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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (17 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—¿Cómo es?

El barman levantó las cejas, sorprendido.

—Creía que le conocía —dijo—. Está allí, de pie. Es el de las patillas, que lleva un jersey negro de cuello alto.

Skacke cogió su cerveza, puso el dinero sobre el mostrador y se volvió. Vio en seguida al hombre que buscaba; tenía las manos en los bolsillos y hablaba con una chica rubia y bajita, con un voluminoso peinado y grandes pechos. Skacke cruzó la sala hasta llegar donde estaba el hombre y le dio una ligera palmada en el hombro.

—¿Qué hay, Olle? —dijo.

—Hola —dijo el hombre, con un visible titubeo.

Skacke saludó con la cabeza a la rubia, que le devolvió el saludo con una amable sonrisa.

—¿Cómo te trata la vida? —preguntó el hombre de las patillas.

—Muy bien —aseguró Skacke—. Estoy buscando a Berra. Berra Olofsson. ¿Lo has visto últimamente?

Olle sacó las manos de los bolsillos y puso el índice sobre el pecho de Skacke.

—No, no lo he visto. He estado buscándolo por todo el club, pero no está ni en su casa. No sé dónde demonios se ha metido.

—¿Cuándo le viste por última vez? —dijo Skacke.

—Hace mucho tiempo. Espera un momento. A principios de febrero, creo, en los primeros días del mes. Me dijo que tenía que ir a París una semana o dos. No he vuelto a verle desde entonces. ¿Para qué quieres verle, si se puede saber?

La rubia se había alejado para acercarse a otro grupo, un poco más allá. De vez en cuando, lanzaba una mirada en dirección a Skacke.

—Oh, sólo quería hablarle de algo —respondió Skacke vagamente.

Olle le cogió el brazo y se inclinó hacia él.

—Si se trata de una chica, puedes decírmelo a mí —propuso—. Yo tengo algunas de las de Berra, en realidad.

—Claro, alguien tiene que atender el negocio cuando él no está —comentó Skacke.

Olle hizo una mueca.

—¿Qué me dices?

Skacke negó con la cabeza.

—No se trata de chicas. Son otras cosas.

—Ah, ya veo. No, entonces me temo que no podré ayudarte. Apenas tengo suficiente para mí.

La rubia se acercó y tiró del brazo de Olle.

—Ya voy, jovencita —dijo Olle.

Skacke no era precisamente un bailarín extraordinario, pero a pesar de todo se dirigió a una mujer que parecía pertenecer a la cuadrilla de Olofsson o de Olle. Miró a Skacke con expresión de aburrimiento, le siguió a la pista de baile y empezó a mover de manera mecánica el cuerpo. No era fácil conversar con ella, pero pudo averiguar que no conocía a Olofsson.

Después de cuatro laboriosos bailes con diferentes compañeras de variada locuacidad, Skacke consiguió por fin algún resultado.

La quinta chica con la que bailó era casi tan alta como él y tenía unos prominentes ojos azules, un considerable trasero y unos pechos pequeños y puntiagudos.

—¿Berra? —repitió—. Claro que le conozco.

Se quedó como clavada en el suelo mientras ondulaba las caderas, sacaba el pecho hacia adelante y chasqueaba los dedos. Skacke se limitaba a permanecer frente a ella.

—Pero ya no trabajo para él —añadió—. Trabajo yo sola.

—¿Sabes dónde está? —preguntó Skacke.

—Está en Polonia; se lo oí decir a alguien el otro día.

Continuaba moviendo las caderas sin parar. Skacke, de vez en cuando, chasqueaba los dedos para no parecer demasiado pasivo.

—¿Estás segura? ¿En Polonia?

—Sí. Alguien lo dijo; no recuerdo quién.

—¿Desde cuándo?

La chica se encogió de hombros.

—No lo sé. Ha estado fuera un tiempo, pero volverá a aparecer, no lo dudes. ¿Qué es lo que quieres? ¿Caballo?

