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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (20 page)

BOOK: El conquistador
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10. EL IMPERIO UNIVERSAL

En su viaje a Ciudad Real, Quetza y sus huestes, a las cuales se había sumado Keiko, eran conducidos por una comitiva diplomática que el cacique blanco había puesto a su disposición. Los mexicas, acostumbrados a recorrer enormes distancias a pie, a subir y bajar montañas, a cargar armas y pertrechos sin más auxilio que el de sus propios cuerpos, se veían encantados mientras viajaban cómodamente sentados, protegidos del viento y la lluvia dentro del carruaje. Las distancias se hacían más breves y las agotadoras jornadas de marcha se convertían en un amable paseo. Quetza podía imaginar la nueva ciudad de Tenochtitlan surcada por caminos construidos para la circulación de carros y caballos. Mecido por el grato vaivén del carruaje y el sonido acompasado de los cascos de los caballos, se ensoñaba pensando cómo habría de ser el Imperio Mexica luego de la conquista del Nuevo Mundo: unida a las distintas ciudades tributarias por rutas terrestres y marítimas, Tenochtitlan sería la colosal capital de todos los dominios a uno y otro lado del océano. Y mientras miraba el paisaje de la campiña por los ventanucos del carruaje, imaginaba esos mismos campos adornados con pirámides erigidas en honor a Quetzalcóatl. Huelva, la primera ciudad a la que arribó y a la que habría de bautizar como Tochtlan, sería la cabecera del puente náutico que uniría ambos mundos. El puerto debería ser ampliado y remozado para recibir a los numerosos contingentes llegados de la capital. Quetza también había notado que los mercados de España eran demasiado pequeños en comparación con el de Tenochtitlan y no podrían contener la avalancha de mercancías que provocaría la anexión del nuevo continente. De modo que, se dijo, sería necesario construir un mercado acorde con las nuevas dimensiones del mundo: debía ser más grande que cualquier otro, dado que, bajo el nuevo orden, allí habrían de converger mercaderías provenientes de todos los puntos de la Tierra, cuya superficie se vería multiplicada. Para que el extenso Imperio Mexica fuese realmente grande, poderoso y duradero debía, ante todo, ser magnánimo con los nuevos súbditos: el puerto no podía ser concebido como un mero punto de evacuación de las riquezas en un solo sentido, sino como el factor de intercambio entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Por eso era necesaria la construcción de un mercado. Por otra parte, el descubrimiento de las nuevas tierras implicaba una mirada inédita sobre la propia estructura del Imperio: Tenochtitlan y Tlatelolco, protegidas por el lago y las montañas, seguirían siendo el infranqueable centro político. Pero resultaba imperiosa la construcción inmediata de otra ciudad sobre la costa, un centro portuario y militar fortificado que permitiese una ágil salida hacia el Nuevo Mundo y que, a la vez, estuviese protegida de eventuales ataques en el marco de la guerra que se avecinaba.

Y así, entre ensoñaciones y planes de conquista, iba Quetza recorriendo los caminos del mundo que acababa de descubrir.

Quetza y su comitiva llegaron a Sevilla poco después del mediodía. Lo primero que llamó la atención del joven jefe mexica fueron las enormes murallas que defendían la ciudad. A diferencia de las grandes ciudades del valle, como Tenochtitlan, Tlatelolco y la antiquísima Teotihuacan, que eran abiertas, surcadas por grandes calzadas, enormes plazas verdes, jardines y anchos canales, las ciudades de las nuevas tierras eran bastiones cerrados por fortificaciones, murallas y fosos. Quetza dedujo que esos muros no habían sido hechos de una sola vez, ya que no era una construcción uniforme, sino una suerte de sumatoria de diferentes épocas y estilos. Había tramos muy viejos, hechos con troncos afilados en las puntas, unidos entre sí por barro. Otras partes eran más altas, sólidas y estaban reforzadas por torreones que servían como puntos de vigilancia. Y los segmentos que parecían más recientes guardaban el estilo propio de los moros que tanto había visto Quetza en Huelva. Estas últimas murallas eran mucho más gruesas, macizas y elevadas que las demás. La ciudad quedaba protegida entre los muros y un río serpenteante y caudaloso; para entrar o salir había que hacerlo a través de postigos y portones que sólo se abrían en horarios precisos. Más adelante, Quetza escribiría: «Las ciudades del Nuevo Mundo están rodeadas de murallas para evitar ser tomadas por asalto. Es éste un verdadero problema para cualquier ejército. Sin embargo, nuestras tropas supieron imponerse a obstáculos mucho mayores como montañas, volcanes y lagos helados. Pero lo que deberá comprender el
tlatoani
cuando lidere esta campaña es que un pueblo no se conquista sólo derribando muros y tomando ciudades. No es fácil trasponer murallas, pero más difícil es penetrar en los corazones de quienes viven tras ellas. Y en este punto debe radicar el plan de conquista. Arduo es asaltar una ciudad, pero mucho más lo es aún ganar la voluntad de sus pobladores. Y esto es lo que no han podido hacer los moros en tantos siglos de ocupación. Estas tierras están arrasadas por las guerras constantes, las divisiones, las matanzas, las persecuciones y los sacrificios. Nuestros ejércitos deberían traer la paz y no más lucha y destrucción. Será en el pacífico nombre de Quetzalcóatl como se conquiste el corazón de estos salvajes y no en el del Huitzilopotchtli, Señor de la Guerra y el Sacrificio, que ya mucho tienen de esto último».

