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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (8 page)

BOOK: El conquistador
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14. LA CIMA DEL MUNDO

Recostados en la cima del mundo, en lo alto de la pirámide, abrazados, las manos enlazadas, Ixaya y Quetza conversaban como si se hubiesen visto el día anterior, como si jamás hubieran tenido que separarse. La luna llena iluminaba la ciudad que descansaba hermosa y resplandeciente. Bajo el cielo estrellado, él le contaba la historia del universo; una historia diferente de la de los dioses mitológicos. Imaginaba en voz alta cómo serían aquellos lejanos mundos luminosos. Si escapar del recinto sagrado fue una tarea riesgosa, volver a entrar en los dominios del Templo y llegar a lo alto resultó aún mucho más peligroso. Pero ahora que volvían a estar juntos, nada parecía importarles. Quetza podía sentir la tibia respiración de Ixaya, olía el perfume de su pelo, veía su perfil delicado y sus labios encarnados, y entonces el universo entero se opacaba igual que esas estrellas ante la luna llena. Aunque hablaba con calma, el corazón de Quetza repiqueteaba con fuerza. Tal vez fuera aquella la última vez que la viera. Desde luego, no le dijo una sola palabra acerca del combate, ni de la lucha que había presenciado el día anterior, ni de los chicos muertos. Ixaya permanecía con los ojos cerrados. Quetza aproximó sus labios a los de ella y sintió pánico; le temía menos a la muerte que al rechazo. Pero no estaba dispuesto a abandonar este mundo sin saber qué guardaba el corazón de su amiga.

Cuando sintió que los brazos de Ixaya se aferraban a su cuerpo, que sus manos recorrían su cuello, acariciaban sus hombros y se refugiaban entre su pelo, Quetza tuvo que contener un llanto inexplicable. Sus cuerpos se reclamaban, pero ambos, por distintas razones, sabían que no debían obedecer a ese llamado. Quetza no iba a despojar a su amiga del último vestigio de niñez para llevárselo al Reino de los Muertos. No podía hacer eso. Los brazos de Ixaya eran su último refugio, el lugar donde nada ni nadie podía hacerle daño. Por ese mismo motivo, se dijo, no tenía derecho a herirla. Por su parte, aunque ella ignoraba que quizá fuese la última vez que se verían, no iba a permitir que las cosas se le escaparan de las manos: todavía quedaba mucho tiempo de
Calmécac
por delante y se negaba a sufrir más de lo que ya estaba sufriendo; si hasta entonces mantenerse lejos de su amigo era un padecimiento, no quería que, desde ese momento, la espera se convirtiera en un martirio. Pero los pensamientos iban por un camino y los demonios del cuerpo por otro. Los humores adolescentes invadían la sangre, corrían por las venas, se crispaban en la piel y se resistían al llamado de la razón. Quetza olvidó por completo las estrellas y, dándoles la espalda, reptó por el cuerpo generoso de Ixaya que lo esperaba con las piernas separadas. El pequeño taparrabos de pronto no alcanzaba para impedir que el impetuoso guerrero, inflamado, quisiera librar su primera y acaso última batalla. Allí, en la cima del mundo, Quetza e Ixaya, abrazados y jadeantes, obedecían al llamado de la vida sobre el Templo del Dios de la Muerte, sobre la mismísima cabeza de Huitzilopotchtli. Ella lo atraía sujetándolo con las piernas y a la vez lo rechazaba alejándolo con los brazos. Él intentaba apaciguarse, silenciar con sus labios los gemidos de su amiga, pero no hacía más que conseguir el efecto contrario. En el mismo momento en que estaban por traicionar sus íntimas promesas, escucharon pasos acercándose por una de las laderas de la pirámide. Quetza se deslizó, acostado como estaba, tal como lo haría una iguana, y pudo comprobar que el mismo sacerdote que, momentos antes, estuvo a punto de sorprenderlo mientras trepaba la columna, ahora estaba subiendo rápidamente por la escalinata. Era aquella una visión fantasmagórica: el religioso enfundado en una túnica negra, con su cabellera larga, blanca y enmarañada, ascendía a paso firme con unos ojos encendidos que, a la luz de la luna, se veían rojizos como si estuviesen hechos de fuego.

