El coche de bomberos que desapareció (13 page)

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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—Ah, te gustaría eso, ¿verdad? —exclamó Gunvald Larsson acercándose a él—. ¿También traficaba en drogas Roth?

—No, en bebidas.

—¿Licores?

—Sí.

—¿Robados?

—Sí.

—¿De contrabando?

—Sí.

—¿Dónde guardaba su alijo entonces?

—En...

—Vamos, continúa.

—En el ático de la casa donde vivía.

—Pero, ¿tú no tratas en licores?

Karlsson sacudió la cabeza negativamente.

—¿Sólo con prostitutas y drogas?

—Sí.

—Y entonces, ¿qué hacía Malm?

—Yo no conocía a Malm.

—Vamos, hombre, claro que le conocías.

—No mucho, en todo caso.

—Pero, ¿verdad que hicisteis algún negocio juntos, tú, Roth y él?

Karlsson se humedeció los labios. Tenía todavía la mano sobre el ojo derecho; el izquierdo le brillaba con una mezcla extraña de odio y miedo.

—En cierto modo —contestó por fin.

—¿Y Roth y Malm se conocían?

—Sí.

—Y tú vendías drogas. Hasta hace diez minutos. Ahora has cesado en el negocio. ¿Qué hacía Malm?

—Algo con coches, creo.

—Ajá —hizo Gunvald Larsson—. ¿De modo que erais tres pequeños traficantes, cada uno en su propia especialidad? ¿Qué teníais en común?

—Nada.

—Quiero decir, ¿quién era el jefe?

—Nadie. No entiendo lo que quiere decir.

El puño volvió a golpear por cuarta vez y cayó con tremenda fuerza sobre el hombro derecho del hombre y lo lanzó hacia atrás.

—¡El nombre! —rugió Gunvald Larsson—. ¡El nombre y pronto!

La respuesta le llegó en un murmullo ronco:

—Olofsson. Bertil Olofsson.

Gunvald Larsson miró al hombre llamado Max Karlsson largamente; el hombre al que había salvado la vida hacía diez días. Por último dijo filosóficamente:

—Diciendo la verdad siempre se sale ganando, en verano, invierno, otoño y primavera; la verdad brota en todos los tiempos, siempre se viste de verano.

El hombre le miró desconcertado con su ojo sano.

—Bueno —dijo Gunvald Larsson—, ahora levántate y ve delante de mí a la cocina, y enséñame dónde tienes guardado el botín.

El escondrijo estaba planeado con astucia y hubiera pasado fácilmente inadvertido en una inspección superficial. Habían vaciado la parte baja de la cocina y allí se hallaba una buena cantidad de drogas: hachís y anfetaminas, todo ello cuidadosamente preparado en paquetes. No se trataba de cantidades importantes. Karlsson era el típico vendedor al por menor, de los que al final de la cadena de intermediarios entregan los narcóticos a los colegiales en las horas del almuerzo a cambio de su dinero de bolsillo y de lo que han podido robar a sus padres, o rompiendo máquinas expendedoras y cabinas telefónicas. Ni él mismo tenía la menor idea acerca de cuántos intermediarios habían intervenido antes de que la mercancía llegase a sus manos, y por otra parte entre él y la verdadera raíz del mal existía una inmensa complejidad de errores políticos y de filosofías sociales equivocadas.

Gunvald Larsson fue al vestíbulo y telefoneó a la policía.

—Envíen a un par de esos tipos que buscan a los vendedores de drogas —dijo lacónicamente.

Los hombres que llegaron para llevarse a Karlsson pertenecían al departamento especial que se ocupaba del tráfico de drogas.

Eran corpulentos, de mejillas sonrosadas y llevaban jerseys coloreados y gorros de lana. Uno de ellos saludó al entrar y Gunvald les dijo ásperamente:

—Es un bonito disfraz. Quizás os falta una caña de pescar. ¿No se os estropean los pantalones del uniforme metidos en los calcetines? Además, no creo que sea preciso saludar cuando se viste un suéter islandés.