Tenían que mantener la conversación a gritos para poder oírse uno al otro, en medio del estruendo de la música.

—En ese caso, quizá pueda echarte una mano —gritó ella—. Pero no antes de mañana.

Skacke alternó con tres chicas más que conocían a Bertil Olofsson, pero tampoco ellas sabían su paradero. Nadie lo había visto durante las últimas semanas.

A las tres en punto, las luces empezaron a encenderse y apagarse, animando a los últimos clientes a marcharse.

Skacke tuvo que andar un trecho bastante largo antes de encontrar un taxi. Tenía la cabeza espesa a causa de las cervezas y del aire enrarecido y añoraba su casa y su cama.

En el bolsillo tenía los números de teléfono de dos chicas que se habían ofrecido a posar para él, de otras dos interesadas sólo de un modo general, y el de la chica que se había ofrecido a venderle drogas. Aparte de esto, no podía decirse que el resultado de la noche hubiera sido muy brillante. Al día siguiente tendría que informar a Martin Beck que lo único concreto que había averiguado era el hecho de que Bertil Olofsson había desaparecido. Pero tenía dos datos positivos en su haber: sabía aproximadamente cuándo había desaparecido y había oído la alusión a su posible estancia en Polonia.

Siempre era algo, pensó Benny Skacke.

18

Cuando Gunvald Larsson, después de refrescarse con un baño, entró en la comisaría de Kumgsholsgatan y se dirigió a las oficinas del Departamento de Homicidios, no tenía la menor idea de cómo había evolucionado el asunto de Malm. Era lunes, veinticinco de marzo, y el primer día después de su baja por enfermedad.

Había desconectado el teléfono después de su enfrentamiento con Max Carlsson el martes anterior, y los periódicos no habían hecho ningún comentario sobre el incendio, después de la muerte de Madeleine Olsen. Tarde o temprano recibiría seguramente su medalla, pero lo mismo su comportamiento heroico que la tragedia que lo había motivado, eran ya noticias muertas, y el nombre de Gunvald Larsson empezaba a quedar arrinconado en algún oscuro desván de la memoria pública. Los asuntos mundiales andaban mal y las noticias invadían las primeras páginas de los periódicos. El suicidio no suele ser una noticia favorita en los periódicos suecos, en parte por razones estéticas y en parte porque su alarmante frecuencia acaba siendo comprometedora. Por otro lado, un incendio con sólo cuatro víctimas no es una golosina duradera. Tampoco había razones para tributar grandes ovaciones a la policía, al menos hasta que no consiguiera acabar con aquel desgraciado tráfico de drogas, o enfrentarse con las innumerables manifestaciones, o garantizar un mínimo de libertad de movimientos en la calle. Y tantas otras cosas.

Así que Gunvald Larsson se quedó boquiabierto, sin disimular su sorpresa, ante la extraordinaria reunión que en aquel momento empezaba a dispersarse después de la convocatoria de Hammar. Melander y Elk, Rönn y Strögem, estaban allí, sin mencionar a Martin Beck y Kollberg, con los que Gunvald solía hablar siempre contra su voluntad y sólo cuando era absolutamente necesario. Incluso Skacke, andaba de un lado para otro del pasillo, con un aire de falsa solemnidad, tratando de estar a la altura de las circunstancias.

—¿Qué demonios ocurre? —preguntó Gunvald Larsson.

—Hammar está intentando decidir dónde debemos instalar nuestro cuartel general, si aquí o en Västerberga —dijo Rönn, con tono lúgubre.

—¿A quién estamos buscando?

—A un tipo llamado Olofsson. Bertil Olofsson.

—¿Olofsson?

—Es mejor que leas esto —dijo Melander, golpeando con su pipa una serie de hojas escritas a máquina.

Gunvald Larsson las leyó.

Su cara, con las pobladas cejas fruncidas, adquirió una expresión cada vez más desconcertada. Por fin dejó los papeles y dijo en tono de incredulidad:

—¿Qué quiere decir todo esto? ¿Se trata de una broma?

