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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El comodoro (47 page)

BOOK: El comodoro
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—Permitidme terminar el filete de cordero mientras ordeno mis argumentos —pidió Jack—, y si quieres que lo explique en términos comprensibles, creo ser tu hombre. Bueno, lo que puedo ofrecer es muy teórico, está en el aire, vamos, como no podrá ser de otro modo hasta que averigüemos de qué fuerzas dispone el enemigo —dijo después de limpiarse la boca—. Sin embargo, parto de los siguientes tres supuestos: primero, que anda en busca del setenta y cuatro desaparecido. Segundo, que no entablará combate a menos que no pueda evitarlo, lastrado como está con la responsabilidad de cuidar de los transportes. Tercero, que este viento del noroeste, providencial para él en este instante pero poco común en estas aguas, rolará hasta convertirse al anochecer, o poco después, en un viento del suroeste, mucho más común, convicción esta que supone la piedra angular de mi plan.

—Muy cierto —asintió Tom.

—Suponiendo que todos estos supuestos sean ciertos, arrumbaremos al este del este noroeste, sin perderlo de vista si el tiempo se aviene a seguir despejado, con la
Ringle
al pairo digamos que a unas diez millas, como si fuera un barco corriente, incapaz de levantar sospechas; un modesto corsario americano. Hay docenas de embarcaciones así, con el mismo casco e idéntico aparejo. La
Laurel
repetirá las señales. Entonces, en cuanto el comodoro francés se encuentre al sur de nosotros… Tom, alcánzame la cesta del pan, ¿quieres? —Hizo añicos una galleta, despejó un pedazo de la mesa y exclamó—: ¡Gorgojos! ¿Tan pronto? Estos de aquí somos nosotros, rumbo este. Éstos, los franceses, por encima de nuestro horizonte y sin fragatas que hagan la descubierta: se dirigen a un punto de reunión. Cuando lo alcancen, lo cual debería suceder hoy mismo con este viento…, cuando lo alcancen y no vean por ninguna parte al setenta y cuatro, virarán por redondo y pondrán rumbo a Irlanda. Con toda probabilidad, a esas alturas habrá rolado el viento al sur suroeste, otro buen viento para ellos. Sí, pero aquí estamos nosotros —dijo tamborileando con la yema del dedo un pedazo de la galleta—, y en cuanto hayan rebasado el paralelo del punto en que los vimos por vez primera, en cuanto se sitúen al norte de nosotros, ¡nuestro será el barlovento, vaya que sí! Tendremos el barlovento, y en principio podremos entablar combate con ellos por mucho que quieran evitarlo.

—Eso es muy satisfactorio —opinó Stephen, observando los pedazos de galleta—. Y sumamente claro. Pero, qué necesidad tan odiosa —añadió sacudiendo la cabeza.

El desprecio que sentía Stephen por el hecho de matar molestaba a menudo a Jack, pues ésa era su profesión.

—Claro que ésta es la secuencia ideal de acontecimientos —se apresuró a matizar Jack—. Podrían suceder un millar de cosas, por ejemplo que el viento siguiera entablado del noroeste o que cayera del todo, que algún perro corsario nos viera e informara al francés de nuestra presencia, que recibiera refuerzos, que llegara otro navío de línea, que una tormenta nos desarbolara… Sea como fuere, mis predicciones tienen una fuerte influencia del Viejo Moore…

—Disculpe, señor —dijo un guardiamarina al dirigirse al capitán—. El señor Soames desea le transmita sus respetos, y que le informe de que la
Laurel
ha informado de la presencia de dos navíos de línea, probablemente de setenta y cuatro cañones, dos fragatas que navegan en conserva, y de una fragata o corbeta a una legua a proa, además de cuatro transportes, dos de ellos lejos, a popa.

—Gracias, señor Dormer —dijo Tom Pullings—. Ahora mismo iré a verlo. —Obsequió a Stephen con una sonrisa de oreja a oreja y, cuando el muchacho se hubo ido, comentó—: No creo que las predicciones del comodoro tengan nada que ver con el Viejo Moore, señor. Creo que los tenemos…

—Silencio, Tom —dijo el comodoro—. Habrás oído en alguna parte eso de que de la mano a la boca desaparece la sota.

—Y cuan cierto es, señor —dijo Tom, tocando la cesta de madera donde servían la galleta de barco—. He estado a punto de decir una impropiedad. —Se levantó, dio las gracias por el desayuno y se dirigió apresuradamente al alcázar.

En general, las previsiones del viento que Jack había hecho resultaron muy acertadas, como también lo fueron sus reservas. El viento roló en dirección sur suroeste antes de lo que esperaba, por lo cual la escuadra francesa tuvo que navegar de bolina y dar bordada tras bordada rumbo al punto de reunión. Entonces, el comodoro Esprit-Tranquil Maistral, superviviente de la ambiciosa expedición del año noventa y seis con destino bahía Bantry, expedición que contó con no menos de diecisiete navíos de línea y trece fragatas, decidió aguardar al setenta y cuatro cañones proveniente de América hasta el día catorce, día particularmente afortunado. Ni siquiera entonces se dio a la vela hasta la hora que se le antojó más propicia, las once y media, de tal forma que, en una noche oscura e impenetrable, con el fuerte viento de juanetes por la aleta de babor que los empujó con brío, él y sus barcos estuvieron a punto de dejar atrás a sus perseguidores.