Los dos hombres del departamento de narcóticos enrojecieron todavía más y lanzaron una ojeada a los muebles esparcidos por la habitación, y al ojo morado del presunto delincuente.

—Hemos tenido algunas dificultades —explicó Gunvald Larsson despreocupadamente. Miró a su alrededor y añadió—: Podéis decir de mi parte al policía encargado de este caso que este individuo se llama Max Karlsson y que no dirá palabra.

Luego se encogió de hombros y se marchó.

Tenía razón. El hombre no dijo nada, ni siquiera que se llamaba Max Karlsson. Era de esa clase de tipos.

Gunvald Larsson había descubierto que en la casa de Skölgatan habían estado presentes tres gángsters de poca monta, dos de los cuales habían muerto y el tercero estaba camino de la cárcel. No había descubierto de dónde procedía la tan discutida chispa y sus probabilidades de conseguirlo parecían más remotas que nunca.

Por otra parte, recordó que él estaba de baja por enfermedad. Fue a su casa, se desnudó y se duchó. Luego desconectó el teléfono, se echó en la cama y abrió la novela de Sax Rohmer.

13

El impacto que provocó una verdadera constelación de estrellas descargó antes de la comida del día siguiente, es decir, el miércoles veinte de marzo, y fue Kollberg quien inmerecidamente lo recibió.

Estaba sentado ante su mesa de la Comisaría Sur de Västerberga, tratando de resolver los problemas de ajedrez del
Svenka Dagbladet
. No le iba muy bien, porque estaba pensando en lo que darían de comer en su casa, y como consecuencia le resultaba difícil concentrarse. Una hora antes había llamado a su mujer para decirle que pensaba ir a comer. Lo había planeado astutamente, ya que esto le daba tiempo suficiente para dedicarse a sus preparaciones culinarias y por tanto cabía esperar algo extra, especialmente bueno.

Martin Beck había llamado por la mañana murmurando algo acerca de una reunión en jefatura que le impediría llegar pronto. Esto había inducido a Kollberg a enviar a Skacke fuera, con una misión que probablemente le serviría para fortalecer los músculos de las piernas aunque era dudoso que tuviera otra utilidad.

Miró su reloj y se sintió en paz con el mundo y con sus futuros proyectos.

Y en ese preciso instante sonó el teléfono.

Cogió el auricular y dijo:

—Sí, Kollberg.

—Ejem. Pues... soy Hjelm. ¡Oiga!

Kollberg, que no recordaba haber pedido nada especial últimamente al Instituto Forense, contestó, sin sospechar nada:

—¡Diga! ¿Puedo ayudarle en algo?

—En este caso, sería la primera vez en la historia de la criminología —replicó el otro ásperamente.

Hjelm era quisquilloso y fácilmente irritable, pero a la vez era un técnico criminalista famoso y la experiencia había demostrado que no era aconsejable llevarle la contraria. Por eso Kollberg solía evitar hablar con él más de lo absolutamente necesario, y tampoco dijo nada en esta ocasión.

—Algunas veces empiezo a dudar de vuestra cordura —se lamentó Hjelm.

—¿En qué sentido? —preguntó amablemente Kollberg.

—Hace diez días, Melander me envió varios centenares de objetos procedentes de un incendio, montañas de porquerías, desde viejas latas hasta una piedra con las huellas digitales de Gunvald Larsson.

—Ah, sí —dijo Kollberg.

—Ah, sí. Bueno, tú puedes decir eso pero no tienes que sentarte aquí escarbando todo el día en este revoltijo. Es mucho más fácil meter trozos de excrementos congelados de perro en una bolsa de plástico y escribir en la etiqueta «objeto desconocido» que intentar averiguar qué es. ¿Estás de acuerdo?