—Desgraciadamente, no —contestó Melander.

—Un fuego intencionado es una cosa, pero bombas incendiarias en un colchón... ¿Queréis decir que alguien se ha tomado todo esto en serio?

Rönn asintió con aire lúgubre.

—¿Pero existen cosas como ésas?

—Bueno, Hjelm dice que sí. Se supone que las han inventado en Argelia.

—¿En Argelia?

—Son muy populares en algunos lugares de Sudamérica —aseguró Melander.

—Pero, ¿qué hay de ese condenado tipo Olofsson? ¿Dónde está?

—Ha desaparecido —dijo Rönn lacónicamente.

—¿Desaparecido?

—Se dice que está en el extranjero, pero nadie lo sabe a ciencia cierta. La Interpol tampoco lo encuentra.

Gunvald Larsson se quedó pensativo mientras introducía entre sus dientes un cortapapeles. Melander carraspeó y se fue. Martin Beck y Kollberg entraron.

—Olofsson —dijo Gunvald hablando más bien para sí—. El mismo que proporcionaba drogas a Max Carlsson y licor de contrabando a Roth. Y el que estaba detrás del negocio de coches de Malm.

—Y cuyo nombre estaba en la matrícula del coche de Malm cuando éste fue detenido, en Södertälgevagen —añadió Martin Beck—.

Era para atrapar a Olofsson por lo que los muchachos del departamento de robos tenían tanto interés en no perder de vista a Malm. Esperaban que Olofsson apareciese y que Malm declarase contra él para salvarse.

—Así que Olofsson es el hombre clave de todo el asunto. Su nombre aparece una y otra vez.

—¿Crees que no nos hemos dado cuenta de eso? —dijo Kollberg con profundo desprecio.

—Entonces, todo lo que hay que hacer es ir en su busca, cogerlo y asunto concluido —dijo Gunvald triunfalmente—. Naturalmente, debió ser él quien incendió la casa.

—El individuo ha desaparecido sin dejar rastro. ¿Aún no te has dado cuenta?

—¿Por qué no ponemos un aviso en los periódicos?

—Para impedir que se asuste y se escape —dijo Martin Beck.

—No creo que se pueda ahuyentar a alguien que ha desaparecido, ¿no crees?

Kollberg dirigió una mirada de cansancio a Gunvald Larsson y se encogió de hombros.

—¿Hasta dónde puede llegar la estupidez de un hombre? —dijo.

—Mientras Olofsson crea que nosotros pensamos que Malm se suicidó, se sentirá a salvo —repuso Martin Beck pacientemente.

—Entonces, ¿por qué se esconde?

—Bueno, ésa es una buena pregunta —dijo Rönn.

—Yo tengo otra pregunta que hacer —terció Kollberg mirando al techo—. Estuvimos hablando con Jacobsson, de la sección de narcóticos, el viernes pasado, y dijo que Max Karlsson daba la impresión de que alguien le hubiera pasado por un triturador cuando le trajeron aquí el martes. Me pregunto quién podría ser esa persona.

—Karlsson admitió que era Olofsson quien le proveía a él a Roth y a Malm —dijo Gunvald Larsson.

—Eso no es lo que dice ahora.

—No, pero eso fue lo que me dijo a mí.

—¿Cuándo? ¿Cuando tú le interrogaste?

—Exactamente —contestó Larsson imperturbable.

Martin Beck cogió un Florida, agujereó el emboquillado y dijo:

—Ya te he dicho alguna vez y te lo vuelvo a decir ahora, Gunvald. Tarde o temprano te van a descubrir.

Gunvald Larsson bostezó con indiferencia.

—Ah, ya. ¿Lo crees de veras?

—No sólo lo creo —replicó Martin Beck seriamente—. Estoy convencido de ello.

