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Authors: Maj Sjöwall y Per Wahlöö

Tags: #Novela negra escandinava, #Novela negra

El coche de bomberos que desapareció (15 page)

BOOK: El coche de bomberos que desapareció
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—Apostaría a que los alquileres en esta zona no son ninguna tontería —dijo Kollberg mientras subían en el ascensor automático.

—No es fácil imaginar que una persona como Bertil Olofsson pudiera llegar a estas alturas.

Martin Beck tardó menos de treinta segundos en abrir la puerta, tiempo que les pareció largo, ya que tenía la llave que el propio agente oficial le había proporcionado.

El apartamento consistía en una habitación, un recibidor, una cocina y un cuarto de baño, y según la factura del alquiler depositada sobre la alfombra de la puerta, entre anuncios y otros papeles sin importancia, el alquiler del pasado plazo era de 1.296 coronas con 51 öre. Aparte de esto, no había nada de interés entre el montón de folletos de propaganda y muestras gratuitas de varias clases, que habían echado a través del buzón de las cartas y que estaban por recoger hacía casi un mes. Debajo del montón había una hoja impresa de una tienda de comestibles cercana. Ofertas especiales, rezaba la cabecera, y a continuación seguía una lista de productos diversos, con el precio anterior y el posterior a las rebajas. El precio de una lata de arenque ahumado del Báltico, por ejemplo, había bajado de 2,63 coronas a 2,49. Martin Beck dobló el pedazo de papel y se lo metió en el bolsillo.

En la habitación principal había una mesa de comedor, tres sillas, una cama, una mesilla de noche, dos butacas, una mesa baja, un aparato de televisión y una cómoda con cajones. Todos los muebles parecían comprados al mismo tiempo, y recientemente. La habitación no estaba muy limpia. Encima de la cama sin hacer se veía una colcha arrugada. En la mesa, un cenicero vacío, pero sucio. La librería parecía consistir en un ejemplar antiguo, aparentemente todavía sin cortar, de
Raff y Rifif
i, de Jerry Cotton. En lugar de cuadros, pegadas a las paredes con cinta adhesiva había una serie de fotografías de coches y de mujeres en diversos estados de desnudez, probablemente arrancadas de revistas.

En la cocina había algunos vasos, platos y tazas colocados boca abajo sobre la escurridera, salpicada por el agua de los platos que se había secado hacía ya tiempo. La nevera seguía funcionando y contenía media libra de margarina, dos cervezas pequeñas, un limón podrido y un pedazo de queso duro como una piedra. En los armarios se hallaban algunas provisiones caseras, una caja de galletas saladas, una bolsa de azúcar y un bote de café vacío. En el armario de la limpieza no había nada, pero debajo de la fregadera se veía un recogedor, un cepillo y también una bolsa de papel con basura. Uno de los cajones estaba lleno de cajas de cerillas vacías.

Martin Beck salió al vestíbulo y abrió la puerta que daba al cuarto de baño. Despedía un olor desagradable, procedente del retrete, que probablemente no se había limpiado nunca. Las marcas de suciedad alrededor del baño y del lavabo indicaban que tampoco ellos habían sido objeto de un especial fervor por la limpieza. En el armario del cuarto de baño había un cepillo de dientes viejo, una máquina de afeitar, un tubo de dentífrico casi vacío, un peine roto, grasa, polvo y restos de cabellos. La toalla que colgaba junto al lavabo estaba tiesa de puro sucia.

Martin Beck se encontraba ya harto y se fue a examinar el guardarropa.

En el suelo se veían dos pares de zapatos sin limpiar, recubiertos por una gruesa capa de polvo, y una bolsa de lona con ropa sucia y maloliente. De la barra del armario colgaban varias perchas de alambre con dos camisas sucias, dos suéteres aún más sucios, dos pantalones de Dacron, una chaqueta de tweed, un traje de verano gris pálido, y una cazadora de popelín azul marino.

