El complejo de Di (3 page)

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Authors: Dai Sijie

BOOK: El complejo de Di
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—¿Es Usted médico?

—No. Interpreto los sueños. La gente que sufre me cuenta sus sueños y yo intento ayudarlos a comprenderlos.

—¡Dios mío! Nadie diría que usted se dedica a decir la buenaventura...

—¿Cómo?

—¡Que dice usted la buenaventura! —repite ella. Y, antes de que Muo pueda rechazar esa definición popular del psicoanálisis, la muchacha, señalando con el dedo una caja de cartón que hay en el portaequipajes, le explica—: Es un regalo... Un televisor chino de doce pulgadas, un Arco Iris. Mi padre quería uno más grande, japonés, por las dichosas cataratas, pero es demasiado caro.

Mientras Muo contempla, en respetuoso contrapicado, la caja del televisor, prueba de amor filial que se agita en el portaequipajes al ritmo de las sacudidas del tren, la chica suelta la escoba, saca del bolso una esterilla de bambú, la extiende debajo del banco, bosteza sin cumplidos, se quita los zapatos de caucho, los coloca al lado de los de Muo, se agacha y, con movimientos lentos, graciosos, felinos, se desliza bajo el asiento y desaparece. (Tiene que encogerse para que los pies no sobresalgan del banco. Y, a juzgar por el silencio que se apodera de la oscuridad al instante, ha debido de quedarse dormida nada más posar la cabeza en el bolso, que le sirve de almohada.)

La ingeniosa litera deja a Muo boquiabierto. Sufre por la muchacha, la compadece, casi está enamorado de ella, cegado por un arranque de piedad que conoce de sobra y que, brotando de sus ojos miopes, deposita sobre los cristales de sus gafas una especie de bruma, a través de la cual ve los pies desnudos de la muchacha, que se estiran y asoman por debajo del banco. Qué hipnótico espectáculo el de esos pies que se cruzan y se frotan uno contra otro lánguidamente cada vez que un mosquito invisible se posa en ellos... La delgadez de los tobillos, constata Muo, no deja de tener su encanto, lo mismo que los restos de esmalte coralino en las uñas de los dedos gordos, vestigios de su coquetería. Un instante después, debido a un movimiento de repliegue de las piernas, los pies sucios de la barrendera desaparecen de la vista de Muo, pero su huella queda impresa en su cerebro, donde gira y se demora hasta que el aprendiz de psicoanalista consigue completar las partes que faltan de la imagen de la muchacha tumbada en la oscuridad: las despellejadas rodillas, el arrugado pantalón, la camiseta de hombre empapada en sudor; el polvo, que se pega a la reluciente piel de su espalda, dibuja en su nuca un melancólico cuello de encaje, rodea su boca y aplica un toque de sombra de ojos bajo sus pestañas, pegadas por la transpiración.

Muo se levanta y, tras excusarse ante sus dormidos compañeros de viaje y abrirse paso entre los viajeros sentados en el pasillo, se dirige al váter. Cuando regresa, su preciado sitio, minúsculo paraíso hecho de un tercio de asiento, ha sido tomado al asalto por su vecino, el padre del mal estudiante de inglés, cuya cabeza reposa sobre la mesita plegable, en una postura tan inamovible como si le hubieran pegado dos tiros a bocajarro. El resto del asiento está ocupado por otro usurpador que, con un hilillo de baba en la comisura de los labios, tiene la cabeza apoyada en el hombro del padre de familia. En el otro extremo, el del pasillo, está sentada una campesina. Con la camisa abierta, amamanta a una criatura apretándose con la mano el turgente pecho izquierdo. Malhumorado, Muo acepta su pérdida y se sienta gruñendo en el suelo, junto a ella.

La bombilla que ilumina los torsos desnudos y a los jugadores de cartas arroja un débil rayo de luz sobre el gorrito rojo del bebé. «¿Por qué lleva eso en la cabeza, con este calor infernal? —se pregunta Muo—. ¿Estará enfermo? ¿No sabe su madre que un afamado psicoanalista dijo, refiriéndose a un hada de una leyenda europea, que “su gorro rojo no es otra cosa que el símbolo de sus menstruos”?»

En ese instante, el gorrito rojo, o la palabra «menstruos», prende una llama que incendia inmediatamente su cerebro.

«¿Será virgen la chica?»

De pronto, un trueno brama y resuena en su cabeza. Su estilográfica se cae de la mesita plegable, rebota en el suelo y, como si fuera presa de una crisis nerviosa, continúa hacia el otro extremo del pasillo, donde Muo, sin capacidad de reacción, la ve rodar y rodar, en un movimiento tan impetuoso como el del tren. Su mirada sigue clavada en el gorrito rojo del bebé. En el interior de su cabeza, Muo se oye repetir esta frase: «Es verdad; si es virgen, eso lo cambia todo.»

La criatura aprieta los párpados, abre de par en par la boca, manchada de leche, y rompe a llorar.