—De ningún modo —dijo Rönn hablando por teléfono—, ¿Desaparecido? Pero eso es imposible. Nada... puede desaparecer de ese modo. Claro, comprendo que esté alterado... que... Dale recuerdos de mi parte y dile que ponerse a llorar no le va a ayudar a encontrarlo. Aquí ha desaparecido un hombre, por ejemplo. Imagínate que me siento y me pongo a llorar. Si algo o alguien desaparece, entonces se... ¿qué?

Los demás le miraban inquisitivamente.

—Sí, exactamente, se continúa buscando hasta encontrarlo —dijo Rönn colgando el auricular con un gesto enérgico.

—¿Qué es lo que ha desaparecido? —preguntó Kollberg.

—Bueno, mi mujer...

—¿Cómo? —exclamó Gunvald Larsson—. ¿Ha desaparecido Unda?

—No —dijo Rönn—. Le regalé a mi hijo un coche de bomberos el día de su cumpleaños, hace poco. Me costó treinta y dos coronas y pico, y ahora lo ha perdido. En casa, en el apartamento. Está desconsolado llorando y quiere otro. Desaparecer, ¿qué os parece? ¡Vaya una tontería! En mi propio apartamento. Era así de grande.

Indicó con los dedos el tamaño del coche.

—En verdad, es extraño —comentó Kollberg.

Rönn continuaba señalando con los dedos hacia arriba.

—Extraño, puedes decirlo. Un coche de bomberos que ha desaparecido, así por las buenas. De este tamaño, y que costó treinta y dos coronas.

Se hizo un silencio en la habitación. Gunvald Larsson se quedó mirando a Rönn con el ceño fruncido. Al cabo de un rato dijo para sí:

—El coche de bomberos que desapareció...

Rönn le miró boquiabierto sin entender lo que decía.

—¿Alguien ha hablado con Zachrisson? —preguntó de repente Gunvald Larsson.

—¿Ese bobo de Maria?

—Sí —dijo Martin Beck—. No sabe nada. Malm estaba sentado solo en una cervecería de Hönsgatan, hasta que se cerró a las ocho. Entonces se fue a su casa. Zachrisson le siguió y se quedó allí, helándose durante tres horas. Vio entrar a tres personas en la casa, y de las tres uno está muerto, y otro detenido. Luego llegaste tú.

—No era en eso en lo que pensaba ahora —dijo Gunvald Larsson.

Se levantó y se fue.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Rönn.

—Nada, supongo —dijo Kollberg con aire ausente.

Estaba de pie, preguntándose cómo podía Gunvald Larsson conocer el nombre de pila de la mujer de Rönn. El no sabía siquiera que Rönn tuviera mujer. Probablemente por su falta de capacidad de observación.

Gunvald Larsson se preguntaba cómo iban a encontrar a un asesino desaparecido si ni siquiera podía averiguar el paradero de un policía.

Eran las cinco de la tarde y había estado buscando a Zachrisson durante casi seis horas. Esta búsqueda le había llevado de un lado a otro de la ciudad y se parecía cada vez más a una especie de caza de gansos silvestres. En la comisaría de Maria le dijeron que Zachrisson acababa de irse y no volvería en todo el día. Su teléfono no contestaba y por fin alguien sugirió que probablemente se habría ido a nadar. ¿Dónde? Quizás a los baños de Akeshov, situados hacia la parte oeste, a medio camino de Vällingby. Zachrisson no estaba en los baños de Akeshov, pero casualmente había allí una pareja de policías que le dijeron que el nombre de Zachrisson les era desconocido y que probablemente estaría en los baños de Eriksdal, donde los policías también solían entrenarse. De nuevo Gunvald Larsson atravesó la ciudad, gris y fría, llena de personas tiritando a causa del viento. En los baños de Eriksdal, el encargado del departamento de los hombres era especialmente desagradable, y no le permitió entrar en la piscina si no se desnudaba. Algunos de los hombres que salían de los baños de vapor le dijeron que eran policías y que conocían a Zachrisson, pero que no lo habían visto hacía días. Y así continuó la cosa durante un tiempo.

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