El comodoro

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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Aubrey y Maturin ven como el azar trastoca sus planes y les lleva a navegar por la costa africana, lo que supone un auténtico festín para la afición botánica de Maturin. Esto es aprovechado por Patrick O'Brian para reproducir el momento en el que los avances científicos se suceden con gran rapidez, a través del mejor conocimiento de la fauna y la flora. Por otro lado, una vez conocidas ya las aguas de Sudamérica, Jack Aubrey debe enfrentarse a unas costas que ha estudiado a fondo sobre el papel, pero del que apenas tiene un conocimiento directo. Y eso supone un riesgo del que no podrá librarse sin poner en acción su talento como navegante.

Patrick O'Brian

El comodoro

Aubrey y Mautrin 17

ePUB v1.1

Mezki
08.01.12

ISBN 13: 978-84-350-6025-7

ISBN 10: 84-350-6025-X

Título: El comodoro : una novela de la Armada inglesa. La XVII novela de Aubrey y Maturin

Autor/es: O'Brian, Patrick

Traducción: Antón Rodríguez, Miguel

Lengua de publicación: Castellano

Lengua/s de traducción: Inglés

Edición: 1ª ed., 1ª imp.

Fecha Impresión: 04/2002

Publicación: Edhasa

Colección: Narrativas históricas

Materia/s: 821.111-3 - Literatura en lengua inglesa. Novela y cuento.

NOTA A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Ésta es la décimo séptima novela de la más apasionante serie de novelas históricas marítimas jamás publicada; por considerarlo de indudable interés, aunque los lectores que deseen prescindir de ello pueden perfectamente hacerlo, se incluye un capítulo adicional con un amplio y detallado Glosario de términos marinos

Se ha mantenido el sistema de medidas de la Armada real inglesa, como forma habitual de expresión de terminología náutica.

1 yarda = 0,9144 metros

1 pie = 0,3048 metros — 1 m = 3,28084 pies

1 cable =120 brazas = 185,19 metros

1 pulgada = 2,54 centímetros — 1 cm = 0,3937 pulg.

1 libra = 0,45359 kilogramos — 1 kg = 2,20462 lib.

1 quintal = 112 libras = 50,802 kg.

CAPÍTULO 1

La bruma se extendía por la entrada del Canal en aquella fea noche. Las nubes corrían trepidantes, empujadas por un vendaval del noroeste que descargaba fuertes lluvias. Ouessant se encontraba en algún lugar por la amura de estribor; las Scilly, a babor, pero no se veía ni una luz ni una estrella. No habían hecho una sola medición desde hacía cuatro días.

Dos barcos navegaban en conserva rumbo a Inglaterra. Uno era la
Surprise
de Jack Aubrey, una antigua fragata de veintiocho cañones desestimada hacía años por la Armada, que en ese momento servía como embarcación alquilada por su majestad, aunque completaba una larga misión de carácter confidencial para el gobierno. El otro, el
Berenice
, al mando del capitán Heneage Dundas, era un navío de su majestad de dos puentes y sesenta y cuatro cañones, más antiguo pero menos trajinado que la
Surprise
. Marchaban ambos en compañía de su barco de pertrechos, la
Ringle
, una goleta americana de la clase conocida como «clíper de Baltimore», que los había acompañado desde que se cruzaran al noreste del cabo de Hornos, a unos cien grados de latitud o seis mil millas náuticas en línea recta (si las líneas rectas tienen algún sentido en una travesía enteramente gobernada por el viento), la
Surprise
proveniente del Perú y la costa chilena, y el navío de su majestad, de Nueva Gales del Sur. El
Berenice
había encontrado muy maltrecha a la
Surprise
después de que ésta sufriera un encontronazo con una fragata americana fuertemente armada, máxime teniendo en cuenta que un rayo le había destrozado su palo mayor y, lo que es aún peor, había privado a la embarcación de su gobierno. Los dos capitanes se conocían desde que eran niños, habían servido juntos como guardiamarinas y tenientes, y por tanto eran, qué duda cabe, viejos compañeros de rancho e íntimos amigos. El
Berenice
había proporcionado a la
Surprise
vergas, cabuyería, pertrechos y un estupendo a la par que eficiente timón de Pakenham, construido con masteleros de repuesto; y las tripulaciones de ambos barcos, pese a la tensión inicial fruto de la posición irregular de la
Surprise
, se habían llevado de maravilla después de celebrar dos apasionados partidos de críquet en isla Ascensión, donde se caló un timón más apropiado. También se habían cruzado muchas visitas cuando los tres permanecieron en las zonas de calmas ecuatoriales, con las velas gualdrapeando durante quince días, mecidos en un calor tan sofocante que incluso la brea, fundida, goteaba de las vergas. Si bien había resultado un viaje demasiado largo, no podía haber sido más sociable, sobre todo porque la
Surprise
tuvo ocasión de sacarse la espina de la injusta diferencia existente entre quien da y quien recibe, al proporcionar un cirujano al
Berenice
, que iba falto de tripulación, pues había perdido el suyo (junto a su único ayudante) cuando el bote en el que navegaban volcó apenas a diez yardas del barco. Ninguno de ellos sabía nadar, y ambos se aferraron al otro con fatídica energía, de modo que su dotación, lamentablemente mermada por la sífilis de Sidney y el escorbuto del cabo de Hornos, quedó a cargo de un asistente que no sabía leer ni escribir, pero que compensaba esta carencia con su audacia. En fin, no sólo le proporcionaron un simple cirujano naval pertrechado con poco más que un certificado extendido por la Junta de Enfermos y Heridos, sino también un médico veterano en la persona de Stephen Maturin, autor de una obra de referencia sobre las enfermedades de los marinos, miembro de la Royal Society, doctorado en París y Dublín, caballero que conocía a la perfección el latín y el griego (conocimiento que constituía un alivio tremendo para sus pacientes), amigo personal del capitán Aubrey y, aunque esto tan sólo lo supieran unos pocos, uno de los más preciados consejeros del Almirantazgo —y, por ende, del Ministerio— en asuntos relacionados con España y la zona de América ocupada por los españoles. En resumen, un agente de Inteligencia, aunque fuera voluntario y totalmente independiente.