Durante este tiempo, si puede llamarse así a un período tan cargado de ansiedad, el
Bellona
y sus compañeros se habían limitado a serpentear rumbo oeste para buscar la estela del francés, que hizo avante rumbo nornoreste hacia Irlanda durante tres o cuatro días. Ocuparon el tiempo con las innumerables tareas que exige cualquier barco en la mar, además de pescar por la borda, no sin cierto éxito.

Se informó tanto a la
Ringle
como a la
Laurel
de la posición en la cual pairearía la escuadra, un poco al sureste del punto que confiaban alcanzar los franceses en cuestión de tres días a lo sumo. No obstante, en casi el doble de ese lapso de tiempo, el océano rebelde, el mal tiempo y la falibilidad humana privó al tropo del significado que le correspondía, y fue sólo cuando Maistral llevaba en la mar desde el catorce que la
Ringle
se acercó navegando de bolina por entre el mar encrespado y la negra tormenta a las siete campanadas de la guardia de mañana, para informar a voz en grito que había visto asomar el casco al francés, hacia el noreste con rumbo noreste, media hora después del anochecer del día anterior.

Por espacio del último día y medio, Jack Aubrey había pasado buena parte del tiempo en cubierta o subido al tope, parco de palabra, falto de apetito, pálido y agotado. Por fin volvía a respirar. A partir de ese momento se oyó el crujido constante de los contraestayes, las brazas, los obenques y estayes que permitirían al barco soportar la pesada lona de capa que la marinería mareaba en un alarde de destreza.

Sin embargo, este apremio al barco y a la escuadra requería de toda la energía marinera habida y por haber. Era su intención evitar reprocharse a sí mismo el exceso de confianza demostrado en su propio juicio. Buena parte de esta actividad, en cuanto el
Bellona
estuvo en condiciones de emprender la caza, se la dedicó a la
Thames
. Pasó un día entero a bordo de esta embarcación, mostrando a sus oficiales cómo arañar uno, incluso dos nudos o tres brazas de velocidad. Y si bien creyó notar cierta mejora, no tuvo más remedio que admitir que, incluso haciendo todo lo posible, aquella embarcación seguía mostrándose lenta para tratarse de una fragata. Nada podría curarla, excepto el hecho de adoptar medidas radicales. No le pareció que su casco estuviera particularmente malformado, si bien era cierto que no podría navegar mejor con su enjunque y disposición actuales. Para aprovechar sus líneas, tendría que estar al menos a un pie y medio por popa. Con tal de mejorar su aspecto, la bodega, lastre, agua, equipajes… todo ello tendría que estibarse de tal forma que sus palos estuviesen empernados y tiesos, perpendiculares para procurar una mejor catadura. A menudo decía Thomas que era el barco más elegante, con sus vergas braceadas y los palos en el ángulo adecuado, perpendiculares respecto al mar. En más de una ocasión el príncipe William había alabado lo mismo. Jack no compartió con el capitán la opinión que le merecía la pericia marinera del príncipe William, pero sí dijo que cuando estuvieran en la cala de Cork intentarían ganar una traca a popa y llevar a cabo unas cuantas comparaciones. Acto seguido le dio los buenos días y abandonó la fragata de mejor humor. Apenas había ganado la cubierta del
Bellona
cuando la
Thames
, en un exceso de celo por complacerle, perdió el mastelerillo de juanete.

Fuera como fuese, hacia el final de la guardia de mediodía de la segunda mañana, el cielo despejó un poco y aparecieron las velas francesas cual tenues destellos blancos recortados contra el cuadrante noreste del horizonte. Jack las contempló durante un buen rato desde el tope, para procurarse una idea general de sus cualidades marineras. Finalmente, al descender topó con el rostro desagradable y huraño de Killick.

—Veamos, señor, su mejor camisa y el uniforme de almirante llevan media ampolleta tendidas —dijo en su habitual tono quejumbroso—. ¿No habrá olvidado que hoy había invitado a comer a toda la cámara de oficiales? Ni siquiera el doctor lo ha olvidado, y se ha mudado por voluntad propia.

El nerviosismo de la caza había obrado maravillas en el cocinero de la cámara, que había echado mano de los ingredientes más exquisitos, costosos y peculiares: jerez en la sopa de tortuga, oporto para la salsa del lechón, brandy en uno de los platos favoritos del comodoro, el fufú, por lo general cocinado con ajo y melaza, regado ahora con miel y coñac.

