El comodoro (23 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El comodoro
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—Pratt, que entiende de estos negocios más que cualquier otro hombre que yo conozca, se encargó de que sus baúles fueran distribuidos en cajas bajas marcadas como «Alambre de platino acendrado» y las llevó a un almacén de plomo, bronce y cobre que hay en el río, junto a las Irongate Stairs, donde seguirá hasta que lleve usted a cabo los arreglos pertinentes para su transporte. Quizá quiera embarcarlos, aunque por supuesto ignoro qué planes tiene. Ese buque de pertrechos del que me ha hablado, ¿se trata de un barco en toda regla o de una embarcación para la navegación en momentos de ocio?

—No es lo que un marinero describiría como barco, pero, a pesar de ser una embarcación de modestas proporciones, es capaz de llevar a cabo una circunnavegación. Dios sabe que he cargado más en menos.

* * *

Para los compañeros del doctor Maturin el hecho de cargar objetos singulares a bordo de los barcos en que navegaba no era nada nuevo: calamares gigantes de vez en cuando, o pequeños baúles tachonados de hierro que pesaban como demonios. El doctor Maturin era, y así había sido desde siempre, un caballero peculiar. Estaban acostumbrados a sus manías, pues era de todos sabido que llevaba a cabo tareas políticas y científicas en beneficio del gobierno, y aunque la presencia de los hoscos boxeadores y los antiguos corredores de Bow Street que supervisaron la operación no dejó de intrigarles un poco, no se ofendieron en absoluto, hicieron de su capa un sayo y estibaron el platino acendrado para que tan sólo hundiera una traca la popa de la goleta. Se disponían a largar amarras con las primeras luces de la mañana, cuando se descubrió que faltaba Arthur Mould.

—¿Aún no ha vuelto? —preguntó Bonden. Los demás seguidores de Seth negaron con la cabeza y se miraron la punta de los pies—. Joe —llamó Bonden al miembro más joven de la dotación—, ve a Bedmaid Lane, la primera a la izquierda corriente abajo, llama a la puerta del número seis, fíjate bien, un gran seis escrito en rojo, y pregunta allí por el señor Gideon Mould e infórmale de que la barquichuela aguarda a que su majestad se digne.

—Se digne, ¡ja, ja, ja! Muy bien, amigo —rieron varios de sus compañeros—. Qué tipo este Mould. No se le puede dejar solo.

Volvió Mould, hosco y malhumorado, sin un penique e inquieto por el eventual resultado de sus repetidas alegrías: la
Ringle
izó la cangreja, ganó avante alejándose del muelle y se llegó hasta la mitad del canal entre una marea y la otra, con viento entablado por la aleta de estribor, alentada la goleta por los berridos desaforados de un negro que gobernaba una canoa pintada de rojo:

—¡Eo! Pero, ¿qué tenemos aquí? ¡Si es un clíper de Baltimore!

Cuando todo estuvo dispuesto y el río se volvió más ancho y menos atestado, Reade encontró a Stephen en la cabina.

—¿Querría usted echarle un vistazo al cuaderno de bitácora, señor? —preguntó—. Creo haberlo escrito todo en condiciones.

—Pues a fe mía que está muy bien —admitió Stephen mientras repasaba la escritura, dispuesta en columnas con los encabezamientos correspondientes a fecha, viento y comentarios.

—Y aquí, señor, tiene usted el minuto exacto en que echamos el ancla en el Pool. Por favor, firme usted ahí mismo, en el margen, con todos los títulos y cargos que se le ocurran, y no olvide su pertenencia a la
Royal Society
. Si no, nunca me creerán.

Stephen firmó, y Reade, después de recrearse contemplando la firma durante un rato, dijo:

—¿Y acaso no nos gustaría poder hacer lo mismo en la travesía de vuelta? Oh, no, en absoluto. Aun así, ahora la goleta marcha apopada, cerca de media traca, lo que sin duda constituye todo un alivio.

—¿En qué sentido constituye eso un alivio, William?

—Vaya, señor, pues en que barloventeará un poco mejor. —Al ver la ignorancia dibujada en el rostro del doctor, añadió—: ¿No se había dado cuenta de que el viento aún sopla del oeste suroeste?

—Creí que a ese viento lo teníamos de flanco, por la parte más ancha, en nuestro través de estribor —dije Stephen—. Tuve ocasión de observarlo cuando me voló el sombrero. Aunque no me cabe la menor duda de que somos nosotros quienes hemos virado, en lugar del viento, o, como sería más adecuado, llamarlo, la tempestad. ¿Cree usted que quizá nos veamos impedidos como esos desdichados convoyes que encontramos en los Downs, afligidos y apenados?

—Oh, no, señor, espero que no. Me atrevería a decir que para entonces el viento habrá rolado, no me cabe ninguna duda, a juzgar por el hormigueo que siento en la herida.

