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Authors: Federico Andahazi

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción

El conquistador (6 page)

BOOK: El conquistador
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Pitzahuayacatl
—le dijo en tono burlón, mientras vanamente levantaban una empalizada en el campo.

El apodo no era particularmente ofensivo o, más bien, no para cualquiera; pero para Quetza fue como si le hubiesen hundido un puñal en su ya lastimado orgullo. Lo habían llamado «nariz chata», hecho que, por otra parte, saltaba a la vista. Sin embargo, no pudo menos que tomarlo como un menoscabo a su virilidad. Era como si le hubiese dicho «pene pequeño». Intentó mantenerse indiferente y continuar con su tarea; de hecho, así lo hizo, pero una furia visceral le surgió desde el vientre y se le instaló en la cara dejando sus mejillas rojas y los labios rígidos. Eheca, como el viento frío, había encontrado el intersticio justo por donde entrar para hacer daño.

Entonces, cuando ya había pasado buena parte de aquel largo y árido año, se produjo algo inesperado. A su pesar y sin que se lo hubiese propuesto, Quetza se convirtió en el líder de todos aquellos que, por diferentes razones, no rendían pleitesía a Eheca. Por el solo hecho de que el único cabecilla del grupo lo había tomado como rival, los demás empezaron a ver en Quetza a una suerte de adalid de los que sufrían el maltrato o simplemente la indiferencia del jefe del grupo.

Por motivos que luego nadie recordaría, un incidente sin importancia, se originó una rencilla que terminó en una batalla campal en la que, a los golpes de puño, se sumaron palos y piedras. Los jefes y los bandos habían quedado claramente diferenciados. Si un sacerdote no hubiese intervenido en el momento oportuno, alguien podía haber terminado malherido.

—Deberían sentirse avergonzados —empezó a decir el religioso, sin dejar de golpear el bastón contra el suelo.

—No es el modo de resolver las diferencias —continuó lentamente el sacerdote mientras caminaba entre los jóvenes jadeantes, algo tullidos y sedientos de guerra.

—Si realmente lo que quieren es pelear como hombres, deberán hacerlo como corresponde.

El religioso caminó hasta la puerta y agregó:

—No ahora, cuando concluya el año será el combate; tendrán espadas, verdaderas espadas con filo de obsidiana. Ahora, todo el mundo a dormir.

Era aquel el temido anuncio. En el
Calmécac
había dos grandes acontecimientos: la lucha inicial, que era el primer paso en la formación militar de los alumnos primerizos, y la lucha final: el último de los combates que completaba el ciclo.

Por sí alguien tenía alguna duda, antes de abandonar el pabellón, de pie bajo el dintel, el sacerdote anunció:

—Será una lucha a muerte.

Nadie durmió esa noche.

10. LA TIERRA DE LAS GARZAS

Aquel incidente coincidió con el término del décimo mes del año. La dos lunas siguientes fueron una larga y angustiosa espera durante la cual Quetza, siempre a su pesar, afianzó su liderazgo. Sabía que el momento del combate, aunque todavía lejano, se acercaba inexorable. Todos eran conscientes de que una espada de obsidiana podía arrancar una cabeza de cuajo y que a Eheca no le temblaría el pulso a la hora de matar. Pero lo que más los inquietaba era que no sabían cómo sería ese combate, quiénes y cuántos iban a ser los contrincantes, ni bajo qué reglas pelearían. El sacerdote había mencionado la palabra «muerte». Ésa era la única certeza.

