El comodoro (8 page)

Read El comodoro Online

Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
13.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así es —respondió Stephen, un poco intrigado por el énfasis de Blaine.

—¿Quiere que tomemos el café en la biblioteca?

—Será un placer. Es la mejor estancia del club.

Era la mejor y también la más espléndida: tres paredes cubiertas de estanterías llenas de libros, amueblada con cómodas sillas y una alfombra turca. Nunca había nadie allí.

—Stephen —dijo Joseph después de que el camarero les hubo servido el café, una bandeja con dulces y una jarra de coñac—. No considero adecuado por mi parte hablarle a usted de lo que tengo en mente en un lugar público, por muy cerrada que esté la habitación. Probablemente estos oídos hipotéticos no sean más que una de tantas alucinaciones, fruto de una mente que ha estado sometida y entregada durante tanto tiempo a aquello que, en ausencia de un término mejor, llamaré servicio de Inteligencia, pero puede que existan, y es por eso que me alegra tanto estar sentado con usted en esta estancia cálida y aislada. —Se sirvió un poco de café y con aire distraído devoró media docena de pequeños merengues—. En las cartas que usted me envió, me pedía que cuidara de Clarissa Oakes y me hablaba usted de la información excepcional que le proporcionó. —Clarissa, una joven señorita empobrecida, había trabajado en un prostíbulo de moda situado a tiro de mosquete de los clubs que había en Saint James Street, donde dada su situación había descubierto una serie de hechos muy curiosos—. Me encargué de ella, conseguí para el pobre joven Oakes un ascenso y un barco, y cuando murió se la presenté a Diana. La información era indiscutiblemente excepcional, y con su ayuda identificamos rápidamente al caballero cojo, perteneciente a la orden de la Jarretera, que estaba relacionado con esos condenados sodomitas de Wray y Ledward. —Esos «condenados sodomitas», a quienes Blaine tachaba de tales con sobrados motivos, habían proporcionado información, sobre todo información naval, al enemigo; los había delatado un agente francés, y tras diversos avatares Stephen los despedazó personalmente en una sala de disecciones de las Indias Orientales.

«Desgraciadamente, resultó que se trataba de un duque emparentado con la realeza, un tal duque de Habachtsthal. Se educó principalmente en Inglaterra, pero disfruta de un pequeño principado cercano a Hannover, y unas propiedades más considerables en el Rin, ambas ocupadas por los franceses, por supuesto, y que sirven de telón de fondo ideal para el chantaje del francés. El anciano rey le tenía en gran aprecio y de haber sido un hombre soltero, que no lo es, quizá podría haberse desposado con una de nuestras princesas, pero aun así es prácticamente intocable.

—Si no me equivoco, este caballero disfruta de un buen empleo en el Ejército, honorario, quizás, y de una influencia considerable.

—Sí. Ejerce como consejero de diversos órganos, y a través de su edecán, el coronel Blagden, puede también decirse que toma parte en algunos comités importantes. —Llegados a este punto, ambos aprovecharon para tomar un sorbo de brandy, y después Blaine prosiguió—: Por supuesto no había la menor posibilidad de emprender una acción directa en su contra, sin disponer previamente de pruebas férreas como las que teníamos en contra de Ledward y Wray. No obstante, dado que ése no es el caso, nos las apañamos para anunciar la tormenta. Jamás creería usted, Stephen, qué modos bizantinos tiene Whitehall de airear una amenaza, de hacer que reverbere de pared en pared hasta alcanzar el oído deseado.

—¿Y cuáles fueron las consecuencias?