A Muo le horrorizan los berrinches infantiles. Aparta los ojos. Contempla las sombras que se desplazan de rostro en rostro dentro del coche, las palpitantes luces que se suceden en el exterior, una gasolinera desierta, una calle flanqueada de tiendas con escaparates ciegos, edificios en construcción rodeados de andamios de bambú que se van estrechando conforme ascienden hacia el cielo.

El bebé del gorrito rojo, que se ha cansado de llorar, se inclina hacia Muo y lo golpea en la cara con su caprichoso e inocente puño; la madre, agotada y somnolienta, lo deja hacer. Muo recibe los golpes sin intentar esquivarlos, mientras sigue con la mirada la lata de cerveza que hace un rato rodaba entre los jugadores de cartas y ahora atraviesa el vagón, cruza un charquito de agua, o de pipí de niño, rodea un enorme escupitajo y se detiene frente a él, tan cerca que a pesar de la escasa luz, Muo puede distinguir una rajita en la pared de hojalata. Un soplo de aire caliente le acaricia el cuello y vuelve la cabeza, soltándose de los brazos maternos, el bebé se le acerca, hunde la naricilla en su nuca y la olfatea como si buscara algún olor en ella. Luego, le lanza una mirada recelosa, casi hostil, arruga a la minúscula nariz y reanuda su inspección olfativa.

¡Qué horror! Estornuda y vuelve a llorar.

Esta vez llora con ganas, a pleno pulmón, soltando gritos tremendos y desgarradores. De pronto, un escalofrío recorre la espina dorsal de Muo, que es presa de la angustia cuando su mirada se encuentra con la del bebé, severa, acusadora, como si la criatura comprendiera lo que se esconde en el fondo del cerebro de Muo, ese extraño provecto, o más bien ese extraño delirio de encontrar a una joven virgen para conseguir el fin al que se ha consagrado, un fin que un día podría provocar la estupefacción general.

Con un movimiento brusco, Muo le vuelve la espalda para ahuyentar esas ideas, que amenazan con desorientarlo y quebrantar su determinación de médico de las Almas.

Perseguido por el llanto del bebe, se desliza a cuatro patas bajo el duro asiento, sumido en una oscuridad impenetrable. Al instante, lo asalta la sensación de haberse quedado ciego. Envuelto en repugnantes efluvios, tiene que taparse la nariz por miedo a asfixiarse. Durante unos segundos recuerda olores de hace mucho tiempos de su infancia al comienzo de la Revolución Cultural, cuando bajaba al subterráneo en el que permanecían encerrados su abuelo, pastor cristiano (no es de extrañar que la sangre del Salvador corra por sus venas), y otros prisioneros: el hedor a orines, sudor agrio, suciedad, humedad, a cerrado y también a putrefacción de los cadáveres de las ratas que cubrían los estrechos peldaños de la escalera y con los que tropezaba constantemente. Ahora comprende por qué la ex vendedora de Pingxiang ha barrido bajo el banco tan cuidadosamente antes de meterse dentro, y no se atreve a imaginar la fetidez que habría reinado allí sin tan escrupulosa limpieza.

Geográficamente hablando, el microcosmos underground no es tan pequeño como lo había imaginado. En compensación a la escasa altura, el espacio corresponde al de dos bancos: el de Muo y los dos usurpadores, y el de detrás, sujeto al primero mediante un respaldo común. La iluminación, a derecha e izquierda, es mortecina, vaga, cien veces más débil que fuera, insuficiente para ver con claridad; pero Muo siente instintivamente la presencia del cuerpo de la bella durmiente, extendido en el suelo como un montón de ropa o de hojas secas.

No lamenta haber dejado las cerillas en la mesita plegable, ni el encendedor en la maleta encadenada al portaequipajes. Se las arreglará sin echar demasiado de menos la luz. La oscuridad que lo envuelve le parece misteriosa, acogedora, romántica, casi sensual. Tiene la divertida sensación de ser un aventurero que avanza a tientas por un pasadizo secreto, bajo una pirámide o en una vieja cloaca romana, en busca de algún tesoro.

Por costumbre, antes de meterse del todo, comprueba con un gesto mecánico que el dinero sigue en su calzoncillo, y el permiso de residencia francés en el bolsillo interior de su chaqueta.

Centímetro a centímetro, avanza reptando en sentido oblicuo, con una ceguera temporal de la que cree poder sacar partido, un inconveniente que tal vez se convierta en ventaja. De pronto, con un ruido sordo, algo —sin duda, la huesuda rodilla de la chica— le golpea el rostro y le hunde las gafas en el hueso de la nariz. Un dolor espantoso le arranca un grito y hace que el oscuro mundo
underground
le parezca aún más oscuro.

El grito del Salvador romántico no provoca ninguna reacción en la bella durmiente.

—Escucha, muchacha. —Su voz, baja, sincera, de nieto de pastor, resuena en la oscuridad—. No tengas miedo. Soy el psicoanalista con el que has hablado hace un rato. Me interesas. Me gustaría que me contaras uno de tus sueños, si te acuerdas de alguno. Si no, dibújame un árbol... No importa cómo sea, grande o pequeño, con hojas o sin ellas... Yo interpretaré tu dibujo y te diré si has perdido o no la virginidad.