El bando de Quetza no podía calificarse precisamente de temible; no sólo era menor en número, sino que, además, sus integrantes no lucían como verdaderos titanes: la mayoría tenía una estatura mediana, y los demás eran jóvenes poco acostumbrados al ejercicio físico, cosa que se revelaba en su complexión inconsistente, cuando no adiposa. Sin embargo, había una excepción: el chico más corpulento del grupo estaba de su lado. Era un muchacho inconmensurable, tenía un cuello toruno y el torso de un ídolo de piedra. Pero se llamaba Citli Mamahtli. Aquel nombre no ayudaba mucho a infundir temor a los rivales, ya que significaba «liebre asustada». Y parecía hacer honor a su nombre; pese a su tamaño, Citli Mamahtli, se veía manso como una criatura e incapaz de pelear. Ante cualquier provocación por parte de los miembros del bando opuesto, no podía evitar un llanto infantil. Se diría que cargaba con una tristeza indescifrable; por otra parte, no tenía demasiadas luces, era un poco lento de entendederas y algo tartamudo. Pero no sólo era la tropa con la que contaba Quetza, sino que, con el tiempo, llegó a tomarle un afecto fraternal, como si aquella mole inabarcable fuera el hermano menor que nunca tuvo. Ése era su pequeño ejército.

Si Quetza podía distraer su cabeza en otra cosa que no fuese el combate que se avecinaba, era porque durante el curso de aquel mes las cosas parecían haber tomado un nuevo rumbo. Ahora que se aproximaba el fin de año, luego del baño de agua helada de la mañana, al magro desayuno compuesto sólo por pan y agua se sumaba una ración de frutas y verduras. Todos habían perdido mucho peso y el refuerzo de comida que recibían les daba más energía y mejores ánimos. La caminata sobre el campo de ortigas ahora se había reducido a la mitad y dedicaban el resto de la mañana al estudio. Si el primer año en el
Calmécac
tenía como objetivo curtir el cuerpo y forjar el corazón de los chicos, en el segundo año aprendían Historia, estudiaban el calendario y los arcanos de la religión. De modo que durante el último mes del año, un poco a manera de descanso y un poco a modo de introducción, los chicos conocían a sus futuros maestros, quienes les adelantaban los rudimentos de lo que verían el año próximo. Los alumnos se sentaban en el suelo del gran recinto lindero al Templo Mayor. De pie frente a ellos, Pollecatl, un sacerdote viejo de hablar sereno y pausado, sosteniendo un grueso
tlahtoamatl
, un libro de historia pintado con pictogramas leía y, alternativamente, comentaba cada pasaje.

La historia de los mexicas se iniciaba con un gran enigma. Ese misterio que estaba en el origen parecía ser lo que impulsaba todos sus emprendimientos. No había libro alguno que pudiera contestar ese interrogante y hasta sus propios dioses parecían negarse a responder aquella pregunta. Los mexicas, a diferencia de los demás pueblos que habitaban la región, ignoraban quiénes eran, desconocían su filiación y su procedencia. Aquella suerte de orfandad esencial se revelaba en la tristeza de sus canciones y en las letras de su poesía. El carácter guerrero de los mexicas, su afán de conquista, el anhelo de apropiarse de un porvenir, parecían encontrar su razón en la imposibilidad de ser dueños de un pasado. Creían poder adivinar el futuro en el calendario, predecir acontecimientos y adelantarse a sus consecuencias, pero no había oráculo que les hablara del misterio de sus orígenes.

Pollecatl, el más viejo de los sacerdotes, mientras sostenía el pesado libro entre sus manos, preguntaba a los alumnos si sabían cuál era el lugar originario de los mexicas. Entonces, en un susurro tímido pero unánime se escuchaba:

—Aztlan.

—Muy bien —decía el sacerdote, y volvía a preguntar:

—¿Alguien sabe dónde queda Aztlan?

Entonces se hacía un silencio absoluto.

Los mexicas eran oriundos de aquella lejana y enigmática tierra. El término Aztlan podía significar «lugar de las garzas», «sitio de la blancura» o «comarca del origen». Hacía mucho tiempo, por motivos que también ignoraban, habían tenido que abandonar aquella ciudad. Conducidos por un sacerdote llamado Tenoch, iniciaron un largo éxodo, primero en barco, a través de las aguas, y luego por tierra cruzando valles, ríos y montañas. Así, encomendados a Huitzilopotchtli, luego de una marcha sin rumbo preciso, llegaron hasta las orillas del lago de Texcoco. Ese pueblo, nuevo a los ojos de las demás tribus que habitaban el valle, aquellos peregrinos perdidos que no sabían adonde iban ni recordaban de dónde habían partido, fueron los últimos en llegar desde el Norte hasta el Anáhuac.