—Para empezar, le diré que excelentes. No habían dejado de pasar información, como en tiempos de Ledward, pero de pronto dejaron de hacerlo. No obstante, en este momento nuestro caballero ha llegado a comprender mejor hasta qué punto es inmune, y el pasado mes perdimos buena parte de un convoy de las Indias Occidentales. Más que eso, es un cortesano de tomo y lomo arrimado al Ministerio, y creo que ha desmadejado el hilo hasta la madeja, o en todo caso está a punto de hacerlo. Temo que esté resentido, temo tanto por usted como por mí: estimaba mucho a Ledward, e incluso, a la manera bizarra de esos caballeros, a Wray. Es un hombre muy vengativo… No estoy totalmente seguro de lo que acabo de decirle, Stephen; pero hay uno o dos detalles que no hacen sino acrecentar mi inquietud, por muy ilógicos, tenues e incluso supersticiosos que puedan parecerle. Uno de ellos es que tanto Montague como su primo Saint Leger parecen aprovechar cualquier ocasión para ponerme en evidencia, tal y como me atrevería a decir que ha tenido oportunidad de comprobar en la reunión con el Comité, cuando tuve que…

Un miembro del club vestido con una chaqueta azul impecable y relucientes botones entró en la biblioteca. Observó a ambos con mirada miope y se acercó un poco más.

—Sir Joseph, ¿no habrá visto usted por casualidad a Edward Cadogan? —preguntó.

—No, señor, no lo he visto —respondió Blaine. —Entonces tendré que ir a buscarlo a la sala de billar.

La puerta se cerró al salir; entretanto Blaine aprovechó para servirse más brandy.

—Además, recordará usted que me pidió que arreglara los perdones tanto de la señora Oakes, como de su querido Padeen, por haber cometido el crimen de abandonar Botany Bay sin permiso. Me pareció cosa hecha. Clarissa era la viuda de un oficial de la marina muerto en un combate muy loable, y cuando me pareció adecuado no perdí ocasión de mencionar los servicios peculiares que había prestado su señora al servicio de Inteligencia; por otro lado, los servicios prestados por usted al Almirantazgo y a algunos de sus pacientes más ilustres podrían bastar para amparar al pobre Padeen. Sin embargo, mis progresos extraoficiales no han resultado satisfactorios; he sufrido retrasos extraños y acusado una cierta reticencia encubierta. No gusto de presionar con una solicitud directa, menos aún de hacerlo por escrito, al menos hasta estar seguro de obtener una respuesta favorable. Había pensado en abandonar los canales habituales y recurrir al duque de Sussex, teniendo en cuenta que tanto usted como él son miembros de la Royal Society y miembros fundadores del Consejo contra la esclavitud, pero se ha ido a Lisboa, y en este tipo de asuntos los prolegómenos deben hacerse verbalmente.

—Sin duda —admitió Stephen.

—Sea como fuere —continuó Blaine después de considerar la cuestión—, este segundo caso no es sino académico. Si los dos sujetos en cuestión no publicitan su presencia, la posibilidad de que sean incomodados es extraordinariamente remota. Cito su caso sólo como un ejemplo más de las consecuencias que derivan del desagrado de alguien importante. Si
él
ha hecho pública su aversión, si
él
ha exclamado «Ese viejo estúpido de Blaine, del Almirantazgo», pongamos por caso, la noticia correría como la pólvora; al menos yo me volvería levemente leproso, y nadie en su sano juicio querría hacerme un favor. Eso es todo. No pretendo dar a entender ninguna clase de malignidad directa, cuyo brazo abarque a nadie excepto a mí, y quizás a usted, si es que de veras existe dicha malignidad, y no es consecuencia de mi mente agotada y de una imaginación desmedida.

