Authors: Dai Sijie
¡Din don, la campana de la ermita!
¡Adiós, madre querida!
Enterradme en el viejo camposanto,
donde yace el mayor de mis hermanos.
Que mi ataúd sea negro
y seis ángeles lo sigan,
dos que canten, dos que recen
y dos que mi alma se lleven.
Como por milagro, el rostro de la madre de Jian recuperó poco a poco el tono sonrosado, gracias al fluido que la roñosa bomba, accionada por él, hacía circular por sus venas. Olvidándose del poema de Joyce, Jian había ocupado mi lugar. Yo me puse a limpiarle los dientes a la muerta; recuerdo que tenía los dos incisivos superiores un poco separados exactamente como su hijo. En menos de una hora, la relajación de los músculos del mentón, y luego de las manos, desapareció. Ya no tenía aquella mueca de sufrimiento; estaba tranquila como el cielo después de una tormenta. Había recuperado su serenidad de lingüista, y la disfrutaba. El dialecto de la tribu chinobirmana había dejado de torturarla. Sus facciones volvían a ser agradables, y su hijo juzgó que nos invitaban a embellecerlas aún más. Yo dije que de acuerdo, y él se fue a buscar el estuche de maquillaje de su madre. Me quedé sola en compañía de aquella mujer. La contemplé largo rato y luego me quedé dormida. Cuando desperté, estaba lloviendo. No sé qué pasó mientras dormía, pero algo había cambiado en mí. Todo me parecía amable. Hasta el ruido de la lluvia se me antojaba musical. Me entraron ganas de entonar un canto de plañidera, un canto muy antiguo que brotó de mi memoria, me llenó la cabeza y me acudió a los labios. Cuando se tiene un trabajo como el mío, no falta ocasión de oír cantos fúnebres, ¿sabes? Conozco unos cuantos. Así que estuve cantando hasta que volvió Jian. Mi canto le pareció magnífico, sobre todo la cadencia, que calificó de luminosa y radiante. Me hizo cantar otros. Luego, abrió un estuche de cuero negro charolado, del que, sin dejar de cantar saqué un lápiz de ojos para resaltar los párpados de su madre con un ligero trazo, leve como una caricia, tras lo cual le apliqué un brillante rojo coral en los labios y le peiné las pestañas con un rímel francés. Por último, Jian le puso un collar de oro del que pendía un zafiro. Su madre estaba sonriente, y hermosa a su manera.
—Creo que ese día sintió un flechazo por ti.
—Yo también lo creí; pero, en definitiva, sabes tan bien como yo señor psicoanalista, que un homosexual no puede hacer el amor con una mujer. De lo contrario, no se habría arrojado por una ventana en nuestra noche de bodas y yo no estaría viuda, viuda y aún virgen.
—Puede ser.
—Y ése es el drama.
La sesión de psicoanálisis por teléfono termina a medianoche. ¡Bueno, parece que los meses que lleva peinando esa inmensa provincia del sudoeste de China no han sido en vano! A lo largo de las numerosas entrevistas del siniestro casting, ante timadoras o prostitutas disfrazadas de inocentes jovencitas, tenía la sensación de haber penetrado en un túnel sin fin en el que, sucesivamente, había sido víctima del robo de una maleta en un tren, una pitillera en un mercado, un reloj en un pequeño hotel y una cazadora en un karaoke. Al fin, la confesión de su antigua vecina la Embalsamadora, que aún no ha perdido la virginidad, enciende una luz de esperanza.
Súbitamente, tras colgar el auricular, Muo toma impulso y salta hacia atrás. Envuelto en una nube de felicidad, su cuerpo se eleva, se eleva y, al aterrizar en la cama, se hace daño en los riñones, pues se golpea en la espalda con un objeto duro, que aplasta y rompe. Es una tetera de porcelana que ha comprado ese mismo día. Pero el accidente no consigue quitarle el buen humor. Se acuerda de Michel su asexuado psicoanalista francés, que parece un francés corriente de una película francesa corriente, que, cuando quiere manifestar su alegría, baja al bar de la esquina e invita a una ronda a todo el mundo. Muo decide imitarlo, pese a lo avanzado de la hora. Se viste y sale. En la escalera del hotel, que no tiene ninguna ventana al exterior, suena, por primera vez, una canción de Serge Gainsbourg, silbada por él.