No bien traspusieron la fortificación, Quetza pudo confirmar su certeza. El primer
calpulli
al que entraron era uno llamado Santa Cruz. Era un barrio que mostraba vestigios de su antiguo esplendor; sin embargo, en esa sazón no era sino una pálida sombra de lo que, según se percibía, había llegado a ser. Las calles estaban desiertas y las casas, deshabitadas, habían sido evidentemente saqueadas. Una brisa fantasmal era lo único que la animaba, agitando las puertas y los postigos que ya nada tenían que proteger. Palacetes o humildes casas familiares estaban ahora igualados en un sórdido abandono. Solares que hasta hacía poco eran jardines floridos, habían quedado reducidos a tristes baldíos. Quetza pudo saber que ese
calpulli
hecho de calles estrechas y tortuosas, otrora próspero y esplendoroso, era el barrio que ocupaban antes los fieles de Jehová, los llamados judíos. Pero cuando los
tlatoanis
Católicos decidieron la expulsión de quienes habían desconocido al Cristo Rey, se produjo una sangrienta persecución en su contra. Así, los judíos que no marcharon al destierro fueron ofrendados al Dios de los Sacrificios. Esta ceremonia en la que se quemaban vivas a las víctimas, llamada Inquisición, y que los mexicas pudieron conocer no bien pisaron tierra, se cobró la vida de más de seis mil hombres y mujeres sólo en Sevilla, y otras veinte mil personas sufrieron distintas vejaciones, tormentos y cárcel. Pero además, todos sus bienes fueron saqueados por los sacerdotes para acrecentar las arcas de los templos del Cristo Rey. Las calles desiertas y las casas vacías que recorrían Quetza y su comitiva eran el mudo testimonio de la masacre reciente.

En contraste con este
calpulli
, el que circundaba al palacio se veía majestuoso. Sin embargo, toda la estructura de la ciudad tenía para Quetza una escala reducida en comparación con las calles y las construcciones de Tenochtitlan. Dominaba el paisaje una torre alta que presentaba doce aristas y se distinguía de los demás torreones de la muralla, no sólo por su estatura, sino por su resplandor dorado. Era la llamada Torre de Oro, aunque de inmediato percibió Quetza que aquel nombre no obedecía al material sino a la apariencia, ya que, en rigor, estaba revestida con unas cerámicas que imitaban al oro. Las construcciones mexicas, en cambio, brillaban con auténtico oro. Si aquellos nativos supieran de la generosidad aurífera de sus montañas, se dijo Quetza, no dudarían en lanzarse a nado al océano.

De pronto, frente sus ojos, Quetza pudo ver una construcción tan enorme en su proporción, como compleja en su edificación. Era el equivalente al Santuario Mayor de Tenochtitlan, la obra más grande de España toda, erigida en honor al Cristo Rey. Jamás había visto Quetza semejante profusión de ídolos decorando las paredes externas. Una cantidad de cúpulas angostas como agujas se elevaban hacia el cielo como si quisieran rasgar las nubes. Supo Quetza que aquel templo se había levantado sobre las ruinas del santuario de los musulmanes. Hasta tal punto llegaba el orgullo de los llamados cristianos que llegaron a derribar templos para construir los suyos encima de los despojos. Y todo para adorar al mismo Dios. Como muestra de aquella jactancia irracional, uno de los diplomáticos que conducía a la delegación mexica reprodujo a Quetza la frase que pronunció uno de los sacerdotes antes de decretar la construcción de la iglesia: «Hagamos un templo tal e tan grande, que los que le vieren acabado, nos tengan por locos». Y ésa fue, exactamente, la impresión que tuvo Quetza, aunque no por las dimensiones del templo, que de hecho era mucho menor que el de Huey Teocalli, sino por el afán de destrucción que dominaba el espíritu de aquellos salvajes. Quetza se preguntaba qué no serían capaces de hacer esos nativos si entraran en Tenochtitlan; la respuesta se imponía ante la evidencia: no dejarían piedra sobre piedra.

11. LA TIERRA SEGÚN LOS DESTERRADOS

Por fin llegaron al palacio del
tlatoani
. Pese a la reconquista, la casa real todavía conservaba su nombre musulmán:
Al-Casar
. La delegación mexica estaba maravillada: los jardines, cuyos arbustos formaban figuras geométricas, les recordaban a las cuidadas chinampas de las casas de la nobleza de Tenochtitlan. Los espacios amplios y abiertos, el perfume de las flores y la profusión de agua que brotaba de las fuentes, todo los hacía sentir como en su tierra. Tan gratamente impresionado quedó Quetza con aquel paisaje que rebautizó a Sevilla con el nombre de Xochitlan, «el lugar de los jardines».

