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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (23 page)

BOOK: El conquistador
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Maoni le sugirió a Quetza que, perdido por perdido, organizaran un plan de rebelión y fuga; le hizo ver a su jefe que si habían sido capaces de surcar los mares y superar todas las adversidades que les deparó la travesía, podían doblegar a sus captores como guerreros que eran. Los mexicas habían vivido la mayor parte su vida en una cárcel más sombría que aquélla y los huastecas eran cautivos en su propia tierra hacía mucho tiempo. De manera que nadie podía mostrarse sorprendido, ni menos aún desesperado, ante una circunstancia que le era casi natural. De hecho, todos ellos habían protagonizado revueltas, fugas y motines. Quetza le dijo a Maoni que, bajo otras circunstancias, ya hubiese dado la orden para que se rebelaran, pero le hizo ver a su segundo que los nativos tenían a Keiko de rehén y que ante el menor intento de fuga, sin duda la utilizarían como pieza de cambio para disuadirlos. Entonces, luego de un largo silencio, el más viejo de los tripulantes mexicas dijo lo que todos pensaban: entendían lo que sentía por la niña de Cipango, pero ella no era parte de la tripulación. Él, como capitán de la escuadra, no podía traicionarlos por una mujer. No tenía derecho a supeditar los altos intereses de Tenochtitlan por asuntos sentimentales. Le dijo que los dioses no perdonarían su egoísmo, si, por ir detrás de una muchacha, desobedecía el mandato de su
tlatoani
. Quetza escuchó con la cabeza gacha. Cuando el subordinado terminó su discurso, el joven capitán se puso de pie y, furioso como nadie lo había visto antes, lo tomó del cuello con una fuerza tal que llegó a levantarlo en vilo. Para que nadie tuviese dudas de que él seguía siendo el capitán y que no estaba dispuesto a tolerar una insubordinación, se dirigió a toda su tripulación mirando alternativamente a cada uno de sus hombres. Con las venas del cuello inflamadas, les dijo que el rescate de Keiko no se trataba de una cuestión sentimental, sino de un asunto militar. Les recordó que si ahora sabían cómo era la Tierra, era gracias a los mapas que había trazado Keiko. La vida de la niña de Cipango no era un capricho de un hombre enamorado, sino una razón de Estado: ella conocía, quizá como nadie, la ruta que conducía al Oriente Extremo y en sus manos estaban las llaves de las míticas tierras de Aztlan, lugar del origen de todos los pueblos del valle de Anáhuac.

Entonces Quetza creyó que era ése el momento de revelar sus planes a la tripulación. Un poco más calmo, pero aún con el pecho convulsionado por la ira, les dijo a todos lo que ni siquiera le había confesado a su segundo, Maoni: no volverían a Tenochtitlan por la misma ruta por la que habían llegado a España, sino que seguirían navegando hacia el Levante; irían hasta Aztlan y harían el mismo camino que hiciera el sacerdote Tenoch para llegar hasta el valle de Anáhuac. Y no podrían hacer la travesía sin la guía de Keiko. De manera que, tal como pedían, dijo Quetza, quizá lo más sensato fuese organizar un plan de fuga, siempre y cuando el propósito último fuese conseguir la liberación de Keiko. No esperó a que sus hombres le manifestaran su acuerdo: era una orden.

Del otro lado de la reja había dos guardias armados con sables, que vigilaban la celda. Ninguno de los mexicas había podido ocultar en sus ropas ni siquiera una punta de obsidiana. Habían sido despojados de cuanta cosa pudiese resultar punzante o contundente: brazaletes, collares y piedras les fueron incautados. Por otra parte, ambos guardias, sentados a más de diez pasos de la reja, estaban fuera del alcance de los presos. Ni siquiera se acercaban para traerles agua y comida: hacían esto arrimando un cuenco y una fuente repleta de pan ácimo y granos con una suerte de pala provista de un mango, equivalente a dos brazos de largo. De modo que los presos estaban completamente inermes y no tenían forma de hacer contacto con los guardias. O al menos, así lo creían los nativos.