—¡Viva el amor! —exclama dejando sobre el mostrador la llave de la habitación, de la que pende un llavero de madera tallada y numerada, y lanzando un beso de adiós al recepcionista con la punta de los dedos.
(Éste, un estudiante que trabaja en el hotel por la noche y durante los fines de semana, pasa diariamente, a las once en punto, por todas las habitaciones para ofrecer prostitutas a los clientes. Se oye el ruido de sus Nike, que se detienen ante las puertas para golpearlas con un dedo, como si fueran el teclado de un ordenador, y su voz juvenil, que anuncia: «¡Es el amor, que pasa!» Ha sido el más culto e ineficaz de los guías indígenas de Muo en su tenebrosa y ardua búsqueda de una virgen.)
Nuestro psicoanalista sale a la arteria principal de la ciudad, en la que las farolas, por economía, permanecen apagadas. Las peluquerías, sin embargo, están en plena actividad, con sus neones de crudas luces azules, rosas o multicolores, y sus chicas, oficialmente declaradas como peluqueras, que permanecen de pie en las puertas o sentadas en sofás ante televisores encendidos, muy maquilladas y en ajustados sujetadores y bragas. Ven pasar a Muo, lo llaman, lo invitan, lo provocan con acentos de lejanas provincias y poses lascivas... También permanecen abiertos un restaurante y dos farmacias especializadas en la venta de afrodisíacos, cuyos escaparates, astutamente iluminados, exhiben serpientes vivas enroscadas sobre sí mismas, caparazones de cangrejo, falsos cuernos de ciervo y rinoceronte, raíces de extrañas plantas y ginsengs de largos pelos. Más adelante, nuevos salones de peluquería, con sus correspondientes neones y sus pupilas jalonan la calle desierta y el paseo nocturno de Muo. Al final de la arteria se alzan los hornos de una fábrica de ladrillos privada, que ha prosperado favorecida por el reciente boom inmobiliario. Las encorvadas siluetas de los obreros se recortan a la luz de la luna y, como hormigas, cargan o descargan ladrillos, salen de las profundas fauces de los hornos empujando carretillas, respiran retoman en sentido contrario el negro y trillado camino y vuelven a ser engullidos por los hornos, sobre los que las volutas de humo blanco giran y desaparecen en la noche.
Muo entra en la casa de té que hay enfrente de la fábrica. Ya estuvo en ella la semana pasada, con uno de sus guías locales, en el curso de su estéril búsqueda. Le gusta su inclinada cubierta de tejas, sus pequeños patios descubiertos, sus mesas bajas de madera, sus sillas de bambú, que crujen perezosamente su suelo de negra y húmeda tierra batida, cubierto de colillas y cáscaras de cacahuetes y pipas, y su olor dulzón y familiar, que le recuerda el país de su infancia. El momento que más saborea es cuando llega el camarero para servirle el té en una tetera de cobre que tiene un pico fino y brillante de un metro de largo por el que vierte, como cascada caída del cielo, un chorro de agua hirviendo en un cuenco de porcelana colocado sobre un platillo de hierro; lo llena hasta el borde sin derramar una gota y, con la punta de los dedos, lo cubre con una tapadera de porcelana blanca. Pero, en esta su segunda visita, Muo se lleva un chasco: la casa de té se ha transformado en sala de billar saturada de humo y atestada de gente que tan pronto permanece oculta en las sombras como sale a la luz para inclinarse sobre el verde tapete y golpear las bolas de marfil, que chocan, rebotan en las bandas y vuelven a chocar bajo las grandes pantallas suspendidas del techo. Muo tiene la sensación de estar en el Lejano Oeste de una mala película estadounidense de bajo presupuesto de los sesenta. Todo es falso, mal interpretado, mal iluminado; incluso el ruido de las bolas al entrechocar suena hueco, vulgar, y hace pensar en los efectos de sonido de un estudio de tercera. Muo se acerca a la barra con los andares de un Clint Eastwood. Por una vez en su vida, le apetece ser rumboso, hacer una locura, invitar a todo el mundo y brindar, no por su salud, sino por la del «imperialismo americano», así que pregunta al camarero por el precio de las consumiciones. Aunque la tarifa de los licores es razonable, Muo se asusta y pregunta por el precio de la cerveza local, mientras cuenta a los jugadores de billar. Espeluznado por el cómputo, desaparece sin probar una gota antes de que el barman pueda darle una respuesta.