Quetza tomó de la mano a su amiga y, corriendo, la condujo cuesta abajo por la ladera contraria de la pirámide. Impulsados por la inercia del precipitado descenso, siguieron a toda velocidad hasta cruzar el centro ceremonial y perderse por una callejuela interna del
Calmécac
que salía al canal. Allí se despidieron. Quetza tenía que llegar al pabellón antes de que el sacerdote, que había visto una sombra fugitiva en lo alto del templo, iniciara la segura inspección para comprobar si faltaba algún alumno. Fue una despedida apresurada; se saludaron sin abrazarse porque sabían que, de otro modo, no iban a poder separarse jamás. Se alejaron mirando hacia adelante, sin atreverse a girar la cabeza por sobre el hombro. Ixaya nunca iba a saber que quizá fuese aquella la última vez que se verían.

Quetza corrió tan rápido como pudo. Palpitante y sudoroso, entró en el pabellón a través del mismo ventanuco por el que había salido. En el exacto momento en que acababa de meterse entre las cobijas, el sacerdote ingresó en el aposento; luego de una minuciosa recorrida, para su desconcierto comprobó que nadie faltaba. Salió del cuarto rascándose el mentón. Quetza se hubiese dormido satisfecho de no haber sido porque que ya estaba clareando. Faltaban pocas horas para el combate.

15. EL COMBATE

El momento llegó.

Las escalinatas de la pirámide, convertidas en graderías, albergaban al público: alumnos, sacerdotes, funcionarios y militares esperaban impacientes el comienzo del combate. La lucha inicial era un acontecimiento más trascendental aún que el combate final; de aquella arena iban a surgir los próximos héroes del pueblo mexica. Era el momento en que los futuros guerreros harían sus primeras armas. Representaba un orgullo para los mayores haber visto pelear de niños a quienes eran hoy los más valientes generales. Los funcionarios más viejos podían jactarse de haber presenciado el primer combate de aquel que hoy ocupaba el trono en lo alto del Templo. El emperador, sentado ya en su sitial, iba a asistir a la primera batalla de quien, quizás, en el futuro, llegara a ser su sucesor; tal vez el elegido estuviese entre aquel grupo de chicos. Y aún por encima del rey, el Dios de la Guerra, Huitzilopotchtli, estaba ávido de la sangre que habría de serle ofrendada; era aquella la sangre que más le gustaba: la de los jóvenes caídos en el acto marcial de iniciación, el primero y, acaso, el último. No se trataba de la sangre del enemigo, apenas necesaria como la comida para los hombres, sino la de sus propios hijos que le ofrendaban su corazón por amor.