Quetza señaló los labios de Tlantli Coyotl, un muchacho muy delgado que tenía una boca desmesurada, y no hizo falta que le hablara para que entendiera el plan: asintió sonriente mostrando su dentadura temible de animal salvaje. Tlantli Coyotl significaba «dientes de Coyote» y no era este nombre metafórico. Para asombro de los desprevenidos, el chico se quitó entera la dentadura superior, que estaba hecha con auténticos colmillos de coyote engarzados en una falsa encía de cerámica, que encajaba sobre la quijada. Quitó dos de los afiladísimos dientes de la cuña, los puso en la palma de su mano y volvió a colocarse el resto de la dentadura. Lo que hizo luego impresionó aún más a quienes no conocían sus secretos: se llevó las manos hacia el soporte del cuello y, a través de un orificio en la piel, comenzó a extraerse, lentamente, el hueso de la clavícula. Cuando lo hubo sacado por completo, los demás pudieron ver que el hueso estaba ahuecado en su centro. Entonces tomó uno de los colmillos y lo introdujo dentro de la falsa clavícula que ocultaba bajo el pellejo, resultando el diámetro de uno perfectamente coincidente con el de la otra. Ahora tenía una mortífera cerbatana. Sólo había que esperar que el guardia que tenía las llaves se acercara un poco para arrimarles agua y comida.

Pasaron varias horas hasta que esto sucedió. El hombre avanzó unos pasos y, a prudente distancia, se detuvo, cargó los víveres en aquella suerte de bandeja y, echando levemente el cuerpo hacia delante, la empujó con el mango. En el mismo momento en que el guardia inclinó el cuerpo, Tlantli Coyotl sopló con fuerza y el colmillo, afiladísimo, se incrustó en medio de la garganta del hombre que, azul de asfixia, cayó cuan largo era. En el preciso instante en que el otro nativo se levantó para auxiliar a su compañero caído, recibió e| segundo colmillo cerca de la nuez. El primer tiro fue preciso: al muchacho no le preocupaba su puntería —jamás fallaba—, sino el momento: el guardia no debía caer ni para atrás ni para un costado, sino para adelante, de otro modo no podrían alcanzarlo para quitarle las llaves. Y así sucedió. Estirando mucho los brazos pudieron tomarlo por los cabellos y acercarlo hasta la reja para quitar las llaves que pendían de su cuello perforado por el diente.

Una vez fuera de la celda, tomaron los sables de los guardias y todas las armas que encontraron a su paso. Avanzaron por un corredor y, con la misma llave, abrieron las puertas de las demás celdas liberando a todos los prisioneros nativos. El propósito de soltar a todos los presos era crear la mayor confusión a la hora de salir del edificio, haciendo que, en su huida desordenada, les sirvieran de vanguardia y retaguardia. Tal como supuso Quetza, en el exterior había muchos más guardias custodiando las puertas y, al ver la estampida, la emprendieron con sus armas sin discriminar quién era quién. Así, en medio del tumulto, los mexicas consiguieron escapar entre la multitud de incautos nativos que intentaban fugarse y, sin plan ni método, caían a manos de los soldados.

Ocultos en un pequeño establo en las afueras de
Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli
, tal el nombre con que Quetza había bautizado a Marsella, el ejército mexica deliberaba sobre el modo en que habrían de rescatar a Keiko del cautiverio del cacique y luego recuperar sus barcos para continuar el periplo hacia las tierras de Aztlan.