—Estas son las hojas de la
Erythroxylon coca
, la coca u hoja de coca —dijo Stephen, después de sacar una bolsa de piel de llama—. Desde hace un tiempo recurro a ella, al igual que lo hacen muchos habitantes de Perú. Si las pliega para dar forma a una bola y la introduce en su boca, añade seguidamente un poco de zumo de limón, y la mastica usted suavemente de vez en cuando, primero con un carrillo y luego con el otro, experimentará al principio un calor agradable en la lengua, los carrillos y el extremo de su laringe, seguido por una claridad extraordinaria de pensamiento que irá en aumento, además de serenidad y una percepción que convertirá cualquier preocupación en una simple minucia. La mayor parte de las preocupaciones que podamos tener son el resultado de nociones confusas, por lo general falaces, y de los nervios. Todo ello se acumula y aumenta en proporción directa al declive de nuestra capacidad para razonar. No le aconsejo tomarlas ahora si valora usted una noche de sueño reparador, puesto que, por regla general, la coca suele despejarle a uno; pero pruébelas mañana por la mañana. No hay hojas como éstas en todo el mundo, se lo digo yo.

—Si reduce la ansiedad, aunque sea en un cincuenta por ciento, le ruego que me permita tomarlas ahora mismo —dijo Blaine—. Ese duque holandés no es mi única preocupación, aunque sí la más sobrevalorada si la comparo con la situación del Adriático, en Malta, por no mencionar la actual crisis del Levante.

* * *

La
Ringle
arribó a Shelmerston con los últimos estertores del viento del noreste, cruzó la barra y echó el ancla junto a la
Surprise
, cuya tripulación de guardia, una guardia de puerto, saludó con los gritos que eran de esperar.

—¿Dónde diantre os habíais metido?

—¿Qué habéis estado haciendo? Beber hasta emborracharos, seguro.

—Ni el coche más lento hubiera tardado tanto en llegar hasta aquí.

—Un carro os habría ganado por un día entero.

Stephen, Tom Pullings, Sarah, Emily y Padeen se apresuraron a desembarcar, se apretaron en sendas sillas de posta y partieron de inmediato a Ashgrove. Sin embargo, pese a toda la prisa que se dieron, tanto las cartas enviadas urgentemente, como las señales y las órdenes que viajaron por semáforo desde el techo del Almirantazgo hasta Portsmouth les habían ganado por la mano; y fue con el resultado del tercero de estos medios en su poder, que la señora Williams —una mujer bajita, gruesa y de rostro encendido, si cabe aún más encendido debido a lo nerviosa que estaba— pudo decir a su hija, Sophie Aubrey:

—La
Ringle
ha pasado por Portland Bill a las cuatro y media, de modo que el doctor Maturin llegará esta misma tarde. Creo que es mi deber, y en esto la señora Morris coincide conmigo, compartir con el capitán Aubrey todo lo relativo al desgraciado comportamiento de Diana, de modo que pueda contárselo tranquilamente a su amigo.

—Mamá —dijo Sophie con firmeza—. Te ruego que no hagas tal cosa. Sabes perfectamente que necesita reposo, y el doctor Gowers dijo que…

—El doctor Gowers, señora, con su permiso —anunció el mayordomo.

—Buenos días, señoras —saludó Gowers—. Si les parece echaré un vistazo al capitán, y después veremos qué podemos hacer por los niños. —Más tarde, cuando bajaba por las escaleras, dijo—: Tan bien como era de esperar, pero debe permanecer en completo reposo, con la habitación a oscuras. Quizá podrían leerle algo en voz baja. Los sermones de Blair, o los
Pensamientos nocturnos
de Young irían de maravilla. Recientemente ha sufrido una gran agitación mental. Además, debe ingerir cada tres horas tres de estas gotas, disueltas en un vasito de agua. Que cene esta noche, pero no demasiado, y que coma un poco de queso. Ni ternera ni cordero, por supuesto. —Él y Sophie se apresuraron a dirigirse a las habitaciones de Charlotte, Fanny y George, quienes, inmediatamente después de su rápida llegada de Dorset, habían contraído fiebre alta, tos ruidosa, dolor de cabeza, inquietud, sed y cierta tendencia a quejarse continuamente.