Sonaron por fin las caracolas. Los guerreros salieron al campo en medio de la ovación. Formaron y se inclinaron ante el rey. En un trámite expeditivo, fueron elegidos los dos jefes. La elección no deparó sorpresas: tal como era de esperarse, los chicos eligieron por un lado a Eheca y, por otro, a Quetza. Un sacerdote hizo girar la espada sobre la piedra para que el azar decidiera quién había de ser el primero en escoger a su edecán. La negra hoja de obsidiana se detuvo señalando a Eheca. Nadie tenía dudas de que habría de elegir a su secuaz más cercano, un muchacho fuerte, astuto y sumamente fiel a su jefe. Sin embargo, sucedió algo que dejó mudo a todo el mundo: levantó su índice y, mirando con una sonrisa maliciosa a su oponente, apuntó hacia aquel que Quetza había adoptado como su hermano menor: Citli Mamahtli. Ese chico enorme y a la vez tan frágil como una mariposa, acababa de ser designado subjefe de su acérrimo enemigo. El elegido, petrificado, parecía no comprender y miraba a Quetza como rogándole que le explicara qué estaba sucediendo. Pero su amigo, su hermano, estaba tan absorto como él. Habían quedado en bandos opuestos en una batalla a muerte y la decisión era inapelable. Ahora debía elegir Quetza. Era una verdadera encrucijada, ya que tenía previsto elegir a Citli Mamahtli como su edecán. Llegó a considerar la posibilidad de proceder con la misma lógica que Eheca y escoger al más fiel aliado de su oponente. Pero no tenía sentido: la estrategia era usar a los amigos de Quetza como escudo, sabiendo que éste sería incapaz de hacerles daño. En cambio, Eheca carecía de escrúpulos: no le temblaría el pulso a la hora de matar a sus propios acólitos. De manera que Quetza debía escoger entre los suyos. Así lo hizo: guiado siempre por el afán de proteger a su tropa, se decidió por un chico bajo y muy delgado. La maniobra de Eheca se hizo evidente al elegir a otro miembro del pequeño ejército de su contrincante. Era mucho más cruel e infame de lo que nadie podía imaginar. Y procedió del mismo modo del primero al último; su bando, casi en su totalidad, quedó compuesto por aquellos que respondían a Quetza y dos de los más bravos, que eran adeptos a él. Era el ejército perfecto: el jefe y sus dos secuaces constituían la punta de lanza y el resto sería usado como escudo humano.

Mientras se vestía con las ropas del caballero Gato, a Quetza, todavía sin poder creer lo que acababa de suceder, no se le ocurría de qué manera quebrar la trampa que le había tendido Eheca. Sólo una cosa tenía en claro: no estaba dispuesto a pelear contra sus propios compañeros. No sabía aún qué iba a hacer, pero sí sabía lo que no podía hacer.

Otra vez en el campo de batalla, ambos bandos, con sus respectivos atavíos de aves y felinos, estaban formados uno frente al otro. Sólo entonces, Quetza comprendió el porqué de las máscaras: era para impedir que se reconocieran. Tras la máscara no podía adivinarse quién había sido amigo hasta ese momento y quién no. Pero para Quetza no era suficiente: la mayoría de quienes se ocultaban tras la máscara de los caballeros Halcón seguían siendo sus amigos, aunque hubiesen quedado en el bando opuesto. Y, en rigor, no quería que se derramara una sola gota de sangre. Pero Eheca había dispuesto las cosas de modo tal que aquello resultara una carnicería. Sin dudas, no bien dieran la orden, él con su espada, y sus dos secuaces con las lanzas, iban a arrojarse al ataque sin piedad matando a la mayor cantidad posible, usando de escudo al resto de la propia tropa. Las reglas eran claras: la lucha terminaba de inmediato al morir un jefe o un edecán. Entonces Quetza tuvo una idea: Eheca se exhibía tan seguro, que ni siquiera se tomó la molestia de protegerse con el escudo; si en el mismo momento en que dieran la orden, él arrojaba certera y velozmente su espada, tal vez pudiese acertarle al pecho y herirlo de muerte. De ese modo acabaría la lucha con sólo una baja y todos sus amigos, y aún sus enemigos, quedarían a salvo. Quizá lo mejor fuese dejarse morir. Pero en ese caso, tal vez murieran varios de sus compañeros. Todo eso pensaba cuando, finalmente, el emperador dio la orden bajando su brazo.