—Mi querido Volcán de la Vieja Luna, por ti seré sensato y ahorrativo, te lo prometo —dice en voz alta, muerto de sed y con el estómago vacío, mientras se dirige hacia el mar, que está a las afueras, procurando no pisar los montones de desperdicios mojados.
Cruza un puente y bordea un río de aguas oscuras que discurre perezosamente bajo el plateado disco de la luna y el firmamento antracita. Aunque todavía no ve la Bahía de los Cangrejos, ya percibe el olor del mar. Un olor frío. Un olor extraño y familiar a un tiempo, un aliento femenino transportado por las ráfagas de un viento fresco, cortante. A un lado están las casas, o más bien los chamizos elevados sobre pilotes de los pescadores de cangrejos llegados de pueblos pobres. Llantos infantiles. Tristes ladridos de perros vagabundos. El viento se suaviza. Una mariposa nocturna se pierde en un inextricable dédalo de redes puestas a secar en la playa. Muo se acerca, se agacha y avanza a cuatro patas sobre ellas. Presa del pánico, la delicada criatura tiembla y agita las purpúreas alas veteadas de gris con un ruido de crepitación. La angustia recorre su ahusado cuerpecillo que palpita en un pliegue de la red.
—No tengas miedo, mi pobre amiga —le dice Mou al insecto—. Hace unas horas, yo era como tú. También he tenido que salir de una madeja de oscuros hilos astutamente enredados. Los de la justicia china.
Libera a la mariposa y sonríe al verla desaparecer con un leve zumbido, cual minúsculo helicóptero.
«A unos miles de kilómetros —se dice Muo—, otra delicada criatura, mi Volcán de la Vieja Luna, duerme en una celda. ¿Cómo duermes, tú que siempre has tenido problemas de sueño? ¿En un jergón de paja? ¿Con una camisa a rayas de presidiaria?»
Con las mejillas encendidas y la sangre hirviéndole en la cabeza, Muo se quita los zapatos. Tiene los pies ardiendo. Camina por la granulosa arena y luego chapotea en un charco de agua gris, junto a la desembocadura del río. Se moja la cara. El agua está tibia. Vuelve sobre sus pasos, se desnuda, sin olvidarse de quitarse el reloj, que envuelve con uno de los calcetines y guarda en el interior de un zapato. Luego, con el rebujo de ropa en los esmirriados brazos, se dirige hacia una roca. Las algas, que ondulan como esmeraldas oscuras, crujen bajo sus pasos. Puntiagudos guijarros se le clavan en los pies. El viento marino viene a su encuentro, lo hace vacilar y a punto está de arrancarle las gafas, pero contribuye a calmar el ardor de su sangre. Muo avanza con precaución Sabe que los cangrejos están allí, monstruosos armados de mandíbulas y gigantescas pinzas, famosos por su carne blanca y sus virtudes afrodisíacas pero ocultos, invisibles. Están allí, bajo el agua, en la pegajosa arena, debajo de las piedras, al acecho de sus pies, siguiéndolos entre las rocas bajas, observándolos desde los agujeros llenos de agua estancada de los escollos, y Muo cree oírlos discutir entre murmullos la estrategia de un ataque inminente.
«Algún día, cuando Volcán de la Vieja Luna salga de prisión la traeré aquí —se dice Muo—. La sentaré en un gran flotador, que empujaré para que los cangrejos no puedan picarle los pies. Ya veo esos pies desnudos, nobles, hermosos, sobre los que la arena y los trocitos de concha formarán una fina costra. Ya la oigo lanzando estridentes gritos de alegría, que resonarán en los senos de las olas. ¡Qué bonito será verla disfrutar de nuevo de la libertad, agarrarse a la circunferencia negra del neumático, que se hundirá y resurgirá con el reflujo de la espumosa marea! Ella traerá su cámara y hará fotos de los pescadores, de sus tareas, de su miserable vida cotidiana, la más pobre de China, por no decir del mundo. Y yo anotaré sus sueños, los de los adultos y también los de los niños. Les explicaré la teoría de Freud, sobre todo su quintaesencia, el complejo de Edipo, y nos divertiremos viéndolos gritar de sorpresa y menear sus atezadas cabezas.»
Aquí y allí, sobre la superficie del mar, Muo cree ver luciérnagas flotando lánguidamente al ritmo de las olas. Pero no, son barcas de madera, minúsculos botes de dos plazas, más oscuros que la noche, con una lámpara de acetileno suspendida sobre la cabeza del remero, cuyo compañero lanza las redes al agua. Las siluetas de sus cuerpos tan pronto se difuminan como destacan, al capricho de las olas, que ascienden y estallan, mugiendo y bramando, y luego, fatigadas, caen y se alejan. La calma. El murmullo, el suspiro del agua. Para los pescadores, es el momento de recoger las redes.