Con los ojos fijos en los pictogramas del libro, el sacerdote, elocuente en los gestos y declamando, casi con un tono épico, por momentos dramático, narraba cómo sus antepasados, sumidos en la desesperanza, la pobreza y la incertidumbre, siempre se mantuvieron fieles y obedientes a Tenoch, pese a que éste sólo parecía ofrecerles sufrimiento. Cuando llegaron al valle, ciertamente no fueron bienvenidos por sus habitantes. Sin embargo, al repudio respondieron primero con humildad, aceptando la ley de los pueblos ya establecidos, adaptándose a sus costumbres y tendiendo puentes de amistad. De esta voluntad de confraternizar surgieron los primeros lazos, mezclando su sangre en matrimonios. Sin embargo, no consiguieron establecerse ni fundar una ciudad propia; igual que los coyotes, vagaban cerca de los poblados pero sin poder acercarse demasiado, a riesgo de ser atacados. Ni siquiera dejaron que se afincaran en las tierras menos fértiles. Así, siempre guiados por Tenoch, erraron durante años. Un día el sacerdote los reunió y les dijo que debían buscar una señal que les indicara el sitio exacto donde fundar su ciudad; era una señal clara e inconfundible: tenían que encontrar un águila y una serpiente posados sobre un nopal.

Si bien todos conocían esa historia, el histrionismo de Pollecatl, su modo de narrar, sus gestos, conseguían que los alumnos siguieran el relato como si lo escucharan por primera vez.

Así, continuó el sacerdote, un día, durante una cacería, un grupo de hombres descubrió la señal esperada: en un islote despoblado, en medio del lago, vieron un águila comiéndose una serpiente sobre una tuna. La tierra prometida no era un edén ni un valle fértil; no se trataba siquiera de un modesto pedazo de suelo firme: era apenas un pequeño pantano no ya inhabitado, sino inhabitable. Tenoch bendijo ese lugar y agradeció a los dioses como si le hubiesen legado el paraíso.

Entonces Pollecatl posó el libro y ordenó a todos los alumnos que lo siguieran. Salió de aquel recinto monumental y caminó hacia la plaza central. Luego, seguido por la multitud de chicos, cruzó el centro ritual, se detuvo un momento al pie del Templo Mayor, se llenó los pulmones y comenzó el ascenso a la pirámide. Una vez que alcanzaron la cima, les dijo a todos que se ubicaran en lo alto. Señalando hacia abajo y en derredor, dando vueltas sobre su eje, instó a los alumnos a que miraran en silencio.

Allí estaba la gran Tenochtitlan, la ciudad más grandiosa de todas. Más esplendorosa que Tula y que la misma Teotihuacan, la ciudad de los dioses. Así, en ese silencio sólo quebrado por el viento, miraban el sueño de Tenoch hecho realidad. El pecho de Quetza se expandió: sintió orgullo por esa patria nacida del barro, de la nada, cuyos palacios ensombrecían ahora a las montañas. Veía aquella ciudad dorada y se convencía de la ilusoria certeza de que no había obstáculo que pudiera interponerse a la voluntad. Desde la cima, miraba las piedras sobre las que se apoyaban sus pies y recordaba que, en ese mismo lugar, había sido el hombre más feliz de la Tierra cuando hasta allí se escapaba con Ixaya. La añoranza se convirtió en tristeza. La extrañaba. Por otra parte, el combate que se avecinaba era como un pájaro negro, cuya sombra todo lo oscurecía. Entonces buscó con la mirada entre sus compañeros hasta encontrar a Eheca. Sólo quería ver su expresión ante la magnificencia de la historia plasmada allí abajo, a los pies de la pirámide, extendiéndose por el lago hasta las montañas. Tuvo la esperanza de que en aquel sitio sagrado, en la cima de la gran Tenochtitlan, sus miradas se encontraran para reconciliarse. Pero sólo vio en sus ojos indiferencia y un rencor indescifrable. Sus miradas finalmente se encontraron, sí; Eheca le dedicó una sonrisa desdentada, amenazadora y llena de malicia. Entonces Quetza volvió a contemplar la ciudad que unía la tierra con el agua y el agua con el cielo, se llenó los pulmones con aquel viento de las alturas y se dijo que, si así lo decidía el destino, podía morir en paz.