Cuando se hubieron ido, la señora Williams se acercó caminando sin hacer ruido a la habitación donde reposaba su yerno. Allí se sentó junto a su cama y le preguntó cómo se encontraba. Después de oír que estaba bien y que tenía muchas ganas de ver a Stephen Maturin, ella tosió y arrimó la silla un poco más.

—Capitán, con tal que pueda usted ayudar a su desdichado amigo cuando llegue el momento de digerir tan terribles noticias, creo mi deber contarle que, desde el nacimiento de esa hija tonta, Diana ha bebido en exceso. Ha estado conduciendo por la campiña, cenando en compañía de personas que residen incluso a veinte millas de distancia, a menudo individuos de vida disoluta como los Willis, y ha asistido a bailes y orgías en Portsmouth, empeñada continuamente en la caza del zorro sin siquiera un mozo que la acompañara. No es buena madre para la pobre pequeña, y de no ser por su amiga, esa señora Oakes, la niña estaría noche y día bajo los cuidados del servicio. Peor aún —dijo bajando la voz aún más—, peor aún, señor Aubrey, y como podrá imaginar esto se lo digo con gran pesar pues se trata de mi propia sobrina, peor aún, decía, existen dudas acerca de su conducta. Digo dudas, pero… Entre otros nombres se ha mencionado con frecuencia al coronel Hoskins, y la señora Hoskins ya no devuelve las visitas de Diana. La señora Morris afirma… Oh, pero si aquí viene. Entra, entra, Selina, querida.

—Oh, capitán Aubrey, me temo que traigo tristes noticias para usted —dijo Selina Morris—; no obstante creo que debería saberlas. Me ha parecido que decírselo era lo más adecuado, pues sucede a menudo que uno alimenta a una víbora en su propia casa sin saberlo. Ahora mismo, a partir de una información suministrada por nuestro hombre Frederick Briggs, he sorprendido a Preserved Killick dirigiéndose a los dormitorios del servicio con un pellejo de vino. «¿Adonde cree que va con ese pellejo de vino, Killick?», le pregunto, y con ese desparpajo y la insolencia que le son tan propias me responde: «Me lo ha dado el capitán», y se ha alejado como si nada. Le he advertido que le informaría a usted de lo sucedido sin perder un minuto, y me he acercado aquí antes de que pudiera ocultar el pellejo o devolverlo a la bodega. Le aseguro que el esfuerzo me ha dejado sin aliento.

—Muy amable por su parte, señora Morris —dijo Jack—, pero el hecho es que yo mismo le di el pellejo.

—Oh, ¿de veras? Bien, en todo caso mi intención era buena, de eso estoy segura, y he venido corriendo todo el camino. Mi padre no solía dar… —Pero al caer en la cuenta de que las costumbres de su padre no tenían la menor relevancia para el caso, por mucho que fuera un par del reino, se retiró zarandeando de tal modo los hombros, los brazos y el trasero, que hizo patente su descontento.

—Pero como le decía antes de que Selina entrase aquí, empeñada en una errónea aunque justificada misión, el mayor motivo de desaprobación y comentarios lo constituye la relación prácticamente abierta (¿cómo llamarla, si no?) que ha mantenido con el caballero que gestionaba su caballeriza, el señor Wilson, quehacer impropio de una mujer, por mucho que se trate de una mujer casada, por cierto. Se trata de un hombre de buena planta con unas patillas pelirrojas que no tienen ni punto de comparación con las de Selina Briggs, y que si bien no vivía en la misma casa sí estaba muy cerca, en un rincón aislado del lugar. La última vez que la vi, y de eso hace un tiempo ya, puesto que nunca le oculto nada de lo que pienso a mi sobrina, aunque ella no se avenga nunca a obedecer a su tía porque siempre fue una chica rebelde…

Other books

Seduced by His Touch by Tracy Anne Warren
The Journey by Hahn, Jan
Cassie by E. L. Todd
A Moment To Dance by Jennifer Faye
Friends by Stephen Dixon
I spit on your graves by Vian, Boris, 1920-1959