En tierra firme, Muo oye un ruido de motor a sus espaldas. Un autobús de turistas hace su aparición. Hombres y mujeres bajan a la playa, sin duda con la exclusiva intención de probar los cangrejos. Apenas ponen el pie en la arena, un individuo grita que quieren cangrejos, y cuanto más pequeños mejor, son los que tienen la carne más blanca y afrodisíaca. ¿Será el intérprete? ¿Serán turistas japoneses? ¿Taiwaneses? ¿Hongkoneses? Un restaurante al aire libre enciende las luces. A toda prisa, unos chicos sacan mesas y sillas de plástico y las colocan frente al mar, bajo bombillas desnudas y coloreadas. Los chicos, sin duda pinches de cocina, se acercan al borde del agua y gritan hacia las barcas de los pescadores, a los que piden cangrejos recién capturados. Al principio, en el guirigay de voces y exclamaciones Muo no acierta a identificar la nacionalidad de los turistas de medianoche. Pero cuando, una vez acomodados, empiezan a jugar al
mah-jong
en todas las mesas, comprende que son chinos. El imperio del
mah-jong
. Mil millones de aficionados. Nadie más que ellos, decididos a no aburrirse un minuto, podía ponerse a jugar al
mah-jong
mientras esperan que los cangrejos cuezan al vapor. La hipótesis de Muo se confirma cuando oye a uno de los recién llegados, sentado junto al autobús vacío, sin duda el chófer, tocar una canción revolucionaria china de los años sesenta con una armónica.
En tu prisión no hay armónicas. Está prohibido. Tampoco hay carne de cangrejo; sólo trozos de carne de cerdo, del grosor de la uña de un pulgar, dos veces por semana, enterrados bajo hojas de grasienta col los miércoles y flotando solitariamente en la superficie de una sopa de col los sábados. Siempre col, col hervida col salteada en aceite. Col con especias. Col marinada, Col podrida. Col agusanada. Col con tierra. Col con pelos de Dios sabe quién. Col con clavos roñosos. La sempiterna col. Tampoco hay
mah-jong
. Cuando Visité la cárcel, me dijiste que el único juego que se practica en tu celda es «el pipí de la señora Tang», así llamado en honor de una médica condenada por homicidio involuntario que tiene dificultades para orinar debido a una enfermedad venérea. Cada vez que se sienta en el cubo higiénico común, sus compañeras de celda, nerviosas, inflamadas por la pasión del juego, esperan que el ambarino y oloroso líquido salga de su torturada vegija haciendo apuestas sobre la desobediencia de su uretra. (En la mayoría de las ocasiones, apuestan trozos de la susodicha, preciadísima carne de cerdo.) Silencio. Tensión. Cuando la tentativa fracasa y la señora Tang no consigue orinar, las que han apostado que no lo lograría dan saltos de loca alegría, babeando como si ya tuvieran los trozos de carne en la boca. En cuanto a las otras, las que habían tomado el partido contrario, se levantan, se acercan a la señora Tang y forman un asfixiante corro a su alrededor, gritando: «Vamos! ¡Empuja! ¡Relaja los esfínteres!», como si estuviera a punto de dar a luz. Con lágrimas en los ojos, la aludida gime. Grita. Y, cuando unas gotas caen resonando en el cubo, el ruido, aunque muy débil, anuncia que Dios ha cambiado de campo y decidido conceder una felicidad provisional a las unas y sumir a las otras en un súbito desengaño. La primera vez que te visité y me condujeron al interior de la prisión, recuerdo cómo me estremecí cuando, al levantar la cabeza, vi unos caracteres enormes trazados con pintura negra en un muro largo, muy largo, blanco y coronado de alambre espinoso: «¿QUIÉN ERES? ¿DÓNDE ESTÁS? ¿QUÉ HACES AQUÍ?» (Eres mi Volcán de la Vieja Luna, treinta y seis años, soltera, la fotógrafa que vendió a la prensa europea imágenes tomadas a escondidas de las torturas practicadas por policías chinos. Estás en la prisión de mujeres de la ciudad de Chengdu. Y esperas la sentencia del tribunal.)