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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

El consejo de hierro (40 page)

BOOK: El consejo de hierro
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La palabra hizo que Ori esbozara una sonrisa despectiva. Era pura jerga, el pueblo, el pueblo que al
Renegado Rampante
nunca se le caía de la boca.

—Estamos haciendo cosas —dijo. La vehemencia de la mujer le provocaba incomodidad… o puede que fuera melancolía, o nostalgia. No sabía nada de la acciones y cambios de los que ella le hablaba, de aquellas cosas de las que antes hubiese formado parte. Pero toda su excitación y todo su orgullo se alborotaron en su interior, se llevaron su ansiedad y le hicieron sonreír—. Oh, Jack —le dijo—. No sabemos lo que vamos a hacer.

Se abrió la puerta de la oficina, y salieron Hombro Viejo y Marcus. Solo Ori los vio. El cacto lo miró un instante a los ojos y entonces desapareció entre la multitud de curiosos.

Cautelosamente, sin apresurarse, Ori le indicó a Catlina que habían terminado, y dejaron que sus voces se fueran apagando, como dos personasque se hartan de discutir. Mientras los trenes pasaban sobre su cabeza, iluminados por las farolas de gas, Ori se alejó bajo las vías elevadas y los arcos de la línea Dexter, bajo un cielo teñido de crepúsculo pardo, en dirección a Malado, donde Toro esperaba. Regresó a su enmascarado jefe, al que veía tan poco, cuyo rostro no veía nunca, dejando tras de sí a un hombre muerto.

15

Ori fue a los muelles de Arboleda. Había una manifestación, supuestamente espontánea, que el Caucus y sus diferentes facciones llevaban semanas preparando. No podían anunciarla en el
Renegado Rampante
ni en
La Forja
, así que habían hecho correr la voz utilizando los graffiti, la jerga manual y los rumores. La milicia dispersaría a los manifestantes: la cuestión era saber cuánto tardaría. Una multitud se congregó frente al Almacén Paradox. Eran estibadores y algunos oficinistas, pocos, humanos sobre todo, aunque todas las razas estaban representadas; incluso había algunos rehechos, cuidadosamente confinados a los extremos de la muchedumbre.

Desde los canales que comunicaban los muelles con el río, los vodyanoi observaban la congregación. A pocos metros de distancia, oculto tras los tejados, se encontraba el Gran Alquitrán, la confluencia del Alquitrán y el Cancro, el ancho río que bisecaba la parte este de la ciudad. Cuando pasaba algún barco grande, Ori veía pasar sus mástiles entre las casas, y su velamen sobre las chimeneas.

Pasaron varias aeronaves.
Ahora deprisa
, pensó Ori. Un triángulo de hombres y mujeres, surgido repentinamente de la nada, atravesó la multitud con un propósito definido. Rodearon a un hombre y lo llevaron hasta una casucha de ladrillo convertida en escenario, a cuyo tejado se encaramó este, secundado por alguien a quien Ori reconoció, un miembro del Caucus, un proscrito.

—Amigos —gritó el hombre.— Hay alguien que quiere hablar con vosotros, un amigo mío, Jack. —Hubo sonrisas ceñudas—. Quiere contarnos algo sobre la guerra.

Tenían muy poco tiempo. En aquel momento los espías de la milicia estarían corriendo en busca de sus contactos. En el puesto de escucha taumatúrgica de la Espiga, el cuerpo de comunicadores y comunicatrices, trabajando con fulminante rapidez, estaría tratando de descifrar los temas ilícitos que estuvieran siendo objeto de discusión en medio del maremágnum cognitivo de la ciudad entera.
Ahora rápido
, pensó Ori.

Al volverse para ver hasta dónde llegaba la gente, se encontró, con gran sorpresa, a Petron. El novista estabaaderezando su activismo artístico con un poco de disidencia real. Estar allí era más arriesgado que las veladas, a menudo violentas, de los Campos Salacus. Ori estaba impresionado.