La arena quedó regada de sangre mucho antes de lo que todos imaginaban. El público dejó escapar una exclamación sorda y unánime. El emperador se levantó de su trono. Los sacerdotes estaban absortos. Quetza dio un grito desesperado, al tiempo que se quitó la máscara. Eheca se negaba a creer lo que acababa de suceder y su rostro se descomponía en una mueca de espanto. El combate había terminado antes de empezar: en el preciso momento en que el
tlatoani
indicó el inicio, Citli Mamahtli, aquella montaña de infantil candidez, esa mole de inocencia, con toda su fuerza atravesó su propio corazón con su lanza, dándole el triunfo a su verdadero jefe: Quetza. Siendo edecán, al quitarse la vida, su ejército quedaba derrotado y el combate se daba por finalizado. Eran las reglas. En un instante había conseguido dar por tierra con el funesto plan de Eheca. Y así, gigantesco como era, cayó como lo hiciera un
miccacocone
, un ángel. Cayó con la levedad de un niñito, liviano, despojado de todo peso. Y así, mientras caía como una hoja otoñada, se deshacía de todo el sufrimiento indescifrable que hasta entonces lo atormentaba. Murió con la tranquilidad de los héroes. Murió con la misma pureza con la que había nacido. Su nombre, Citli Mamahtli, nunca más habría de significar «liebre asustada».

Pero Quetza jamás iba a poder quitar de su conciencia la muerte de su amigo, de su hermanito y juró vengarse. Ahora, de acuerdo con las reglas, la vida del jefe rival quedaba en las manos del jefe victorioso. Quetza, con la cara descubierta para que todos lo vieran, caminó hacia el aterrado Eheca, que se arrojó al piso implorando piedad. Elevó su negra espada de obsidiana y, con gesto feroz, Quetza miró al público. En el momento en que estaba por descargar la hoja afilada, entre la gente, en el lugar reservado al Consejo de Sabios, distinguió a su padre. Tepec lo miraba con una expresión adusta pero neutral, como si no quisiera influir en su decisión. Entonces, dando un grito de furia que nadie olvidaría, un grito que se hizo eco en la pirámide, en el lago, en la montaña, un grito que sacudió a todo Tenochtitlan, Quetza hizo girar la espada por encima de su cabeza y la arrojó tan lejos y con tanta fuerza que la obsidiana se quebró como un cristal contra la piedra del Templo.

Ya volvería a enfrentarse con Eheca cuando llegara la batalla final.

Entonces no tendría piedad.

16. EL CÍRCULO PERFECTO

A partir de ese momento, Quetza se convirtió en el único e indiscutido jefe. Los antiguos adictos a Eheca, que habían, sido traicionados por su líder al asignarlos al bando enemigo, se hicieron incondicionales de Quetza. El hecho de haberle perdonado la vida al responsable de la muerte de su mejor amigo hizo que todos vieran en él a un hombre ecuánime y bondadoso. Pero, por sobre sus cualidades, encontraban que era, sencillamente, un hombre; desde entonces dejaron de considerarlo como un chico. Quetza tenía un parecido asombroso con su padre. Aunque no estuviesen unidos por la sangre, el vínculo era tan fuerte que se diría que el cariño se hubiese hecho carne: los mismos gestos, la misma manera de hablar y una mirada idéntica. Y, ciertamente, Tepec tenía motivos para estar orgulloso de su hijo. El mismo Eheca sentía por su antiguo adversario un respeto reverencial hecho de temor e incomprensión: no se explicaba por qué le había perdonado la vida. El mismísimo emperador exaltó el comportamiento de Quetza. Todos en el
Calmécac
le tenían un gran respeto. Salvo una persona: Tapazolli.

El sumo sacerdote rumiaba en silencio su indignación. Había hecho todo lo posible para ver al hijo de su enemigo mordiendo el polvo de la humillación y ahora tenía que soportarlo convertido en una eminencia. Jamás había olvidado la vieja afrenta; si hasta entonces el solo hecho de ver a Quetza con vida representaba un insulto a su autoridad, escuchar su nombre en boca del emperador era más de lo que estaba dispuesto a tolerar. Era ya un hombre muy viejo, pero se prometió vivir hasta el día en el que pudiera lavar la ofensa. Y sabía cómo hacerlo; sólo debía esperar.

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