11. LA ESPADA SOBRE LA PIEDRA

El combate inicial se aproximaba. En esta lucha, la primera de una serie, los oficiales podían ver las aptitudes de los chicos en estado puro y prefigurar quiénes serían los guerreros más bravos, observar las tempranas disposiciones a atacar, defender, ordenar y obedecer. Podían ver la fuerza física y la agudeza estratégica de cada uno de los alumnos. Tal vez el primer combate fuese más importante que el último, aquel que significaba el término del
Calmécac
.

Y, precisamente, el combate final, protagonizado por los alumnos que estaban por concluir sus estudios en el
Calmécac
, tendría lugar el día anterior al combate inicial entre los nuevos. Casi no había contacto entre los alumnos mayores y los menores; se movían en distintos ámbitos y nunca coincidían en los lugares comunes. De manera que los más chicos recibían con absoluta sorpresa cada acontecimiento. Pero la lucha final entre los alumnos que estaban por egresar era un acto solemne, al cual asistían como espectadores los chicos de todo el
Calmécac
. Se hacía en una de las grandes explanadas adyacentes al Gran Templo, del lado opuesto al centro ceremonial. Las escalinatas de la pirámide servían de graderías donde se ubicaba el público: en la base se formaban los alumnos y en la franja central, las autoridades del
Calmécac
. Quetza, que había quedado casualmente muy cerca de Eheca, escuchó cómo sonaban las caracolas y quedó estupefacto cuando, precedido por una guardia numerosa y compacta, apareció el emperador, quien ocupó el trono en lo alto de la pirámide. Por entonces el monarca era Tizoc, sucesor de Axayácatl, aquel
tlatoani
que había accedido a perdonarle la vida. Quetza no quería perderse de nada, debía estar atento a todo; al día siguiente le tocaría a él ocupar el campo de batalla. Tenía que aprender cuanto pudiera, ya que aún ni siquiera sabía en qué consistiría la lucha. Se dijo que era aquella la única oportunidad para develar el gran misterio, antes de que llegara el momento, cada vez más cercano, de su propia batalla.

Los caracoles se acallaron de pronto; se hizo un silencio estremecedor y luego empezaron a sonar los tambores con insistencia, haciendo un largo preámbulo que acrecentaba el ansia del público. Entonces sí, desde el interior del templo ingresaron al campo los luchadores. Era un grupo de catorce jóvenes. Usaban sólo un taparrabos y nada los diferenciaba entre sí; no se advertían bandos opuestos. Habían entrado en formación marcial y quedaron alineados frente al público. A una orden de uno de los sacerdotes, todos hicieron una reverencia al
tlatoani
. Los cuerpos de todos ellos estaban perfectamente tallados en el rigor del ejercicio. Tal como se percibía, no había todavía contendientes. El sacerdote iba anunciando a viva voz cada una de las reglas; primero el grupo debía elegir líderes en sucesivas tandas: los dos que resultaran más votados, independientemente del número y la diferencia de sufragios, serían quienes encabezarían ambos bandos. Fue éste un trámite rápido; resultaba evidente que los líderes ya estaban largamente definidos desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos era un muchacho de una flacura esquelética y no demasiado alto. Sin embargo, había algo en su expresión, en lo más profundo de su mirada, que infundía miedo. A Quetza le recordó la actitud de un
coyotl
: igual que los coyotes, detrás de esa apariencia semejante a la de un perro famélico, se escondía un carácter feroz y artero. El otro presentaba el aspecto de un atleta: sus brazos, piernas y pectorales parecían la obra de un
tlacuicuilo
, un escultor avezado. Sin embargo, en contraste con su porte de guerrero, se lo veía intranquilo, gesticulante y lleno de vacilación. Enfrentados cara a cara, se medían e intentaban intimidarse con gestos como animales que exhibieran sus dientes. Pero todavía debían contenerse. El sacerdote les recordó a voz en cuello que aún tenían que seleccionar a su tropa.

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