Había miembros del Caucus por todas partes. Ori vio a gente del Exceso, del Suffragim; vio a uno de los editores del
Renegado Rampante
. El hombre que había tomado la palabra no estaba afiliado y todas las facciones de aquel inestable, caótico, a veces convulso y a veces amigable frente tenían que compartirlo. Todos querían saber de quién se trataba.

—Tiene cosas que decir —estaba gritando el proscrito—. Jack, aquí presente… Jack, acaba de regresar de la guerra.

Se hizo un súbito y completo silencio. El hombre era un soldado. Ori estaba estupefacto. ¿Qué era aquello, aquella estupidez? Sí, estaban los reclutados forzosos y los rehechos militares, pero fuera la que fuese su historia, aquel hombre, al menos formalmente, era un miliciano. Y lo habían invitado. Dio un paso al frente.

—No os preocupéis por mí. Estoy aquí, estoy aquí para hablaros de, de, de la auténtica guerra —dijo el hombre. No era un buen orador. Pero gritaba con la fuerza suficiente para hacerse oír por todos y su propia ansiedad mantuvo a la muchedumbre en el sitio.

Hablaba deprisa. Le habían advertido que no tendría mucho tiempo.

—Nunca había hablado delante de la gente —dijo y todos se dieron cuenta de le temblaba la voz, a aquel hombre que había llevado armas y había matado por Nueva Crobuzón.

La guerra es una mentira (dijo). Aquí tengo mi insignia (la sacó sujetándola con las yemas de los dedos, como si estuviera sucia.
La ciudad descubre que es un hombre muerto
, pensó Ori). Meses de travesía. Cruzamos el estrecho de Fuegagua, y recalamos, y pensamos que tendríamos que luchar en el mar, como soldados-marineros, porque los barcos de Tesh nos estarían esperando. Los vimos y vimos sus armas, en bandadas, dando vueltas, pero ellos no nos habían visto. No todos eran leales a la ciudad, la milicia digo, ya no, porque en aquel barco estábamos la gente de la Perrera, porque no había otro trabajo. Nos
soltaron
allí y nos dijeron que íbamos a liberar las ciudades de Tesh.

Allí no nos quieren. He visto cosas… Lo que nos han hecho. Lo que les hemos hecho a cambio. (Hubo una agitación en algún lugar de las calles y llegaron corriendo unos vigías del Caucus, agitando las manos frenéticamente, y el proscrito se acercó al orador y le susurró al oído. Ori se preparó para echar a correr. El miliciano renegado siguió con su furiosa diatriba). No es una guerra por la libertad, para los teshi no. Nos odian y nosotros, joder si los odiábamos, os lo digo en serio, fue una, fue una carnicería lo que pasó allí, un puto asesinato, enviaron a sus hijos envueltos en embrujos para fundirnos, uno de mis hombres se fundió delante de mí, y he hecho cosas… No sabéis lo que está pasando en Tesh. No son como nosotros. Jabber, he hecho cosas… (El proscrito lo apremió, lo arrastró hasta el borde del tejado).

Así que a la mierda la milicia y a la mierda su guerra. No siento ningún cariño por los teshi después de lo que han hecho pero, joder, no los odio ni la mitad que a ellos (señaló el palacio-columna de basalto del Parlamento, que perforaba el cielo con sus tuberías y sus colmillos, profano y arrogante). Si alguien merece morir no es un puto campesino de Tesh, sino ellos, los de ahí, los que nos han metido en esto. ¿Quién va a sacarlos de ahí? (Levantó el pulgar, apuntó varias veces con él en dirección al Parlamento: un insulto rehecho). A la mierda suguerra.

Y entonces alguien del
Renegado Rampante
gritó:

—¡Si, hay que luchar para perder, luchar por la derrota! —Y quienes creían que esto era una estupidez respondieron con gritos rabiosos. Acusaron a los renegadistas de ser partidarios de Tesh, de ser agentes del Líquido Reptante, pero antes de que las facciones llegaran a los puños, se oyeron los silbatos de los centinelas y la multitud empezó a dispersarse. Ori escribió rápidamente sobre un pedazo de papel.