Quetza y Keiko fueron recibidos por el cacique de Sevilla como si se tratara de un embajador y su esposa. Y, ciertamente, viéndolos caminar juntos, parecían verdaderos príncipes del Oriente. Keiko, quien de acuerdo con las tradiciones de su tierra iba siempre un paso detrás de él, se preguntaba de qué lugar del mundo provendría ese príncipe de piel oscura y decir sereno, de dónde había venido ese joven capitán que se imponía por sus convicciones y su modo de expresarlas y que jamás levantaba la voz a sus hombres. No lo sabía, ni iba a preguntárselo. Pero estaba dispuesta a acompañarlo adonde fuese, sin importarle cuan lejos quedara su reino, ni cuan peligrosa pudiese resultar la travesía. Mientras lo seguía a través de las distintas estancias del Alcázar, la niña de Cipango pensaba que nunca se podría separar de ese príncipe dulce, sabio y extraño. Por otra parte, Keiko se preguntaba qué había sucedido en su vida; hasta hacía poco tiempo era una simple y despreciada pupila de Mancebía, y ahora, de pronto, todo el mundo se inclinaba a su paso, era recibida por los representantes del rey de Castilla y ante sus pies se extendían alfombras rojas aquí y allá. Lo cierto era que desde ese lejano día en que, siendo una niña, fue robada de su casa, vendida y luego embarcada hacia Occidente, nadie la había tratado con tanta bondad y ternura. Nadie, desde entonces, había vuelto a valorar sus talentos para la caligrafía, el dibujo y la pintura, virtudes que, en su tierra, estaban entre las más preciadas, lo mismo que en Tenochtitlan.

Tampoco Quetza conocía las circunstancias que habían traído a Keiko desde el Oriente Lejano. Pero podía adivinar en los ojos de la niña una tristeza oceánica, tan extensa como la distancia que la separaba de su Cipango natal. Eran dos almas unidas por el azar y el desconsuelo y, sin embargo, los únicos que conocían la forma completa de ese mundo que los había desterrado. Y tal vez ésa fuese la clave de su descubrimiento. Quizá, se decía Quetza, para conocer el mundo tal cual era, había sido necesario estar fuera de él, tan lejos como sólo puede estarlo un exiliado.

Y así, entre incrédulos y maravillados, Quetza y Keiko llegaron ante el representante del rey de Castilla, el gran cacique de Sevilla. Se hubiera dicho que en Huelva los habían recibido con los máximos honores; sin embargo, considerando el trato que ahora les dispensaban en el Alcázar, todo lo anterior parecía poco. Quetza no ignoraba que cuanto más grandes eran los honores, tanto mayor era el rédito esperado. Y no se equivocaba. Así como Huelva dependía de Sevilla, Sevilla estaba bajo la autoridad de la Corona castellana. Tanto el pequeño cacique de Huelva como el gran cacique de Sevilla, ambos esperaban sacar el mayor provecho del visitante. Las nuevas rutas comerciales que, suponían, iban a inaugurar con el ilustre extranjero, debían tenerlos como principales convidados: tendrían que ser sus puertos y ciudades, y no otros, los puntos de acceso al Reino de Castilla. No podían dejar que las enormes ganancias aduaneras derivadas del comercio con Oriente quedaran en otros pueblos vecinos. Ciertamente, existían demasiadas ciudades a lo largo de la costa mediterránea y en el extremo opuesto del reino, sobre el mar Cantábrico, que estarían encantadas de convertirse en la cabecera del nuevo puente con Catay. Pero si el cacique de Sevilla quería quedarse con esa prerrogativa debía ganarse no sólo el favor de su
tlatoani
, sino, antes, el del ilustre embajador oriental. Y para eso debía el cacique ofrecer a Quetza mejores condiciones, ventajas y privilegios que los demás reinos; no sólo había que tentar a los gobernantes de Catay, sino, primero, a su digno representante. Quetza descubrió entonces que el corazón de esos nativos estaba corrompido y sus ojos enceguecidos por la ambición ilimitada de oro, especias y todos los tesoros que guardaba el Oriente. No tuvo dudas de que las invocaciones del cacique al Cristo Rey y a todos sus dioses, no eran más que un subterfugio para ocultar sus verdaderos propósitos: saltar el cerco musulmán para acceder a las riquezas que existían hacia el Poniente. Tan ciegos estaban, que ni siquiera habían sospechado que él no sólo no era un dignatario de Catay, sino que jamás había pisado las tierras orientales. Más adelante apuntaría Quetza: «Tanta es la codicia de estos salvajes, que se encandilan ante la sola idea del oro, se embriagan con la promesa del aroma de las especias y enloquecen con la tersa ilusión de la seda. Sus almas están putrefactas y no dudarían en traicionar a sus reyes y a sus dioses por unas pocas piezas de oro. El pequeño cacique de Tochtlan me ha propuesto negocios para timar al gran cacique de Xochitlan y el gran cacique me ha murmurado al oído negocios que no podría confesar a su
tlatoani
. Y he sabido que en estas tierras guerrean los padres contra los hijos, conspiran las reinas contra los reyes y asesinan los monarcas a sus propias esposas. Tan enfermos de codicia están».

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