdo con su situación.

Acabó de limpiar la pipa, la llenó y la encendió. Luego se levantó y se fue al lavabo. Confiaba en que el teléfono no sonaría mientras él todavía pudiera oírlo.

Como investigador de lugares de crímenes, Frederick Melander tenía quizá más trabajo que ningún otro policía en activo del país. Tenía cuarenta y ocho años y había recibido sus primeras instrucciones de hombres como Harry Södermalm y Otto Wendel. Durante sus años de servicio en el Departamento de Homicidios, al que se había incorporado después de la centralización de las fuerzas de policía en 1965, había visto cientos de crímenes y de escenarios de todos los tipos imaginables. La inmensa mayoría habían sido extraordinariamente desagradables, pero Melander no era un hombre fácilmente impresionable ni por tanto víctima de sus emociones. Tenía la capacidad de conservarse fríamente a distancia de su trabajo, cosa que muchos de sus colegas le envidiaban pero de la que él era completamente inconsciente.

Así que lo que había visto en Sköldgatan no le había perturbado psíquicamente ni le había afectado apenas en lo emocional.

El trabajo en el lugar del siniestro había exigido paciencia y sistematización. En primer lugar, había consistido en averiguar cuántas personas habían muerto. Se habían encontrado tres cuerpos, que fueron identificados como los cadáveres de Kristina Modig, Kenneth Roth y Göran Malm. Los tres presentaban quemaduras gravísimas. Malm estaba casi calcinado. Su cuerpo fue el último en aparecer, después de haber llegado en los trabajos de exploración hasta las últimas capas de los restos del fuego. La niña Modig yacía en la parte oeste de la casa, que había sido, comparativamente hablando, la menos perjudicada. Los dos hombres se habían hallado en la parte este, totalmente destruida, en la que aparentemente el fuego se había iniciado. Kristina tenía escasamente catorce años, y todavía iba a la escuela. Kenneth Roth contaba veintisiete y Göran Malm cuarenta y dos. Los dos tenían antecedentes criminales y ninguno parecía tener un trabajo fijo. La mayoría de estos datos ya eran conocidos antes.

El segundo nivel de la investigación trataba de contestar a dos preguntas: cuáles habían sido las causas de la muerte y cómo había empezado el fuego.

La respuesta a la primera pregunta era asunto del patólogo del Instituto Forense. La pregunta de la causa del fuego era el dolor de cabeza de Melander, a parte del hecho de que él nunca padecía dolor de cabeza.

Tenía a su disposición varios expertos del departamento de incendios y de los laboratorios forenses, que al principio no le proporcionaron grandes motivos de satisfacción. Su principal contribución a la investigación era la de fruncir el ceño y adoptar expresiones de perplejidad.

Melander había tomado varios centenares de fotografías. A medida que cada persona muerta se descubría y se exponía, Kristina Modig el día después del incendio, Kenneth Roth el domingo, y Göran Malm el lunes por la tarde, los había fotografiado desde todos los ángulos imaginables, y después había enviado los restos para que se practicase la autopsia.

No eran cadáveres especialmente bien conservados, pero como el fuego había durado poco tiempo, y el cuerpo humano consta en un 90 % de líquido, distaban mucho de estar completamente carbonizados, así que los expertos médicos tuvieron bastante materia con la que trabajar.

Los primeros informes no contenían ninguna sorpresa.

Kristina Modig había muerto de intoxicación por monóxido de carbono. Llevaba un camisón y la habían encontrado echada en la cama. Todo parecía indicar que había muerto mientras dormía. En sus órganos respiratorios y en los bronquios se habían encontrado partículas de hollín.

Las circunstancias en el caso de Kenneth Roth eran las mismas, aparte de que no estaba vestido y había sido consciente de lo que ocurría. En sus intentos de salvarse, había recibido quemaduras graves. También había respirado el humo sofocante y tenía hollín en su garganta, conductos bronquiales y pulmones.

Pero éste no era el caso de Göran Malm.

Había otras diferencias más sorprendentes. Malm había muerto, en efecto, echado en la cama, pero por lo que podía deducirse estaba completamente vestido. Había señales de que no sólo llevaba puesta su ropa interior, sus pantalones y su camisa, sino también calcetines, zapatos y chaqueta. El cuerpo estaba totalmente carbonizado y en la llamada posición de defensa, un fenómeno debido a la contracción de los músculos después de la muerte, a causa del calor. Todo parecía indicar que el fuego había empezado en su apartamento, pero nada indicaba que él se hubiera dado cuenta o que hubiera intentado salvarse.

En cuanto a lo relacionado con las causas del fuego, Melander tenía ya su propia teoría cuando había hablado con Martin Beck y con Kollberg el viernes por la tarde. No se le hubiera ocurrido, sin embargo, mencionarla delante de ellos. El fuego había empezado con algún tipo de explosión y luego se había extendido rápidamente y con gran violencia. Su creencia íntima era que la explosión había sido producida por algún rescoldo, por un fuego que ardía sin llamas y que quizás había durado horas antes de que la temperatura alcanzase tal grado que hiciera saltar las ventanas. En este momento, era posible que Göran Malm llevase ya muerto varias horas y que gran parte de lo que contenía el apartamento se hubiera fundido o carbonizado, lo mismo que las superficies de los suelos, los techos y las paredes. La extrema violencia de la «explosión» que Gunvald Larsson creyó haber visto sería en este caso debida al momento en que el fuego, al prender con toda su fuerza, se extendía por todo el apartamento, a la vez que la primera ventana saltaba y el aire oxigenado del exterior entraba de repente en el interior. Luego, naturalmente, hubo otras explosiones secundarias, producidas por los tubos de gas y líquidos explosivos o inflamables, como gasolina o alcohol. Un fuego de esta clase podía producirse prácticamente por cualquier cosa, un cigarrillo olvidado, la chispa de una estufa, una plancha enchufada, una tostadora, algún defecto en los cables eléctricos; había cientos de posibilidades y la mayoría parecían bastante probables. Pero quedaba un cabo suelto en este razonamiento y quizá por esta razón Melander guardó silencio respecto a sus deducciones. Si el fuego había durado durante tanto tiempo que el contenido del apartamento, así como el propio Malm habían acabado carbonizados, parecía inevitable que el calor se hubiera notado en el apartamento de encima, en el que en ese momento había cuatro personas. Por otra parte, nada podía oponerse a la suposición de que esas personas pudieran estar dormidas o bajo la influencia de la bebida o de las drogas. Y el preguntarles no era ya asunto suyo. De cualquier modo que se considerase el caso, quedaban aún muchos puntos oscuros.