La milicia se acercaba. La gente estaba preparada y echó a correr. Ori corrió también, pero no hacia las puertas ni hacia la cerca rota. Corrió en línea recta hacia el orador.

Se abrió paso a empujones entre los miembros del Caucus que lo rodeaban. Algunos de ellos lo reconocieron, y le lanzaron miradas de saludo o de duda, tratando en vano de hacerle alguna pregunta mientras él corría hacia el furioso soldado, Jack. Ori le puso su nombre y su dirección en el bolsillo y le susurró al oído:

—¿Quién va a sacarlos de ahí? —dijo—. Nosotros. No esta gente. Ven a buscarme.

Y entonces oyó el zumbido de los propulsores y apareció una aeronave sobre ellos. El vehículo soltó sus cuerdas y un destacamento de milicianos armados descendió goteando. Se oyeron ladridos. Las puertas del Almacén Paradox estaban abarrotadas, y empezó a cundir el pánico. «¡Esferas de guerra!», gritó alguien, y, en efecto, allí, alzándose lentamente sobre las paredes estaban los grotescos cuerpos-glándula cuajados de extrusiones y cavidades orgánicas y montados por milicianos que manipulaban los nervios expuestos de las enormes y filamentosas criaturas, dirigiéndolas pesadamente hacia los miembros del Caucus. Las puntas de sus tentáculos goteaban toxina. Ori echó a correr.

Había más milicianos en la calle: jinetes shuhn, infiltrados vestidos de calle… Ori tuvo que andar con cuidado. Tenía la inquietante sensación de que algún francotirador podía dispararle desde una aeronave. Pero conocía bien aquellas calles. La mayoría de los manifestantes había desaparecido ya en los laberintos de ladrillos de Nueva Crobuzón, corriendo entre aturdidos tenderos y vagabundos que descansaban en las esquinas y deteniéndose repentinamente para seguir caminando como si tal cosa, unas calles más allá. Más tarde, cuando se encontraba a casi dos kilómetros de allí, al otro lado del río, Ori se enteró de que no habían capturado ni matado a nadie, y sintió un entusiasmo salvaje.

El soldado se llamaba Baron. Se lo contó a Ori sin el menor rastro del secretismo y la cautela con los que actuaban los disidentes. Regresó dos noches más tarde. Cuando Ori le abrió la puerta, tenía su papel en la mano.

—Venga, cuéntame —le dijo Baron—. ¿Qué es lo que vais a hacer? ¿Y quién coño eres, chaver?

—¿Cómo es que no te han cogido aún? —preguntó Ori. Baron le contó que había centenares de milicianos desertores. La mayoría de ellos pretendía mantenerse en el anonimato, mientras se preparaban para incorporarse a la clandestina economía de supervivencia de Nueva Crobuzón y no dejaban que sus antiguos camaradas los vieran. Con el caos que reinaba en la ciudad, dijo, era imposible que la milicia controlara a todos sus efectivos. No pasaba un solo día sin que hubiera una huelga o algún disturbio: el número de parados estaba aumentando, los calamitas atacaban a los xenianos y los xenianos y disidentes a los calamitas. En el Parlamento, algunas voces pedían que se llegara a un compromiso, que se entablaran negociaciones con los sindicatos.

—Yo no quiero esconderme —dijo Baron—. A mí me da igual.

Fueron a La Urraca Terrible, en Piel del Río, cerca del gueto cacto. Ori no quería ir a Los Dos Gusanos o a ningún otro nido de disidencia lo bastante conocido como para estar vigilado. Allí en Piel del Río, las calles eran silenciosas hondonadas que discurrían entre casas de madera húmeda. El peor problema con el que uno podía topar era alguna de las bandas de jóvenes cactos drogados que holgazaneaban y se hacían tatuajes keloides en su verdosa dermis, sentados entre los cimientos de treinta metros de altura de la base del Invernadero, aquella mole plantada en medio de las calles de Nueva Crobuzón, como un inmenso estarcido de casi un kilómetro de longitud. Los camorristas cactos miraron a Ori y a Baron pero no los molestaron.