Martin Beck estaba a punto de hurgar en los bolsillos del traje cuando Kollberg le llamó desde la cocina. Kollberg había vaciado el contenido de la bolsa de basura sobre la escurridera y tenía en la mano una bolsa de plástico arrugada.

—Fíjate en esto —dijo.

En un rincón se veían unos cuantos granos verdosos. Kollberg cogió un pellizco y los estrujó entre el pulgar y el índice.

—Hachís —dijo.

Martin Beck asintió.

—Esto explica por qué coleccionaba cajas de cerillas vacías —rezongó—. Si esa bolsa estaba repleta, bastó para llenar por lo menos treinta de esas cajas.

El resto de la inspección del apartamento dio pocos resultados. Algunos souvenirs indicaban que Bertil Olofsson había pasado las vacaciones en Polonia. En los bolsillos de la chaqueta de mezclilla encontraron cuatro facturas antiguas fechadas en diciembre y procedentes del Restaurante Ambassador. En el cajón de la mesilla de noche había dos preservativos y una fotografía, obra de un aficionado, de una mujer morena y gordita en bikini, en una playa. En el dorso de la foto alguien había escrito con un bolígrafo: «A Berra con amor, Kay.»

No encontraron otros objetos personales en el apartamento y, sobre todo, no encontraron ningún indicio del lugar donde podría hallarse Olofsson.

Martin Beck llamó al timbre del apartamento vecino. Una mujer abrió la puerta y le hicieron unas cuantas preguntas.

—Bueno, ya sabe lo que ocurre en estos edificios —dijo ella—. Nadie se preocupa de quién vive al lado. Creo que le he visto algunas veces, pero no creo que haya vivido aquí mucho tiempo.

—¿Recuerda usted cuándo le vio por última vez? —preguntó Kollberg.

La mujer negó con la cabeza.

—No tengo idea —dijo—. Pero lo que es seguro es que hace ya mucho tiempo. En Navidades, o alrededor de esas fechas, pero no lo sé con seguridad.

En los otros dos apartamentos del mismo piso no había nadie en casa. Por lo menos nadie contestó al timbre. No parecía haber ningún encargado de la casa; un aviso en la entrada informaba a los inquilinos que podían preguntar a un mecánico si deseaban información sobre los apartamentos, en una dirección completamente distinta. Cuando salieron por la puerta central, Kollberg se metió en el coche y se sentó, mientras Martin Beck cruzaba la calle para entrar en la tienda de comestibles que estaba al otro lado. Habló con el dueño y le enseñó los folletos que anunciaban las Ofertas Especiales.

—No puedo decirle cuándo las enviamos exactamente —contestó el hombre—. Acostumbramos a repartir listas como éstas los viernes. Espere un momento.

Desapareció en el interior de la tienda y regresó un momento después.

—Sí, fue el viernes, nueve de febrero —dijo.

Martin Beck asintió y volvió junto a Kollberg.

—En cualquier caso, no ha estado en casa desde el nueve de febrero —dijo Martin Beck.

Kollberg se encogió de hombros.

Siguieron a lo largo de Sockenvägen y Mynäsvägen, a través de la zona industrial de Hammarbj, y salieron a la carretera de Värmdö. Cuando llegaron a Gustavberg, se dirigieron a la comisaría de policía y hablaron con uno de los hombres que habían descubierto los coches robados en el patio de Olofsson. Les enseñó el camino que conducía a la casa.

Tardaron un cuarto de hora en llegar allí.

La casa estaba en un lugar protegido de las miradas. El camino que conducía hasta ella era desigual y lleno de curvas, casi un camino de bosque. Las tierras alrededor de la casa debieron de estar en otro tiempo bien cuidadas, con prados, jardines de roca y senderos de arena. Pero ahora sólo quedaban rastros apenas visibles de todo aquello. La nieve había desaparecido casi por completo de la zona enarenada junto a la casa, pero en los bosques cercanos todavía podían verse algunos restos grisáceos. Justo en el lindero del bosque, en un extremo del jardín había un garaje construido recientemente. Estaba vacío y los tres coches que, a juzgar por las señales de los neumáticos, habían estado en la arena, también habían desaparecido.