Pero un cirujano, por mucho que dispusiera de cabina propia y de un bastón con empuñadura de oro, por mucho que el propio príncipe William, duque de Clarence, hubiera solicitado sus servicios, era tan sólo un cirujano, al fin y al cabo, y no precisamente un palo mayor, y mucho menos un timón. Podía mantener con vida a la tripulación y aliviar sus males, pero no podía empujar ni gobernar el barco. Los de la
Surprise
tenían por tanto todo el motivo del mundo para sentir una gratitud sin parangón hacia los marineros del
Berenice
y, puesto que conocían la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal en el mar, cumplieron con creces con su agradecimiento cuando atravesaron por zonas sucesivamente frías, templadas y tórridas y, de allí, al sencillamente húmedo y desagradable clima que les aguardaba en casa. No obstante, nada en el mundo les hubiera empujado a estimar al
Berenice
por lo que era.

La dotación de la
Ringle
compartía sus sentimientos sin reservas. Tanto la fragata como la goleta eran naves extraordinariamente marineras, rápidas, capaces de navegar muy bien de bolina —la goleta incluso mejor que la fragata—, y podía decirse de ambas que eran ajenas al abatimiento, mientras que el pesado y poderoso navío de dos puentes era como un gusano encaramado a una cofa. Se las había apañado bastante bien al recibir el viento por el través, aunque navegara mejor cuando lo recibía justo por la aleta, pero al hacer avante de esta guisa su dotación había cruzado miradas de inquietud. Finalmente, las alas y las rastreras no pudieron aguantar por más tiempo y, cuando el barco ciñó tan cerca del ojo del viento, las bolinas puntearon tensas, y se comprendió que, pese a todo su empeño, no podría acercarse a las seis cuartas del viento ni impedir que cayera a sotavento de forma lamentable, igual que un cangrejo borracho.

El
Berenice
se había visto empujado a comportarse de esa forma tan lamentable durante días, desde que, gracias a una acertada observación, habían determinado que ya podían poner manos a la obra y pintar el barco, forrar los cabos con brea y bruñir todo aquello que fuera susceptible de despedir brillo, con vistas a picar la sonda totalmente preparados para llegar a Inglaterra con esplendor. No obstante, a lo largo de los últimos días, el viento se había empecinado en lo contrario y, aunque la
Surprise
—por no mencionar la goleta— pudo vencerlo sobradamente barloventeando un buen trecho, tuvieron que retrasarse debido a su compañero, tan poco marinero. Se habían adentrado en aquella fea noche, aquella condenada y maldita noche, con la obra muerta recién pintada de cintas para arriba arruinada por la espuma del mar, cuando a esas alturas podían estar perfectamente bebiendo todo lo habido y por haber en tierra; o, al menos, eso pensaban los marineros de la
Surprise
, pues eran de Shelmerston, una pequeña población mucho más cercana que Portsmouth, puerto donde fondearía el
Berenice.

Aquél era el sentimiento que se había extendido hasta lo más elevado, sobre todo en el alcázar de la
Surprise
, donde una ráfaga de viento inusualmente violenta había cortado la marea al repuntar y había empapado a todos los que estaban allí. Bajo cubierta, en la cabina, los dos capitanes permanecieron inalterables cuando el
Berenice
se revolcó indeciso con mayores y gavias, cargando un montón de agua y cayendo a sotavento con su torpeza habitual, mientras que la
Surprise
mantenía su posición exacta a popa, sin necesidad de nada más que las gavias doblemente arrizadas y el foque medio metido, y la
Ringle
, incluso menos que eso. Ambos capitanes sabían que los marineros hacían todo lo posible, y una larga carrera profesional no sólo les había enseñado a aceptar lo inevitable, sino a no irritarse por ello. Mucho antes de hacer las mediciones con la sonda, Heneage Dundas había sugerido que la
Surprise
debía hacer caso omiso de la costumbre naval y separarse de su barco, para hacer avante y navegar todo lo rápido que quisiera.

—No llevamos despachos —replicó Jack arrugando el entrecejo. Un barco que llevara despachos de guerra estaría excusado de guardar las formas y mostrarse educado en ese aspecto. Incluso tenía prohibido demorarse un solo minuto. Y así quedó la cosa. En aquel momento, después de que Dundas comiera y cenara a bordo de la fragata, permanecían sentados frente a una señora jarra llena de vino de Oporto, atentos a medias al golpeteo del mar primero en la amura de babor y, más tarde, en la de estribor, después de que el barco hubo virado para emprender otra bordada. La lámpara que colgaba de los baos se zarandeaba sobre el arcón, iluminando de forma intermitente un tablero de backgammon apto para alta mar, en el que las fichas se fijaban con clavijas de madera, y que por tanto aún conservaba la posición de probable victoria de Jack Aubrey

—Vaya si te la llevarás —dijo Dundas antes de vaciar el vaso—. Será tuya con todos sus pertrechos y su amarrazón.

—Qué amable por tu parte, Hen —dijo Jack—. Gracias de todo corazón.

—Pero escucha lo que te digo, Jack: tienes una suerte endemoniada. No tienes derecho ni a salvar el pellejo.

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