18. PRIMERA BATALLA

Fue una lucha heroica. Aquel puñado de hombres armados sólo con espadas, cerbatanas, palos afilados, arcos y flechas construidos con los elementos que encontraron en la campiña, tomó por asalto el palacio del cacique de Marsella. No entraron arrasando ni derribando muros y portones, como hacían los ejércitos cuyas tropas se contaban por miles. Lo hicieron con el sigilo de los felinos y la sutileza de los pájaros. El clan de los caballeros Jaguar y el de los caballeros Águila acababa de posar sus garras silenciosas en el Nuevo Mundo. Fue aquella la primera operación militar del ejército mexica. Tan importante como las armas eran para ellos los atuendos. Un guerrero no sólo debía ser temible: antes, debía parecerlo; sabían que el miedo, para que se instalara en el alma, debía entrar por los ojos. Con cortezas de abetos tallaron las máscaras que cubrían sus rostros. Ennegrecieron sus cuerpos con barro y humo y así, sombras entre las sombras, primero redujeron a los guardias del palacio y luego treparon las altas murallas como felinos y se elevaron como pájaros. Los caballeros Águila saltaban impulsándose con sus lanzas a guisa de pértiga.

Sin que el cacique de Marsella lo sospechara, mientras bebía vino junto al fuego del hogar, rodeado por sus hombres de confianza, la protección del edificio ya había sido sordamente quebrada a merced de los soldados mexicas. Después de haber interrogado sin éxito a Keiko, ante el cerrado mutismo de la muchacha, el cacique decidió que tenía mejores planes para con ella. Poco le interesaba ya saber quién era y de dónde había venido, si era cautiva o cómplice de aquellos ladrones de barcos que, de seguro, ya la habían abandonado luego de huir de la cárcel. Después de todo, Marsella era uno de los puertos con mayor tráfico del Mediterráneo y era frecuente que llegaran toda clase de bandidos desde los lugares más lejanos. Lo único cierto era que aquella niña misteriosa era en verdad hermosa y nadie reclamaba por ella. Y a medida que el vino se iba metiendo en la sangre del cacique, menos le interesaba el enigma y más la certeza de aquella carne joven envuelta en esa piel tersa y exótica. Por otra parte, el cacique se caracterizaba por ser un hombre generoso, siempre dispuesto a compartir los placeres con sus amigos y allegados. Y así, acalorados todos por el fuego y el alcohol, le ordenaron a la niña de Cipango que se desnudara. Pero tuvieron que hacerlo ellos mismos, ya que Keiko se resistió con todas sus fuerzas. Los hombres parecían disfrutar mientras veían cómo se revolvía intentando alejarlos como un pequeño animal acorralado. Procedían con la impunidad que les otorgaba el hecho de creerse protegidos, poderosos y dueños de la vida y de la muerte. Pero ignoraban que el palacio ya estaba invadido. Jugaban como un grupo de gatos con un pobre ratón, pero no sabían que había coyotes al acecho.

En el mismo momento en que aquel grupo de salvajes tenía a Keiko sujeta con los brazos por detrás de la espalda, con la ropa hecha jirones, golpeada e indefensa, en el preciso instante en que estaban por abalanzarse sobre ella, el vitral que adornaba uno de los ventanucos estalló en lo alto y, azorado, el cacique pudo ver cómo un grupo de fantasmas negros volaba sobre su cabeza. Sus secuaces miraban con los ojos llenos de pánico aquellas entidades que parecían venidas del infierno: hombres-pájaros que descendían armados con espadas, seres mitad humano, mitad felino que se descolgaban por las paredes. Uno de los salvajes, a medio vestir, intentó desenfundar su sable, pero no llegó a asomar siquiera de la vaina, cuando su pecho fue atravesado por una flecha. Otro quiso tomar un arcabuz que estaba colgado horizontal sobre el hogar, pero su mano, perforada por una lanza, quedó clavada en la pared. El cacique, con sus delgadas piernas desnudas enredadas entre la ropa, cayó al suelo suplicando clemencia con voz temblorosa. Quetza, detrás de una máscara de caballero Jaguar, pudo ver que el hombre que tenía sujeta a Keiko, la tomó por el cuello amenazando ahorcarla; entonces el capitán mexica saltó desde la ventana, surcó el aire del recinto, se colgó con sus piernas de la araña que pendía del techo y, aprovechando el movimiento pendular, arrebató a Keiko de los brazos del salvaje que, al verse sin pieza de cambio, intentó huir antes de ser alcanzado por el filo de la espada que empuñaba Maoni. El único nativo que había quedado con vida, aterrado pero vivo, era el cacique. Entonces Quetza le ordenó que se pusiera de pie: debían conversar sobre algunos asuntos atinentes al futuro de su reino.