—Ha sido estúpido llevarse los coches —comentó Kollberg—. Si vuelve sabrá en seguida que la policía ha estado aquí.

Martin Beck examinó la puerta de la casa. Estaba cerrada con una cerradura de seguridad y a la vez con un candado grande de metal. La única persona que podía darles las llaves era Olofsson, así que no tenían otra alternativa que valerse de su habilidad manual. Cogieron destornilladores y otros instrumentos de la guantera del coche, y trabajaron durante unos pocos minutos. Después, sólo tuvieron que abrir la puerta.

La casa constaba de una habitación grande amueblada al estilo rústico, con dos camas empotradas en la pared, una cocina y un lavabo. En el interior, el aire era húmedo y desagradable; olía a rancio y a petróleo. En la habitación grande había una chimenea y la cocina era de leña; aparte de esto, los medios de calefacción se reducían a una estufa de petróleo en uno de los dormitorios. El suelo estaba cubierto de arena y de pellas secas de barro, y los muebles del cuarto principal estaban sucios y gastados. En la cocina, la mesa, los bancos y los estantes estaban cubiertos de desechos, botellas vacías, platos grasientos, tazas con posos de café y vasos sucios. Una de las literas estaba provista de sábanas sucias y cubierta con una colcha rota y harapienta. No había nadie en la casa.

En el vestíbulo pequeño había una puerta y detrás de ella una alacena con estantes llenos de objetos robados, procedentes probablemente de los coches también robados. Transistores, cámaras, anteojos, flashes, herramientas, un par de cañas de pescar, un rifle de cazador y una máquina de escribir portátil. Martin Beck se subió a un taburete y miró encima del estante. Allí había un viejo juego de croquet, una bandera sueca desteñida, y una fotografía enmarcada. Cogió la fotografía, la llevó al cuarto grande y se la enseñó a Kollberg.

En la fotografía se veía a una mujer joven y a un niño con pantalones cortos y una camisa de mangas cortas. La mujer era bonita y los dos, ella y el niño, sonreían a la cámara. El vestido de la mujer y el estilo de su peinado eran claramente de los años treinta. En el fondo se veía la casa en la que Martin Beck y Kollberg estaban ahora.

—Debieron de tomarla uno o dos años antes de que el padre muriese, diría yo —comentó Martin Beck—. El lugar tenía un aspecto algo diferente entonces.

—La madre es muy guapa —dijo Kollberg—. Estoy pensando cómo le habrán ido las cosas a Rönn.

Einar Rönn había estado dando vueltas alrededor de Segeltrop en su coche durante un rato, antes de encontrar la casa donde vivía la madre de Bertil Olofsson. Su apellido era ahora Lundberg, y Rönn había averiguado que su esposo era jefe de sección en una tienda importante. La mujer que abrió la puerta tenía el pelo completamente blanco, pero no parecía tener más de cincuenta y cinco años. Era delgada y estaba tostada por el sol, a pesar de que la primavera apenas había empezado. Las finas arrugas que rodeaban sus bonitos ojos grises resaltaban blancas, cuando levantó las cejas inquisitivamente, en contraste con su piel tostada.

—¿Sí? —dijo—. ¿Puedo servirle en algo?

Rönn se cambió el sombrero de mano y sacó su carnet de policía.

—Es usted la señora Lundberg, ¿verdad? —preguntó.

Ella asintió y en sus ojos asomó una sombra de inquietud mientras esperaba que Rönn continuase.

—Es acerca de su hijo —dijo Rönn—, Bertil Olofsson. Me gustaría, si me lo permite, hacerle unas preguntas.

Ella frunció el ceño.

—¿En qué lío se ha metido ahora?