No obstante, pese a todo el hormigueo que pudo llegar a sentir Reade, pues le habían herido en el brazo durante un combate con dyaks en las Indias Orientales y Stephen no tuvo más remedio que amputárselo, aún soplaba con fuerza del oeste suroeste cuando pasaron de nuevo por el Nore al caer la tarde. Todo el pedazo de mar que mediaba a lo largo del North Foreland y a todo lo largo y ancho de los Downs estaba moteado por las luces de posición de los barcos que permanecían ahí varados, con dos o tres cables por delante, aún impedidos por el viento, con otros muchos que se habían unido a la procesión. El viento refrescó a medida que transcurría la noche, y en mitad de la segunda guardia cuatro barcos se clavaron en las Goodwin Sands.

* * *

La semana siguiente fue una de las más desagradables que recordara Stephen. Noche tras noche se entreveía un cambio; y cada vez que se hundía el sol bajo el horizonte el cambio resultaba ser un espejismo. Durante el día había menos recalmones, que por lo general se producían al mediodía, momento que aprovechaban algunas de las embarcaciones más duras de Deal para salir, comerciar a precios de carestía con los mercantes más abrigados, y después volver a entrar, a sotavento, en Ramsgate; incluso éstas embarrancaban de vez en cuando. Unos días después de que hubiera partido la escuadra —puesto que incluso el mismo doctor Maturin era capaz de comprender que los barcos que paireaban frente a Saint Helens recibían el viento del oeste suroeste por el través, en lugar de en los dientes, como las desdichadas almas que lo sufrían en los Downs—, subió a bordo de una de esas embarcaciones de Deal para desembarcar en Ramsgate, medio dispuesto a tomar la silla de posta en dirección a Barham. Pero mientras permanecía sentado en una tienda de música, sumido en la reflexión, pensó que las incertidumbres eran muchas. Aquélla era una empresa que debía llevarse a cabo en una secuencia fluida, o con facilidad o de ninguna manera, sin titubeos ni vacilaciones. No llegaría la
Ringle
sin él vaya-usted-a—saber-cuándo, no habría locuaces e indiscretos mensajeros parloteando por ahí, no habría esperas indefinidas, ni se despertaría allá donde quiera que fuera la curiosidad pública.

—Señor, si es tan amable, mucho me temo que debo cerrar la tienda —dijo el tendero—. Hay una subasta en Deal a la que debo asistir.

—Excelente —dijo Stephen—, me llevaré ésta —dijo sosteniendo en alto la partitura de la
Symphonie funèbre
de Haydn—, si fuera usted tan amable de envolverla a conciencia; debo cabalgar de vuelta a Deal para tomar mi barco.

—En tal caso, señor, le ruego que me acompañe en mi carro. Protegeré la partitura en un hule doble y encerado, puesto que mucho me temo que tendrá usted un viaje muy mojado en el bote.

* * *

Desde ese momento hasta el sábado volvió a sus hojas de coca, convencido de que sólo el estruendo, el incesante aunque variado bramar, gemir, chillar del viento, el tronar perpetuo del mar, justificaba esa medida, aparte claro está de la inquietud mental que lo embargaba. Descubrió que todo aquello tenía un efecto del todo curioso e inesperado: mientras que desde siempre se había considerado un lector de partituras orquestales más bien ordinario y dado a titubeos, ahora era capaz de oír casi toda la orquesta tocando junta con sólo clavar la mirada en la primera página, sin llegar muy lejos de la perfección a la segunda o tercera lectura. Y, por supuesto, las hojas también procuraban lo que tanto ansiaba de ellas, pues despejaban su mente, disminuían su ansiedad y le hacían olvidarse del hambre y el sueño; pese a todo, al tercer día era consciente de la impresión que hacían esas cosas no a Stephen Maturin, sino a un hombre inferior, apático y carente de interés que, aunque en cierto modo era inteligente, no consideraba la pieza de Haydn como algo digno del adjetivo sublime.

—¿Será que me estoy volviendo un consentido? —preguntó en voz alta mientras contaba las hojas que le quedaban para averiguar la dosis que tomaba—. ¿O que tanto balanceo violento e incesante me ha provocado este cambio abismal, esta pérdida de la felicidad?

—Doctor —exclamó William Reade interrumpiendo el hilo de sus pensamientos—, esta vez creo que podemos albergar esperanzas. ¡El barómetro ha subido!

También otras embarcaciones habían reparado en ello, más de una mirada ansiosa estaba pendiente del barómetro, y ahora se percibía cierta actividad en el mar; pero el viento aún seguía siendo demasiado intenso y demasiado peligroso como para que cualquiera de los barcos, los barcos de aparejo redondo, considerasen la posibilidad de moverse en tan angostas aguas; aunque todo parecía indicar que rolaría al oeste, e incluso que rolaría al noroeste. A eso del mediodía empezó a hacer avante un barco de pasaje de una sola cubierta, observado, vigilado por las escasas embarcaciones de aparejo de velas de cuchillo que poblaban los Downs. Por breves instantes un chubasco lo ocultó de quienes observaban desde la cubierta de la
Ringle
, y cuando pasó de largo parecía marchar como un caballo desbocado: el trinquete había perdido las relingas y marchaba sin rumbo por entre las demás embarcaciones, enredándose en más de un calabrote, maldecido el barco por todos los que estaban a suficiente distancia como para hacerse oír.