—Ya sé que tienes mucho trabajo —dijo Kollberg intentando parecer amable y comprensivo.

—¿Mucho trabajo? ¿Lo dices como una broma? ¿Sabes cuántos análisis hacemos cada año?

Kollberg no tenía la más remota idea y se abstuvo de intentar acertarlo.

—Cincuenta mil. ¿Y sabes cuánto material tenemos aquí?

Hubo un momento de silencio.

—Bueno —prosiguió Hjelm—, pues tras estar trabajando con ese material durante seis días, llama Rönn y dice que el caso se ha cerrado y que podemos echarlo todo al cubo de la basura.

Kollberg se sentía irritado.

—Así es —dijo—. Exactamente.

—¿Exactamente? En absoluto, porque antes de que hubiéramos empezado a deshacernos de todo, Gunvald Larsson llama y dice que el caso no se ha cerrado y que por lo tanto tenemos que continuar investigando y que es urgente conocer los resultados, porque se trata de algo importante.

—Gunvald no tiene autoridad para hacer eso —contestó Kollberg rápidamente—. Recibió un golpe en la cabeza y está más chiflado que de costumbre.

—Ya, ya. El lunes me encuentro con Hammar por casualidad y me dice exactamente lo que tú me has dicho: que el caso está cerrado y el asunto archivado.

—¿Entonces?

—Un cuarto de hora más tarde, precisamente, Beck llama y pregunta si no hemos encontrado algo «extraño» en ese maldito fuego.

—¿Martin?

—Sí, exactamente. Así que todas esas personas nos han estado acosando: Melander, Rönn, Larsson, Hammar y Beck. Uno después de otro, y cada uno dice una cosa diferente, y ya no sabemos a qué atenernos.

—¿Sí?

—Y ahora, hoy, intento encontrar a alguien responsable de todo este asunto. ¿Y qué consigo como respuesta? Larsson está enfermo en su casa. Llamo a su casa y nadie contesta al teléfono. Luego trato de encontrar a Hammar y me dicen que está de permiso. Pregunto por Melander, y alguien me dice que se ha ido al lavabo hace una hora y todavía no ha vuelto. Rönn estará fuera todo el día, Beck está en una reunión y Skacke ha ido a buscar a Rönn. Por fin encuentro a Elk y resulta que acaba de regresar de sus vacaciones y no tiene la menor idea de lo que le hablo, y me dice que llame a Hammar, que está de permiso; a Beck, que está en una reunión, a Rönn, que estará fuera todo el día o a Skacke, que está buscando a Rönn. Usted es la única persona con la que puedo hablar.

«Desgraciadamente», pensó Kollberg.

—¿Qué quiere entonces? —preguntó en voz alta.

—Bueno, lo cierto es que ese hombre, Malm, estaba echado en la cama de espaldas, sobre el colchón, y como le dije a Beck, tenía la espalda terriblemente quemada también. Tanto Beck como yo llegamos a la conclusión de que se debía probablemente al hecho de que el colchón también se había incendiado; esto parece lógico, ¿no es cierto?

—Desde luego. Pero oye, este caso de hecho está cerrado.

—Lo dudo —repuso Hjelm maliciosamente—. Hemos encontrado en el colchón algunas cosas que no debieran estar allí.

—¿Qué cosas?

—Un pequeño resorte, por ejemplo, y una cápsula de aluminio, y los restos de ciertos productos químicos.

—¿Y qué significa todo eso?

—Que el incendio fue intencionado —sentenció.

14

Lennart Kollberg no era hombre al que se pudiera calificar normalmente como persona de pocas palabras, pero en aquella ocasión se quedó inmóvil como si fuera de piedra, y estuvo un minuto sentado, mirando a través de la ventana la repulsiva y ruidosa área del suburbio industrial que rodeaba la Comisaría del Sur. Por fin, con una voz apagada y tono de incredulidad, dijo:

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

—¿No he sido bastante claro? —replicó Hjelm con altanería—. ¿O es que quizás me expreso de manera confusa? Fue deliberado: un fuego intencionado.