A cuatro patas, Muo hace una pausa y espera la reacción de la chica rumiando lo que acaba de decir. Está bastante satisfecho del tono perentorio que ha utilizado para hablarle de su virginidad, y cree haber disimulado bastante bien su propia inexperiencia sexual.

La muchacha sigue sin decir palabra. En la oscuridad, Muo siente que sus dedos entran en contacto con uno de los pies descalzos de la chica, y el corazón empieza a palpitarle con fuerza. Envuelve ese pie invisible en una mirada afectuosa.

—Sé que me oyes —continúa Muo—, aunque no me hayas respondido. Supongo que mi proposición te ha desconcertado. Lo entiendo, y creo que se impone una explicación: la interpretación de un dibujo no es ni una patraña de charlatán ni un invento personal. Lo aprendí en Francia, en París, en una conferencia organizada por el Ministerio de Educación francés. Aún me acuerdo de los árboles que garabatearon un chico y dos chicas, más jóvenes que tú, víctimas de agresiones sexuales. Arboles negros, húmedos, enormes, de una violencia inaudita, como brazos amenazadores, peludos, erguidos en una especie de tierra de nadie.

Mientras habla, siente que su peor enemigo —su propio subconsciente o su superego, dos conceptos inventados por Freud— surge violentamente, dispuesto a hacer estragos en su cabeza. Acaricia el pie invisible, frío pero sedoso. Explora el delicado relieve, palpa la huesuda arista, que parece temblar bajo el contacto de sus dedos... Por último, posa la mano en el tobillo, tan delgado, tan frágil, y, al sentir la delicada vibración de un pequeño hueso, su sexo se endurece.

En la casi total oscuridad, ese pie, que no ve, adquiere otra dimensión. Cuanto más lo toca, más se transforma su sustancia, y, poco a poco, su esencia, su naturaleza se superpone a la de otro pie con el que Muo el Salvador topó veinte años atrás, como tantas veces confesó a su psicoanalista (que, sin embargo, cometió el error de minusvalorar esa pista, para privilegiar la de la infancia).

Era un día de primavera, a comienzos de los años ochenta. Escenario: el oscuro y bullicioso comedor de una universidad china, abarrotado por miles de estudiantes, todos ellos con cuencos esmaltados y juegos de palillos en las manos. El altavoz aullaba poemas en loor de la nueva política del gobierno. Todos hacían cola. Ante cada una de las veinte cochambrosas ventanillas, una larga, interminable columna de negras cabezas flotaba en una bruma vaporosa y un ambiente de disciplinada formalidad. Tras una rápida ojeada a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, Muo dejó caer un vale de comida lleno de manchas de salsa de soja, grasa y gotas de sopa. En la confusión general, el vale salió volando y aterrizó, «casualmente», junto a los zapatos de una estudiante, contra los que el sol, que se colaba por los cristales rotos de una ventana enrejada, disparaba sus flechas. Los zapatos de terciopelo negro, suelas finas como hojas de papel, desvelaban la arista del pie y unos calcetines cortos color blanco. Con el corazón palpitante como el de un ladrón, Muo se agachó ante aquellos pies medio ocultos tras los especiados vapores de la cocina y extendió la mano hacia el vale. Al cogerlo, rozó con las puntas de los dedos los zapatos de terciopelo y vibró al sentir un dulce calor a través de los calcetines blancos.

Luego, levantó la cabeza y, en la neblina del comedor, vio que la estudiante le lanzaba una mirada en la que no había ni curiosidad ni sorpresa. Le sonreía, con una complacencia turbadora.

Era ella, H. C., su compañera de clase, especializada como él en el estudio de los textos clásicos. (H. es su apellido, compuesto por un ideograma cuya parte izquierda significa «antiguo» o «viejo» y cuya parte derecha significa «luna», En cuanto a su nombre, C., también consta de dos partes; la izquierda quiere decir «fuego» y la derecha, «montaña» Jamás ha habido nombre tan cargado de soledad: «Volcán de la Vieja Luna.» Pero tampoco lo ha habido tan dotado de gráfica belleza magia sonora. Aún hoy, Muo se derrite apenas pronuncia esas dos palabras.)

Por segunda vez, soltó el vale, que cayó al suelo en el mismo sitio que la anterior, Y, por segunda vez, al recogerlo, sintió en la punta de los dedos los largos y móviles dedos de la chica, ocultos bajo el terciopelo negro.

En la oscuridad, los crujidos del suelo se suavizan y los chirridos de las ruedas del tren se atenúan, en el mismo instante en que en Muo se produce una reacción que le arranca un gemido, mitad de éxtasis, mitad de sufrimiento y vergüenza: un chorro ardiente brota de su entrepierna y le moja el calzoncillo y el pantalón, aunque por fortuna respeta el bolsillo en el que tan celosamente guarda su dinero.

El tren se detiene. Desde el andén, haces de luz temblorosa iluminan el coche y penetran parcialmente bajo el banco. En ese momento, Muo se queda estupefacto al ver que el pie que no ha parado de acariciar, la causa de su vergüenza, no es otra cosa que el palo de la escoba, abandonada en la oscuridad.

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