En la guardia de doce a cuatro de la tarde, Bonden, que había bajado con un pretexto más o menos convincente, dijo a Reade:

—A estas alturas me atrevo a confesarle, señor, que algunos de los nuestros fueron comerciantes libres en tiempos. Por supuesto ahora se han reformado, y rechazarían burlones una barrica de brandy o un baúl de té que no hubiera pasado por la aduana; sin embargo, recuerdan perfectamente cuanto aprendieron en aquellos perros días. Mould y Vaggers estuvieron una vez en este mismo lugar sin una pizca de viento en la gavia de su goleta, y aseguran que con un viento ni a media cuarta al oeste de aquí existe un pasaje en la pleamar para una embarcación marinera. Según parece lo tomaron en una ocasión pues tenían cierta prisa: pasaron por entre Anvil y Hammer, el yunque y el martillo, franquearon los Downs y así descendieron por el canal ligeros como una pluma, y llegaron a Shelmerston al día siguiente para cenar, después de encontrarse con sus amigos frente a Griz Nez. Y su barquichuela —añadió mirando el horizonte—, no era tan marinera como la nuestra.

Reade no respondió de inmediato. Al igual que tantos otros guardiamarinas había llevado presas a los puertos; pero nunca había tenido un viaje como aquél, y mucho menos semejante embarcación. Durante media hora estuvo observando a barlovento, y cuando hubieron ganado media cuarta a su favor llamó a Mould y a Vaggers.

—Mould y Vaggers —dijo con voz profunda y en tono formal—, con este viento y en este estado de la marea, ¿se atreverían a pilotar la goleta a través del pasaje?

—Sí, señor —respondieron—, aunque tendríamos que darnos prisa: el reflujo no tardará ni media hora en empezar.

Los de la
Ringle
no perdieron el tiempo. Estaban mareados y hartos después de verse zarandeados de un costado a otro como guisantes secos en una lata, y se sentían más que dispuestos a demostrar a esos halacabullas de los Downs cómo resuelven los mejores marineros ese tipo de situaciones. Cobraron las anclas, izaron la cangreja, marearon la mayor con sus rizos y echaron a andar por entre los buques mercantes.

Mould estaba al timón, aferrado con tres vueltas a los guardines de la caña; Vaggers y dos compañeros en la escota de la mayor. Una imponente capa de aguas blancas cubría la superficie del mar, y con los primeros coletazos del reflujo los rompientes parecían ganar espacio en el borde de las arenas. Arrumbaban hacia un escollo en particular, y ya empezaba a delatarse la secuencia que le daba su nombre: una ola larga rompía a mano derecha, desprendiendo una columna de agua que, con la bajamar y con la fuerte resaca y el viento que la seguían, se esparciría a lo largo de veinte yardas por el canal, yendo a caer con seco estampido sobre las arenas llanas situadas al otro lado. Yunque. Hasta el momento, el Martillo no era sino una modesta fuente de diez pies, mas al acercarse los rostros de los hombres reflejaron la tensión, ya que inmediatamente después pasarían por un recodo en el canal que debían calibrar con un margen de error de una yarda.

Se encontraban entre el Yunque y el Martillo: la pequeña fuente se alzó, salpicando a Stephen y a Reade.

—Preparados —advirtió Mould—. Caña a sotavento. —La goleta marchó a la perfección, doblando el recodo sin un solo problema: Mould la mantuvo así, cerca del ojo del viento durante un instante en el cual cubrió terreno, y después dejó que cayera. Franqueado, habían franqueado las estrecheces, habían franqueado los Downs; a partir de entonces, para una embarcación tan marinera como la
Ringle
, con mar de sobras, tan sólo era cuestión de una docena de largos rectos para llegar a casa.

* * *

Stephen Maturin, desordenado el reloj de su estómago por el consumo de las hojas de coca —ahora, en todo caso, moderado, pues al menos era capaz de administrar la dosis a alguien en quien podía reconocerse—, entró en el comedor de Barham ya empezada la comida, lo cual equivale a decir que Clarissa había roto la cáscara del segundo huevo pasado por agua.

No era mujer dada a exclamaciones y gritos, pero reaccionó como era de esperar ante tal aparición, de modo que lanzó un considerable «¡Oh!» y rápidamente le preguntó si era él, y si había regresado, para después recuperarse, sentarse de nuevo y sugerir que debía comer algo y que no tardaría nada en prepararle una tortilla.

—Gracias, querida, ya he comido en la carretera —dijo Stephen, dándole un beso en ambas mejillas—. Qué mesa más agradable —añadió al sentarse a su lado. Había heredado de su padrino una absurda cantidad de plata, peruana en su mayor parte, sobria, casi diríase severa; de modo que un río reluciente surcaba el mantel de punta a punta.

—Es para celebrar el día en que abandoné Nueva Gales del Sur —explicó Clarissa—. ¿No querría tomar un vaso de vino, al menos?

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