—¿Un incendio provocado?

—Sí. No hay duda posible. Alguien colocó un detonador con una mecha retardada en el colchón. Una pequeña bomba química, si se quiere. Una bomba de relojería.

—¿Una bomba de relojería?

—Exactamente. Un artefacto ingenioso. Sencillo y fácil de manejar; no mayor, probablemente, que una caja de cerillas. Por supuesto, no ha quedado mucho de él.

Kollberg no dijo nada.

—Sin una inspección extremadamente minuciosa no se hubiera encontrado ningún rastro —prosiguió Hjelm—. Era necesario saber lo que se estaba buscando.

—¿Y tú lo sabías? Por casualidad, supongo...

—En nuestra profesión, no acostumbramos a confiar en la casualidad. Lo que sucedió fue que observé ciertos detalles y luego saqué las conclusiones correspondientes.

Kollberg se había repuesto lo suficiente para empezar a sentirse molesto. Frunció sus pobladas cejas.

—No te quedes ahí, murmurando sobre tus excelentes cualidades. Si tienes algo que decir, dilo de una puñetera vez.

—Ya lo he hecho —replicó Hjelm altaneramente—. Si necesitas oírlo otra vez con palabras sencillas: alguien colocó una bomba química en el colchón de Malm. Un compuesto químico con un detonador conectado a un pequeño aparato con un resorte, algo así como un reloj muy simple. Recibirás más detalles cuando tengamos tiempo para analizar los restos.

—¿Estás seguro de todo eso?

—¿Si estoy seguro? Aquí no acostumbramos a hacer suposiciones sobre las cosas. De todos modos, es extraño que a nadie le haya llamado la atención el hecho de que las ropas y la piel de la espalda del hombre estuviesen totalmente carbonizadas, a pesar de que el cuerpo se encontró en la posición de defensa, o que el colchón estuviera completamente destruido, mientras que la cama se conservaba en relativo buen estado dadas las circunstancias.

—Una bomba incendiaria en el colchón —dijo Kollberg en tono de duda—. ¿Una bomba de relojería tan pequeña como una caja de cerillas? Todavía faltan diez días para el
primero de abril
1
.

Hjelm murmuró algo ininteligible, pero en todo caso no se trataba de algo cortés.

—No he oído nunca nada parecido —añadió Kollberg.

—Bueno, pues yo sí. Aquí en Suecia este método es nuevo, que yo sepa, pero conozco varios casos en el continente, sobre todo en Francia. He visto este tipo de aparatos. En París, en la
Sûreté
.

Skacke entró en la habitación sin llamar. Se detuvo de repente y abrió la boca al ver la cara preocupada de Kollberg.

—No les haría ningún daño a ninguno de ustedes, caballeros, hacer algún viaje de estudio de vez en cuando —observó Hjelm, insidiosamente.

—¿Y en cuánto se calcula el factor tiempo en el funcionamiento de este condenado aparato?

—Los que vi en París podían prepararse para unas ocho horas. Pero se pueden disparar prácticamente al momento.

—Pero seguramente debe oírse el tictac...

—No más que un reloj de pulsera.

—¿Y qué ocurre cuando detonan?

—Pues se enciende rápidamente un fuego químico de alta temperatura que se extiende sobre una zona limitada en el intervalo de dos segundos, y que no puede extinguirse con los procedimientos usuales. Una persona echada sobre la cama, dormida, tiene muy pocas probabilidades de salvarse. Y en nueve casos entre diez, la policía atribuye el fuego a algún fumador, o imagina cualquier otro motivo. —Hjelm hizo una pausa dramática antes de acabar la frase—. Si el técnico criminalista encargado del caso no es extremadamente observador y conocedor de su trabajo.

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