A la una y media del martes, Melander volvió al lugar del incendio después de una comida frugal en la barra de un puesto de hotdogs en Ringvägen, y encontró allí esperándole un motorista con un sobre marrón en la mano. El sobre contenía un breve mensaje de Kollberg.

Primer informe telefónico sobre la autopsia de Malm. Muerte por intoxicación de monóxido de carbono antes de que el fuego se iniciase. No existen huellas de hollín en los pulmones ni en los conductos respiratorios.

Melander leyó la nota entera tres veces. Luego levantó ligeramente las cejas y empezó a llenar tranquilamente su pipa. Sabía lo que tenía que buscar. Y hacia dónde dirigir su actividad.

Con infinita precaución, todo lo que cinco días antes estaba en la cocina del apartamento de Göran Malm había sido examinado. Entre estas cosas se había encontrado una cocina antigua de gas, pequeña, con dos quemadores y cuatro pies. Había estado colocada sobre una escurridera de madera recubierta de linóleo, pero cuando este último se quemó la cocina de gas cayó atravesando la escurridera de madera. Las tablas del suelo y las vigas que lo sostenían también quedaron destruidas y los restos de la cocina de gas medio derretida habían ido a parar a un hoyo a casi un metro más abajo del nivel del suelo. La estufa había quedado muy maltrecha, pero las dos llaves de los quemadores eran de latón y habían sufrido menos desperfectos. Las dos llaves estaban cerradas. Eran de las que se cierran encajando una espiga en una muesca del cuello para impedir que puedan abrirse por equivocación, como por ejemplo, a causa de algún golpe involuntario o por algún trozo de tela que quedara prendido en ellas. La cocina había estado conectada con la cañería central del gas, por medio de un tubo de goma. De éste no quedaba prácticamente nada, pero se había salvado lo bastante para deducir que era de color rojo y de un diámetro de diez o doce milímetros. Este tubo había estado sujeto a una boquilla que a su vez conectaba con la cañería misma. Como medida de seguridad, esta pieza estaba equipada con un seguro por el que pasaba el tubo de goma, y detrás del seguro debía haber habido una abrazadera de metal galvanizado sujeta por un tornillo y una tuerca. La razón de esta combinación era impedir que el tubo de goma se separase accidentalmente de la boquilla. Como medida suplementaria de seguridad, había una llave principal ajustada a la boquilla entre la abrazadera y el seguro. Esta llave estaba abierta y la abrazadera que hubiera debido sujetar el tubo de goma al seguro no estaba en su sitio. Su ausencia no tenía una explicación lógica, porque aunque el tubo de goma hubiera sido destruido por el calor, la abrazadera, o por lo menos sus restos, deberían estar todavía alrededor de la boquilla, ya que técnicamente hablando no podía haber saltado por encima del seguro, a no ser que el tornillo se hubiera aflojado.

A Melander y a sus hombres les costó cerca de tres horas encontrar la abrazadera. En efecto, era de metal galvanizado y estaba en el suelo, a dos metros y pico de la boquilla de la cañería del gas. No se hallaba estropeada, y lo mismo el tornillo que la tuerca estaban en su sitio. Sin embargo, el tornillo colgaba de las dos últimas tuercas, lo que indicaba que alguien lo había aflojado para que la abrazadera pudiera abrirse lo bastante como para soltarse del seguro. Encontraron además un objeto que a primera vista parecía un clavo retorcido, pero que después de un examen más detenido resultó ser un destornillador con el mango quemado.

Melander dirigió ahora su atención a otro aspecto de la investigación.

El apartamento contaba con dos medios de calefacción, una estufa de azulejos y una pequeña estufa de hierro; en las dos, los tubos de salida del gas estaban cerrados.

La puerta que daba al vestíbulo estaba totalmente destruida, lo mismo que el marco, pero la cerradura continuaba todavía allí con la llave en su interior, en realidad fundida con el resto del mecanismo, pero a pesar de ello era una prueba clara de que la puerta había sido cerrada desde dentro, y además con doble vuelta.

Al llegar a este punto, empezó a oscurecer y Melander, con sus teorías considerablemente corregidas, se dirigió a su casa. Era un apartamento minuciosamente ordenado, en Polhemsgatan, donde la cena estaría esperándole, seguida de unas horas pacíficas frente a la televisión, y para rematarlo todo, unas diez horas de sueño libre de pesadillas. Al pisar el umbral, vio que su mujer ya había preparado la mesa de la cocina y la comida estaba a punto. Judías cocidas y salchichas fritas. Sus zapatillas estaban en su sitio, junto al sillón delante de la televisión, y la cama parecía estar esperando a su dueño y señor.

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