—En nada, confío —dijo Rönn—. ¿Puedo entrar un momento?

La mujer, aún titubeante, retiró la mano de la empuñadura de la puerta.

—Sí... —dijo lentamente—, entre, por favor.

Rönn colgó su abrigo, dejó el sombrero sobre la mesa del vestíbulo y la siguió hasta el living, agradable y bien amueblado, pero sin una elegancia exagerada. La dueña de la casa señaló un sillón junto a la chimenea y ella se sentó en el sofá.

—Está bien —dijo—. Siga, por favor. Estoy bastante curtida en todo lo que se refiere a Bertil, así que lo mejor será que me diga la verdad cuanto antes. ¿Qué ha hecho?

—Estamos buscándolo porque esperamos que pueda ayudarnos a aclarar un asunto —explicó Rönn—. Yo sólo quiero preguntarle si sabe usted dónde está, señora Lundberg.

—Entonces, ¿no está en su casa? —preguntó ella—. ¿En Arsta?

—No, parece que no reside allí desde hace bastante tiempo.

—¿Y en la casa de campo tampoco? Tenemos... él tiene una casita en Värmdö. El padre de Bertil, mi primer marido, la construyó y ahora es de Bertil. Quizá esté allí.

Rönn negó con la cabeza.

—¿No le dijo si pensaba marcharse a algún sitio?

La madre de Olofsson extendió las manos.

—No. Actualmente apenas nos hablamos. Nunca tengo la menor idea de lo que hace o de dónde está. No ha estado aquí, por ejemplo, desde hace un año, aproximadamente, y sólo vino para pedirme dinero.

—Entonces, ¿no la ha llamado últimamente por teléfono?

—No. Hemos estado en España unas tres semanas, pero aun así no creo que haya llamado. No tenemos ya nada que ver el uno con el otro —suspiró—. Mi marido y yo hemos perdido la esperanza respecto a Bertil hace ya tiempo. Y no parece que haya mejorado.

Rönn permaneció silencioso durante un momento, mirando fijamente a la mujer. Tenía una expresión de amargura en la boca.

—¿Conoce a alguien que pueda saber dónde está? —preguntó—. ¿Una chica seria o un amigo, o alguien parecido?

Ella se rió con una risa falsa, dura y breve.

—Una cosa puedo decirle —contestó—. De pequeño era realmente un niño muy bueno. Pero encontró malas compañías y se dejó llevar por ellas; se rebeló contra mi marido y contra mí, lo mismo que contra su hermano; bueno, prácticamente contra todo el mundo. Luego ingresó en un reformatorio y eso no arregló nada. Allí sólo aprendió a odiar todavía más a la sociedad. También aprendió a ser un maleante profesional y a traficar con drogas —miró con expresión enfurecida a Rönn—. Pero supongo que ahora ya es un hecho aceptado que nuestros reformatorios y nuestras instituciones actúan en realidad como una introducción al mundo de las drogas y de la delincuencia. Lo que ustedes llaman «tratamiento» no sirve de nada.

En lo esencial, Rönn estaba de acuerdo con ella y no supo qué contestar.

—Bueno —dijo por fin—. Quizás esto es lo que parece —luego se sobrepuso y añadió—: No era mi intención venir aquí para inquietarla. ¿Puedo hacerle sólo una pregunta más?

Ella asintió.

—¿Qué relación existe entre sus dos hijos? ¿Se ven o tienen algún tipo de contacto?

—Ya no —contestó ella—. Gert es ahora un dentista cualificado y ejerce su profesión en Göteborg. Pero cuando estaba aquí, en el colegio de odontología, consiguió convencer a Bertil de que le fuera a ver y se dejara arreglar la boca. Gert es un muchacho bueno y amable. Fueron realmente buenos amigos durante un tiempo. Pero luego ocurrió algo, no sé exactamente qué fue, y dejaron de verse. Así que no creo que sirva de mucho interrogar a Gert.

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