Jack comió espléndidamente por primera vez en mucho tiempo. La caza, la audible velocidad del barco, pues el agua silbaba en voz alta al pasar por ambos costados, la sensación de la madera tensa… Todo ello contribuyó a minimizar la tirantez habitual impuesta por la presencia de un uniforme de comodoro sentado en la cabecera de la mesa, de modo que no tardaron mucho en entablar una conversación animada y espontánea. Varios oficiales habían presenciado —u oído—, algo sobre el desastroso intento de Hoche en el año noventa y seis en bahía Bantry con su enorme e inmanejable flota, y si bien la mayoría evitó dar por zanjado el asunto, todos tenían cosas interesantes que decir sobre esa costa de hierro, con sus mares de miedo sometidos a tormentas del suroeste —la roca de Fastnet, la marejada frente a las Skellings—, comentarios no obstante que pudieron haberse introducido en mejor momento de no haber soplado como soplaba semejante vendaval, y si el barómetro en franco descenso no hubiera sugerido que no tardaría en soplar aún con más fuerza.

Después de tomar el café, Jack sugirió que Stephen se calara el
suroeste
—un gorro para el mal tiempo que no podía tener un nombre más apropiado— y el abrigo de loneta, que le acompañara al castillo de proa donde disfrutarían de una vista estupenda, y que por supuesto no olvidara el catalejo. Reinaba la humedad en el castillo de proa y los rociones e incluso el agua verde de los mares que los seguían bañaban la cubierta hasta mezclarse con el agua que embarcaba el
Bellona
por las amuras, al balancearse hasta los escobenes. Sin embargo, la vista no podía ser más imperfecta, de modo que Jack propuso la cofa de trinquete y llamó a Bonden.

Stephen protestó. Después de todo, se hallaba totalmente recuperado y se sentía con fuerzas para emprender tan sencillo y familiar ascenso. Jack elevó el tono de voz y Bonden se acercó a paso ligero.

—Tendré ocasión de que me suban sin tropezar, sin apenas esfuerzo, a tamaña altura, sin que ello suponga menoscabo para mi autoestima —observó Stephen para sí.

La tamaña altura alcanzaba los ochenta pies, dado lo cual disfrutaron de una espléndida visión del gris océano, surcado de vetas blancas y azotado por el viento. Allí, al noroeste, se encontraban las ansiadas velas blancas. No sólo cargaban las gavias, a veces también las mayores, y en una ocasión se alzó un casco por encima del horizonte. El
Bellona
no había ido a buscar del todo la estela, puesto que el modo más rápido de conseguirlo sería convergir sobre ella en una línea tan recta como fuera posible, en lugar de trazar una uve en el mar. Por tanto, desde la cofa de trinquete disfrutaban de una vista de escorzo de la línea francesa. Jack ofreció el catalejo a Stephen.

—Dos navíos de dos puentes y otra embarcación de menor porte lejos, a proa —confirmó Maturin—. Seguidamente, cuatro barcos que supongo serán los transportes de tropas, y dos fragatas.

—Sí —dijo Jack—. Qué bien maneja esos transportes: no hay ni uno fuera de posición. Su comodoro debe ser un hombre de talento. Son rápidos, incluso muy rápidos para tratarse de transportes, pero no me cabe la menor duda de que los alcanzaremos. —Volvió la rosca del catalejo que separaba las dos mitades de una lente dividida, y añadió—: A continuación, verás dos imágenes del navío de dos puentes que anda de cabo de fila, dos imágenes que prácticamente se tocan: si continúan así, es que vamos a la misma velocidad; si se separan, la presa anda más rápido; si se superponen, ganamos terreno. Es necesario esperar un poco para percibir el efecto.

Stephen observó y observó. Después de largo rato, que aprovechó para señalar un petrel que picaba el costado de una enorme ola coronada de espuma, volvió a concentrarse y exclamó:

—Se han unido. ¡Se superponen!

—Ahí lo tienes, ganamos terreno y con rapidez. Creo que si dejáramos a la
Thames
a su aire, podríamos alcanzarlos a media mañana, a la vista de la costa. Estoy convencido de que su comodoro se pondría al pairo ahí mismo para entablar combate antes de acercarse más a esas peligrosas rocas y a una costa desconocida. Además, eso le permitiría desembarcar las tropas, protegidas por una o ambas fragatas.

—¿No las destruirían nuestras propias fragatas?

—Puede. Pero lo más probable es que estén en desventaja en cuanto a portes se refiere. Diría que uno de esos franceses es una fragata de treinta y seis cañones, y casi con toda certeza artilla piezas de dieciocho libras. La otra es una de treinta y dos, con lo mismo. La pobre y vieja
Thames
tan sólo dispone de cañones de doce libras, mientras que la
Aurora
no tiene más que cañones de nueve libras.

Stephen hizo algunas observaciones más, aunque Jack, más pendiente del enemigo, no prestó atención.

—Tal como están las cosas ahora —dijo al fin—, cuanto antes entablemos combate, mejor. —Se volvió para llamar la atención de Meares, ocupado en la popa del castillo—: Le ruego que supervise esas cuñas de puntería, condestable, porque mañana mismo las probaremos.

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