Algo le había ocurrido a Baron. No es que dijera nada concreto que despertara la imaginación de Ori, pero se notaba en sus pausas, ensu forma de no decir las cosas. Una especie de furia. Ori supuso que habría tantas historias inefables como hombres regresaban desde el frente. Baron pensaba en algo, en una cosa concreta, en un momento de… ¿Qué? ¿Sangre? ¿Muerte? ¿Transfiguración? Alguna atrocidad que lo había convertido en aquel sanguinario militante, ansioso por matar a sus antiguos patronos. Ori pensó en amigos muertos y en dolor.

Todos los grupos del Caucus estaban cortejando a Baron y a los demás milicianos renegados. Con cuidadoso desprecio, Ori le expuso los planes de cada una de las facciones. Le relató historias sobre las aventuras de Toro, los trabajos de su banda, y de este modo atrajo a Baron a su órbita.

Baron era un trofeo. Los toroanos estaban encantados. Toro apareció la noche que Baron se unió a ellos y le puso al miliciano una huesuda mano en el pecho como bienvenida.

Esta fue la primera vez que Ori vio cómo viajaba Toro. Cuando Hombro Viejo y la banda terminaron de hablar, Toro bajó su cabeza de metal labrado y colado, y empujó. La figura enmascarada no se apoyaba en nada, solo en el aire. Entoncesempezó a avanzar, a presionar, hasta que los cuernos embrujados toparon con algo, se adhirieron a ese algo y el universo pareció flexionarse y estirarse en dos puntos, y Ori sintió el chisporroteo de la taumaturgia en el aire, y los cuernos de Toro perforaron el mundo y él pasó repentinamente al otro lado. La desgarrada piel de la realidad volvió a cerrarse como unos labios y Toro desapareció.

—¿Qué es lo que hace Toro? —preguntó Ori a Ulliam, el rehecho, aquella noche—. ¿Para ser el jefe? Que conste que no me quejo. Eso lo tienes claro, ¿no? Solo pregunto: ¿qué es lo que hace?

Ulliam sonrió.

—Espero que nunca lo averigües —dijo—. Sin Toro no somos nada.

Baron aportó a la banda un salvajismo militar. Cuando hablaba de la guerra temblaba y gruñía de rabia; se le hinchaban las venas de todo el cuerpo. Pero cuando participaba en alguna misión, en un golpe contra algún informador, o alguna paliza disuasoria contra alguna banda de narcotraficantes que estaba adentrándose en el territorio de Toro, se comportaba con una frialdad total, y su boca apenas se movía mientras, con una total ausencia de emociones, hacía su trabajo.

Sus nuevos compañeros estaban asustados. Su determinación maquinal, la facilidad con la que hacía daño, la forma que tenían sus ojos de oscurecerse y la vida que había en ellos de desaparecer…
No somos nada
, pensó Ori. Los toroanos se habían tenido hasta entonces por hombres duros y desesperados. Y, sí, claro que habían hecho cosas violentas y crueles en nombre del cambio, pero su rabia anarquista era apenas un vago titubeo frente a la fría y desapasionada pericia del soldado. Estaban asombrados.

Ori recordó la primera ejecución que había presenciado, la de un capitán informador. La primera parte había sido fácil. Habían encontrado la prueba, la lista de nombres, las órdenes ejecutivas. Pero a pesar de todo suodio, a pesar del recuerdo de los hermanos y hermanas caídas, a pesar del recuerdo del propio Ulliam sobre las factorías de castigo, la ejecución no había sido fácil. Ori había cerrado los ojos para no tener que ver el disparo. Le habían dado el arma a Ulliam diciendo que era para vengar lo que le habían hecho, pero Ori creía que era porque no podía mirar a su víctima. Su rostro, orientado hacia su espalda, se había enfocado en la nada. Y a pesar de ello, Ori estaba seguro de que había cerrado los ojos al apretar el gatillo.

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