19. LA GUERRA DE LOS SALVAJES

Sentados frente a frente, Quetza, con el auxilio de Keiko, le repitió al cacique lo que ya le había dicho cuando decidió encarcelarlos a él y a sus hombres e incautar sus naves. Sin embargo, antes de que el capitán mexica comenzara a hablar, el cacique le dijo que no era necesaria ninguna explicación: podía, si así lo quería, tomar lo que quisiera del palacio, luego era libre para abordar otra vez sus barcos e irse con su amiga. Quetza tuvo que hacer esfuerzos para conservar la calma: no estaba dispuesto a tolerar que se dirigiera a él como si fuese un ladrón y a sus tropas como a un grupo de piratas. Pero tal era el pánico que mostraba el jefe nativo, que parecía no poder comprender las razones de esos hombres que cubrían sus rostros con aquellas máscaras temibles. Miraba aterrado los cuerpos horizontales de sus colaboradores que, a medio vestir, flotaban en los charcos hechos con su propia sangre y lo único que quería era que aquellos bandoleros se fuesen cuanto antes. La violación era un crimen que en su patria se pagaba con la vida, le dijo Quetza al cacique, haciéndole ver que debía agradecer el hecho de que no lo hubiese matado. Pero ahora tenían que hablar de cuestiones de Estado.

En primer lugar, Quetza le exigió que se disculpara con Keiko, cosa que el cacique hizo de inmediato con gestos ampulosos y palabras exageradas. Luego el jefe mexica repitió al cacique de Marsella que no eran ladrones ni piratas, que era la suya una misión oficial, que venían con la bendición de su rey y que tenían, también, la aprobación de la reina de España. Tal como había hecho en Huelva, sin mentir del todo ni decir la verdad completa, le explicó que venían de Aztlan, un reino del Oriente, y que el propósito del viaje era el de establecer la ruta que uniera ambos mundos. Con la voz entrecortada, el cacique preguntó si Aztlan era vecino de Catay; entonces Keiko se apuró a contestar que, en realidad, era un reino perteneciente a ese gran imperio. El cacique palideció, se arrojó a los pies de Quetza y suplicó compasión. Estaba dispuesto a hacer lo que él le ordenara.

La sola mención de las tropas de Catay erizaba la piel de cualquier gobernante europeo: los ejércitos de la Galia e Inglaterra, en el momento más alto de la Guerra de los Cien Años, contaban con unos cincuenta mil hombres; Catay, bajo la dinastía Ming, en tiempos de paz, mantenía dos millones de soldados permanentes en sus filas. Eso explicaba el respeto reverencial que despertaban las huestes orientales: sólo por una cuestión numérica resultaban imbatibles. Y, desde luego, era ésa la razón por la cual ningún emperador se había atrevido a lanzarse sobre las riquezas de Catay. Al contrario, debían sentirse agradecidos por el hecho de que las hordas del Levante no arrasaran sus dominios, tal como hiciera el Gran Khan algunos siglos antes. Quetza sabía que el factor cuantitativo resultaría crucial a la hora de conquistar el Nuevo Mundo: la ciudad de Tenochtitlan tenía unos doscientos mil habitantes, cuya cuarta parte estaba en condiciones de combatir, cantidad ciertamente escasa para imaginar un ejército de ocupación. Razón esta que hacía indispensable la alianza no sólo con los demás pueblos del Anáhuac, sino con aquellos que estaban más allá del valle y los que sumaran al otro lado del mar. Los mexicas debían sellar la paz con sus antiguos enemigos y, al contrario, ahondar las diferencias de los pueblos europeos que guerreaban entre sí.

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